Image: Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo

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Letras

Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo

Michael IgnatieffDiccionario ilustrado de símbolos del nacionalismo vasco, de Varios Autores

13 julio, 2012 02:00

Mural a vueltas con el nacionalismo en un edificio de Belfast (2012).

Traducción de Miguel Aguilar. El Hombre del Tres. Madrid, 2012. 310 páginas, 23 euros | Tecnos. Madrid, 2012, 899 páginas, 60 euros

Lo mejor del libro de Michael Ignatieff son las entrevistas con personas cuya manera de vivir su propia identidad queda retratada de manera memorable

El sentimiento de pertenencia nacional puede parecer en ocasiones evanescente, pero la sangre derramada en su nombre representa una realidad trágica. Sangre y pertenencia nos traslada a comienzos de los años noventa, cuando la ilusión de un entendimiento global creada por la caída del muro de Berlín daba paso a la amarga constatación de que el choque de nacionalismos contrapuestos traía de nuevo la guerra al corazón de Europa. Su autor, Michael Ignatieff, nieto de un terrateniente ruso de Ucrania e hijo de un diplomático canadiense, él mismo intelectual cosmopolita y a la vez político canadiense, autor de ensayos que han causado impacto e incluso polémica, como El honor del guerrero (Taurus, 2004) o El mal menor (Taurus, 2005), viajó en aquellos años con un equipo de la BBC a Croacia, Serbia, Alemania, Ucrania, Quebec, Kurdistán e Irlanda del Norte. Su propósito era comprender los misterios de la identidad nacional, incluidas sus propias raíces rusas y ucranianas que ya había evocado en un libro anterior, El álbum ruso (Siglo XXI, 2008).

Ignatieff tiene una gran capacidad para describir los ambientes, pero en mi opinión lo mejor de su libro son las breves entrevistas con personas cuya diversa manera de vivir su propia identidad queda retratada de manera memorable. Una joven cuyos antepasados alemanes emigraron a Rusia hace siglos, pero a la que la ley alemana reconoce la nacionalidad, queda sorprendida cuando llega a su nueva patria y ve turcos por todas partes. Un tranviario ucraniano describe la nueva libertad que ha supuesto el fin del yugo soviético, explicando que ahora puede beber cerveza en el parque, abrazar a su novia en la calle y santiguarse en la iglesia. Unos tártaros han regresado a su Crimea ancestral, de la que su pueblo fue expulsado medio siglo antes, porque allí esperan rencontrar sus raíces. Una adolescente australiana descubre un día que, aunque sus padres no se lo habían dicho, son de origen kurdo y pocos años después Ignatieff se la encuentra en el norte de Irak, en un campamento de la guerrilla independentista y marxista del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que combate al ejército turco. Unos chicos de un barrio lealista de Belfast apenas encuen- tran otro símbolo de su identificación con Gran Bretaña que su pasión por un equipo de futbol escocés, el Glasgow Rangers.

Resulta tentador creer que todos estos ejemplos son ridículos o patéticos y afirmar que las identidades nacionales no son más que invenciones con las que algunos avispados manipulan a la gente, pero Ignatieff no cae en conclusiones tan burdas. Es consciente, no sólo del valor psicológico del sentimiento de pertenencia, sino de que incluso un cosmopolita como él puede en definitiva serlo porque vive bajo la protección de un Estado nacional. En su caso se trata además de Canadá, que para desconcierto de los aficionados a las interpretaciones simplistas, goza de un gran bienestar en todos los aspectos, pero se enfrenta al problema de identidad derivado del separatismo francófono de Quebec. Y cuando la protección del Estado desaparece, las comunidades de pertenencia pueden llegar al enfrentamiento armado, como ocurrió en Yugoslavia, en cuyo caso más vale ponerse bajo la protección de los señores de la guerra que asumen la representación del propio grupo étnico.

En el epílogo a la edición española de Sangre y pertenencia, Ignatieff admite que todo ha ido mucho mejor de lo que cabía temer en 1992: la paz reina en toda Europa, en el Oriente Próximo se abren nuevas esperanzas y en España la voluntad democrática ha vencido al terrorismo independentista. A los propios españoles nos cuesta creer que así ha sido y que la pesadilla ha terminado, pero lo cierto es que, al igual que Irlanda del Norte, el País Vasco deja atrás una etapa de sangre y aunque ello no supone el fin de los problemas de pertenencia, garantiza que se abordaran sólo por medios democráticos, como en Canadá o en Bélgica.

