Image: Fragmento de Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo

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Letras

Fragmento de Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo

por Bernardo Wasserstein

19 marzo, 2010 01:00

Dresde, 1945

Editorial Ariel

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  • CAPITULO 1
    Europa en 1914

    ¿Qué esperamos, reunidos en el foro?
    Y es que los bárbaros llegan hoy.
    Esperando a los bárbaros,
    C. P. Kavafis, Alejandría, 1904
    Anticipaciones

    Hay dos maneras posibles de ver Europa en vísperas de la guerra de 1914. Podemos remontarnos en el tiempo y contemplar el final de un período de existencia relativamente ordenada, pacífica y estable en lo que todavía era el continente de mayor riqueza, producción cultural y poder político y militar del mundo. O bien podemos mirar hacia delante y ver los primeros temblores del conflicto social e internacional: el principio del fin del mundo eurocéntrico. Ambas visiones contienen su parte de verdad, pero la primera tiene especial relevancia: los contemporáneos podían mirar hacia atrás mucho más fácilmente que hacia delante. Si bien en 1914 los observadores perspicaces vieron muchas cosas muy inquietantes en el mundo alrededor, la idea de progreso seguía profundamente arraigada en su conciencia de europeos cultos y pocos adivinaron que se encontraban al borde de un abismo.

    Uno de los vaticinadores sociales más populares de esos tiempos, H. G. Wells, en su Anticipaciones (1902), había analizado los efectos del cambio tecnológico en la distribución demográfica, la organización social y la guerra. Predijo el desarrollo de gigantescas zonas metropolitanas que invadirían grandes extensiones de campo, la decadencia de los sistemas políticos existentes y la mecanización de la guerra.1 En The War in the Air (1908), delineó una vívida y profética representación de un combate aéreo que, afirmó, acabaría con la distinción entre combatiente y civil en tiempos de guerra, reconocida por las naciones civilizadas en los Convenios de La Haya de 1899 y 1907. En Francia, Émile Durkheim advirtió en 1905 que si bien la guerra entre su país y Alemania "acabaría con todo", el socialismo revolucionario representaba un peligro mucho mayor, porque amenazaba con destruir toda organización social y crear en su lugar, no "el sol de una nueva sociedad", sino más bien "una nueva Edad Media, un nuevo período de oscuridad".2 En Italia, en 1909, el poeta F. T. Marinetti hizo público un "Manifiesto futurista" donde defendió la beligerancia extrema: "Queremos glorificar la guerra -única higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor del anarquista, las bellas ideas por las que se muere y el desprecio de la mujer. Queremos destruir los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las vilezas oportunistas y utilitaristas".3 En Alemania, Max Weber habló en 1909 de su horror ante la perspectiva de que "un día el mundo sólo esté lleno de esas pequeñas ruedas en el engranaje, esos hombres aferrándose a pequeños empleos y luchando por acceder a otros más importantes".4 Discernió la amenaza de que grupos sociales sin raíces y desplazados podían, en condiciones democráticas modernas, hacer surgir a un César demagógico. Pero, a pesar de tan lúgubres reflexiones, todos estos pensadores conservaron en esencia el optimismo social, comprometidos con lo que el propio Wells después llamó "la peculiar y necia propensión a la esperanza del siglo XIX".

    Un hombre de una genialidad única para la precognición fue el escritor que, en julio de 1914, en Praga, empezó a plasmar en papel una visión profética y angustiosa del individuo que se ve privado por misteriosas fuerzas sociales de todo control sobre su propio destino. El proceso no se publicó hasta 1925, un año después de la muerte de Franz Kafka, pero incluso entonces estaba por delante de sus tiempos en su estremecedora previsión del mundo de la Gestapo y el NKVD. A ningún analista social convencional se le habría ocurrido dar semejante salto de la imaginación mediante la simple extrapolación de la situación vigente en el verano de 1914. ¿Cómo era esa situación y por qué el Zeitgeist europeo en vísperas de la catástrofe era básicamente optimista? ¿Lo era realmente, o deberíamos ser más cautos al atribuir a la población en general un estado de ánimo quizá sólo predominante entre los filósofos sociales y los intelectuales?

