Image: Bill Clinton: Mi vida

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Letras

Bill Clinton: Mi vida

Bill Clinton

30 septiembre, 2004 02:00

Bill Clinton, por Gusi Bejer

Traducción de Claudia Casanova. Plaza & Janés. Madrid, 2004. 1200 págs, 25 euros

En la autobiografía de Clinton hay una buena historia, pero el lector ha de esforzarse por hallarla bajo una espesa hojarasca de detalles innecesarios. La extraordinaria memoria del ex presidente, que le permite recordar a los miles de personas que ha ido encontrando a lo largo de su vida, desde el jardín de infancia a la Casa Blanca, debe haberle resultado muy útil en política, pero es una cualidad muy peligrosa para quien, al escribir sus recuerdos, no quiere dejar de mencionar a ningún amigo.

La estructura cronológica del relato, que le lleva a describir su trabajo en la presidencia casi mes por mes, tampoco facilita la lectura. Al enfrentarse al elevado número de cuestiones que a veces se mencionan en una misma página, el lector comprende lo difícil que resulta ser presidente de los Estados Unidos, pero agradecería que Clinton no le obligara a él también a pasar continuamente de un tema a otro. Tampoco puede el lector escoger los temas que más le interesan, porque se hallan dispersos en el libro, aunque un excelente índice de materias permite seguirles la pista. Así es que sólo hay dos opciones: armarse de valor y leer íntegramente las casi mil páginas del libro, salpicadas de párrafos banales que el editor debía haber tachado (además de los cientos de páginas que el propio Clinton cuenta que le hizo eliminar), o echar una ojeada y dejar el libro en la mesa baja del salón, como posiblemente habrán hecho cientos de miles de compradores en todo el mundo. Quien opte por la primera opción verá su paciencia recompensada, porque las memorias de Clinton ofrecen un valioso testimonio de primera mano sobre la vida política americana en la segunda mitad del siglo XX y de las relaciones internacionales en los noventa.

Todo empieza con la historia de un niño que en un día de tormenta tuvo una joven madre recién enviudada, en una pequeña ciudad de un estado sureño poco conocido, Arkansas. La ciudad se llama Hope (esperanza) y medio siglo después Bill Clinton podría afirmar que América le había dado la posibilidad de hacer realidad sus sueños. Se la dio de una manera muy americana, a través de una formación que enfatizaba el esfuerzo personal, unas institu- ciones educativas de calidad abiertas a los jóvenes de talento y unas becas que permitían obviar la falta de recursos familiares. El joven Clinton tuvo una temprana vocación política, compartió los nuevos ideales de los años sesenta, apoyó la lucha por los derechos civiles y se opuso a la guerra de Vietnam, pero también comprendió muy pronto que el Partido Demócrata tendría poco futuro si se dejaba arrinconar en posiciones de izquierda alejadas de los sentimientos del americano medio. Blanco, protestante y sureño, sinceramente religioso y firmemente vinculado a su Estado natal, Clinton se esforzó en cerrar la brecha entre el americano medio y las distintas minorías y en anclar una política social progresista en los valores básicos del credo americano. Ello le convirtió en el representante de los nuevos demócratas, en una línea muy similar a la del británico Tony Blair, es decir la de la tercera vía.

Durante sus ocho años en la Casa Blanca logró eliminar el enorme déficit fiscal acumulado por sus predecesores republicanos, reformar las políticas de asistencia social de manera que estimularan la reincorporación al mercado laboral, promover la cober- tura sanitaria y la educación, reducir la criminalidad y proteger el medio ambiente. En términos de crecimiento económico, empleo y bienestar social los resultados fueron excelentes. No faltaron sin embargo los fracasos, el más notable de los cuales fue el no haber logrado la aprobación de un plan de cobertura sanitaria universal como el que disfrutan los ciudadanos de los restantes países más desarrollados.

Clinton despertó por otra parte una marcada hostilidad entre los sectores más conservadores de la sociedad americana, entre quienes veían inmoral su apoyo a los derechos de los homosexuales, entre quienes confundían el derecho a cazar con la libertad de vender fusiles de asalto y balas capaces de penetrar los chalecos protectores de la policía, entre quienes parecían considerar que los impuestos sobre los ingresos de los ricos amenazaban la libertad económica. Y algunos de esos sectores, como los dirigentes de la Asociación Nacional del Rifle, tienen una influencia electoral desproporcionada, explica Clinton, porque movilizan al electorado en función de un solo tema. Quienes están en contra de la libertad absoluta en la venta de armas son mayoría, pero no deciden su voto por ese solo motivo, mientras que algunos fanáticos de la ANR sí lo hacen. De la hostilidad hacia Clinton surgió el intento de poner fin a su presidencia mediante una utilización sectaria de la justicia. Al respecto se recuerda sobre todo la anécdota del caso Lewinsky, pero se trata de una cuestión seria. Los procedimientos inquisitoriales que el fiscal Kenneth Starr utilizó para tratar de desacreditar a Clinton fueron inquietantes.

En el plano internacional, Clinton tuvo que enfrentarse a un gran número de conflictos. En algunos lo hizo con éxito y en su libro se muestra especialmente satisfecho por su contribución al acuerdo de paz en Irlanda del Norte. En otros pecó por omisión, como en Ruanda, donde nada hizo por evitar el genocidio que sufrieron los tutsis. Y hubo también un caso, el del conflicto israelo-palestino, en el que se esforzó más que ningún otro presidente para conseguir la paz entre los contendientes, pero fracasó, en buena medida porque Arafat se negó a aceptar la mejor oferta imaginable. El relato de las últimas conversaciones entre Clinton y Arafat se encuentra entre los más interesantes del libro. Resta por último el tema del terrorismo. Clinton tuvo el acierto de percibirlo como la mayor amenaza para la seguridad en nuestro tiempo y en varios importantes discursos insistió en ello. En sus memorias se muestra sin embargo insatisfecho por no haber logrado acabar con Bin Laden, que desde los atentados contra las embajadas en Kenya y Tanzania era ya el principal enemigo de los EE. UU. Si la CIA hubiera logrado capturarle o matarle, como Clinton le encargó, es posible que se hubieran evitado los atentados del 11-S, pero nadie puede asegurarlo.


Bill Clinton: una presidencia incomprendida
Joe Klein. Tusquets. 2004. 266 páginas. 17 euros

El prestigioso columnista político norteamericano Joe Klein, autor de una novela de éxito, Colores primarios, ofrece en su breve libro un fascinante análisis de la presidencia de Clinton. Klein, que comparte los principios de la tercera vía de Clinton y destaca la importancia de su política interior, piensa que su presidencia no dio todos los frutos que cabía esperar de su indudable talento. Tres son los elementos que más destaca el libro. Por un lado los defectos personales de Clinton, la tendencia autodestructiva que le llevó a arriesgar su carrera por una aventura banal, la de un presidente con una becaria de la propia Casa Blanca. Por otro, la absurda dimensión que la oposición republicana y los medios de comunicación dieron al tema. Y en tercer lugar los grandes logros del presidente: la eliminación del déficit público, la reforma de la asistencia social o el impulso al libre comercio mundial. En opinión de Klein, a Clinton le faltó un gran desafío en el que hubiera podido mostrar su grandeza. Y ello conduce a la pregunta, sin respuesta posible, de cómo se hubiera enfrentado él al 11-S.