Ello nos permite reflexionar sobre el pasado y el presente del nacionalismo vasco desde una óptica en la que ETA no representa más que un fenómeno siniestro pero pasajero, y el Diccionario de símbolos del nacionalismo vasco, escrito por doce autores, en su mayoría profesores de la Universidad del País Vasco, proporciona una buena oportunidad para hacerlo. Se trata de una obra que llama la atención por su coherencia, ya que el lector apenas nota que está leyendo a diversos autores, por su redacción ágil y sobre todo por su profesionalidad, pues el rigor histórico nunca se ve distorsionado por pasiones políticas. Los simpatizantes del nacionalismo vasco apreciarán el sólido estudio que se hace de sus símbolos y quienes no lo son disfrutarán con las extrañas paradojas que la historia del nacionalismo ofrece.

La nación vasca representa una invención, en el sentido que historiadores como Eric Hobsbawm dan a este término, pero a la vez hunde sus raíces en tradiciones muy antiguas, como a menudo ocurre, según ha destacado Anthony Smith, un historiador cuya interpretación del fenómeno nacionalista hacen en gran medida suya los autores de este diccionario. No sería exagerado decir que la nación vasca la inventó a finales del siglo XIX una sola persona, Sabino Arana, que incluso le dio por primera vez un nombre, Euskadi (que en contra de toda coherencia etimológica él escribía Euzkadi), aunque tampoco resultaría fácil negar la singularidad de un pueblo que ha mantenido la única lengua no indoeuropea de Europa occidental.

Pero a fines del siglo XIX, el euskara se hablaba sobre todo en los caseríos, mientras que el castellano era la lengua de la modernidad, así es que Arana, que el euskara tuvo que aprenderlo cuando se convirtió al nacionalismo, no basó la identidad vasca en la lengua, sino en la raza. Llegó incluso a escribir que el peligro más grave para la raza vasca sería que los inmigrantes españoles, los odiados maketos, aprendieran euskara, en cuyo caso los verdaderos vascos deberían aprender noruego o ruso, para mantener las diferencias. En los años sesenta del siglo XX, en cambio, el racismo tenía mala prensa y la izquierda nacionalista radical pasó a basar la identidad en la lengua, hasta el punto de que uno de sus ideólogos escribió que unos inmigrantes congoleños que hubieran aprendido euskara serían mejores patriotas que quienes tenían cuatro apellidos vascos pero hablaban castellano.

Por otra parte, mucho antes de que Arana forjara el neologismo Euskadi, existía el término Euskal Herría, que designaba a los territorios en que se hablaba el euskara, sin connotación política alguna. Y hoy en día, el nacionalismo radical desconfía del término Euskadi, identificado con la Comunidad Autónoma Vasca, y para referirse a la patria soñada que incluiría a Navarra y a territorios franceses, prefiere hablar de Euskal Herría. En los largos años de cárcel que les esperan, los etarras podrán reflexionar sobre la ironía de que el propio nombre de su organización, Euskadi Ta Askatasuna, haya quedado trasnochado, porque el término Euskadi se ha españolizado. Quizá deban aprender noruego.

Pasión, nación

El ser humano tiende de suyo a agruparse. En todas partes y épocas buscó y buscará identidad, protección, emociones, en el abrevadero colectivo. Dispone de opciones innumerables: el clan familiar, las gradas del estadio, la comunidad religiosa, el área lingüística, el país o el pueblo concebido como raza. Su naturaleza grupal, dejado atrás el mono originario, no tiene por qué estar reñida con el sosiego ni con el principio elemental de que todos los hombres debieran respetarse. A veces, sin embargo, el instinto de pertenencia se exacerba. El extraño adquiere entonces condición de enemigo y el fanático, enfurecido, se apresura a cocinar sus caldos nacionalistas con la receta de costumbre: la violencia, el autoritarismo que busca la uniformidad a todo trance, la sustitución del pensamiento singular por la simplificación de los símbolos. Borges afirmó que el patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones. Quizá se quedó corto. / FERNANDO ARAMBURU