Apetitoso concierto el que está ofreciendo la Orquesta Nacional durante este fin de semana. En él se dan la mano tres obras de mucho interés. Hablemos en primer lugar de la que se estrena: el Concierto para piano y orquesta del norteamericano Mason Bates (1977), un creador ya muy famoso, acreditado y especialmente solicitado en su tierra. Ha escrito música de todo tipo: camerística, sinfónica, pianística, coral, operística…Y siempre con brillantez.

Su lenguaje es fronterizo y parte de un minimalismo en la línea de un John Adams, aunque haya que constatar que uno de sus maestros fue Dika Newlin, alumna de Schönberg. Pero Bates sabe digerir cualquier tendencia y, a través de un simple mecanismo de deglución y sintetización, servirse de los parámetros más diversos en busca de un estilo propio en el que las superficies siempre son gratas. En ellas se emplean medios electrónicos, lo que proporciona sonoridades espejeantes y de fácil escucha y asimilación.

Dentro de su muy amplio catálogo y en orden a reforzar su ya importante reconocimiento, Bates estrenó hace unos meses en Filadelfia un Concierto para piano, que ahora, con el mismo pianista ante el teclado, el ruso Daniil Trifonov (1991), se presenta en Madrid. En él seguramente podremos apreciar la soltura de la mano creadora, que utiliza sucesivamente a lo largo de sus tres movimientos músicas renacentistas y románticas y explota una variada paleta rítmica en la que aparecen elementos propios del jazz y de la música estrictamente minimalista.

El sonido de Trifonov tiene carne y apreciable densidad, en espera del poso que dan los años y la posibilidad de concentrarse en mayor medida

Trifonov nos parece un pianista idóneo para ofrecer esta primicia ante el público madrileño. Frente a otros virtuosos del presente, asimismo con desusadas capacidades mecánicas, muestra un sentido especial de la construcción de la frase, una diferenciación de ataques y un criterio musical de altos vuelos. Cualidades que ha puesto en evidencia ante nosotros en más de una ocasión, como en aquella tan especial en la que interpretó esa obra misteriosa y especulativa de Bach llamada El arte de la fuga.

Es artista de raza, delgado, esbelto, nervioso, que mantiene la espalda recta, los brazos bien anclados en los hombros, con capacidad para atacar con firmeza y exactitud la tecla y de expansionarse en súbitos arrebatos. Su sonido tiene carne y apreciable densidad, en espera del poso que dan los años y la posibilidad de concentrarse en mayor medida.

En el podio se moverá Pablo Heras-Casado, que ha dirigido ya música de Bates y que hace bastantes años que no se sitúa ante la orquesta estatal, con la que parece no tuvo en tiempos el mejor de los entendimientos. Han pasado los años y el maestro granadino ha adquirido mayor peso, sapiencia y soltura. Y la OCNE está en un buen momento. Se dan pues las condiciones para que el reencuentro sea positivo.

[Sigfrido es una ópera radical]

El gesto, sin batuta, de Heras, firme, conminativo, imperativo, riguroso, claro, al servicio de concepciones muy personales pero siempre de alto interés, estará dispuesto y a punto para acometer un miura como es La consagración de la primavera de Stravinski, obra rompedora y sorprendente y que, como se sabe, provocó uno de los mayores escándalos de la música contemporánea cuando se estrenó en París en 1913.

Heras-Casado es muy hábil en la división y subdivisión del compás y en el control y marcaje de los más complicados ritmos; también en la planificación de líneas temáticas, en el manejo de las breves y agrestes células motóricas que animan la composición desde dentro y que la hacen fluir como una monumental y orgiástica suma de danzas paganas.

Una ceremonia prodigiosa que requiere, en efecto, de mando firme, implacable, adusto, y de una imaginación capaz de elevar a lo más alto el sacrificio de las doncellas. Para ello ha de recurrirse también a la capacidad para pintar con pincel fino los instantes recogidos, líricos, evocativos que jalonan el comienzo de la segunda parte de la composición.

El concierto se inaugura con el scherzo D'un matin de printemps de la malograda Lili Boulanger, compuesto en 1917 inicialmente para violín (o chelo o flauta) y piano y trasladado a la orquesta en 1918. Se aprecian en la partitura las finuras conectadas insensiblemente con las coloristas y rectilíneas superficies ravelianas. Una alegre danza sobre un ostinato de cuerdas.