    Imperios y naciones-estado
    En 1914 cuatro grandes imperios dominaban la mayor parte del este y el centro de la Europa continental. El mayor, tanto en extensión como en población, era el imperio ruso, que se había expandido en el siglo xix hasta las costas del Pacífico y las fronteras de China y el subcontinente indio. Con 166 millones de habitantes, de los cuales 140 millones vivían en la Rusia europea, la población del imperio era mayor que la de Alemania, Gran Bretaña y Francia juntas. Más del ochenta por ciento de la población era rural y el problema del campesinado seguía siendo la "cuestión de las cuestiones" a la que se enfrentaban el gobierno y la sociedad. Aunque, según ciertos indicadores, Rusia era la mayor economía del continente, tenía la renta per cápita más baja de todas las grandes potencias europeas.6 La economía era abrumadoramente agrícola. Incluso el sector industrial estaba dominado por productos primarios como la madera, el carbón y el petróleo. La industria manufacturera, en empresas como las fábricas textiles de Lo' dz' (en la Polonia rusa) y la planta de Putilov en San Petersburgo, dedicada a la metalurgia, la maquinaria y el armamento, habían crecido rápidamente desde 1890, aunque partiendo de un nivel muy bajo. El desarrollo industrial se caracterizó por una elevada participación estatal, grandes unidades de producción y una dependencia considerable del capital extranjero, sobre todo francés. En general, desde un punto de vista económico, social y, a ojos de muchos, político, Rusia era uno de los países más atrasados de Europa. Su derrota en la Guerra Ruso-Japonesa de 1904-1905 había puesto de manifiesto la vulnerabilidad de su ejército y su armada. La convulsión revolucionaria de 1905 había sacudido, sin llegar a derribarla, la autocracia zarista. Nicolás II, el zar conservador y poco imaginativo que reinaba desde 1894, permaneció en el trono. Muchas de las reformas políticas que surgieron a partir de esa revolución fueron retiradas poco a poco una vez superada la crisis. En particular, se modificó el sistema electoral para limitar el acceso a la Duma (la cámara baja del Parlamento) y se restringió el poder parlamentario. El gobierno siguió siendo represivo, corrupto y hostil con las naciones súbditas, sobre todo con la amplia población judía concentrada en Polonia, Lituania y Ucrania, donde ésta era víctima de leyes discriminatorias y pogroms periódicos. El imperio zarista era una estructura autoritaria, sin llegar a ser un estado policial en el sentido moderno. El aparato represivo del que disponía el gobierno era bastante reducido: en 1914, había menos de 15.000 agentes o policías de uniforme en todo el imperio. En los años anteriores a 1914, el régimen autocrático se enfrentó al desafío planteado por los nacionalistas no rusos, en particular los polacos, y por los socialistas revolucionarios cuyos elementos más extremistas llevaban a cabo asesinatos y atentados esporádicos. La burguesía profesional y su expresión política, el Partido Demócrata Constitucional (Kadetes), constituían una parte mínima y poco representativa de la sociedad y su influencia no iba mucho más allá de San Petersburgo y Moscú. Los partidos políticos de masas, como el Partido Social Revolucionario, cuyo apoyo procedía en gran medida del campesinado, y el Socialdemócrata, basado sobre todo en la clase obrera urbana, pasaron a la clandestinidad. ¿Estaba Rusia en 1914 en situación de dar un salto económico que la llevara al nivel de las principales potencias industriales? ¿O se hallaba tan dividida por las contradicciones sociales y económicas que estaba condenada a la revolución? En 1914 ambas posibilidades eran verosímiles.