El cine de Christopher Nolan ha tendido a debatirse entre la idea del gran espectáculo y la construcción de relatos intimistas. Su interés por las innovaciones estéticas, con la arquitectura maximalista como principal eje inventivo, ha permitido al británico dar a luz obras fascinantes a nivel audiovisual y, en los mejores casos, excitantes desde una perspectiva conceptual. En el otro extremo de la ecuación artística, Nolan se ha topado con más de un problema a la hora de dar credibilidad y textura a los dramas que anidan en el corazón de sus laberintos narrativos.

Por cada triunfo, como podrían ser los tête à tête entre los magos de El truco final (El prestigio) (2006), o entre Batman y el Joker en El caballero oscuro (2008), hay que contar un fracaso, de la endeble odisea paternofilial de Interstellar (2014) a la sensiblera revisión de la obsesión romántica de Vértigo (De entre los muertos) (1958) en Origen (2010), una película muy estimable en su vertiente monumental.

Teniendo en cuenta estos precedentes, y después de sublimar el cine de acción intelectual en la estimulante Tenet (2020), Nolan dobla la apuesta a su manera con Oppenheimer, abrazando un intimismo estricto para dar cuenta de las contradicciones de J. Robert Oppenheimer, “un hombre extraordinario que nos introdujo en la era nuclear y luchó, sin éxito, por encontrar la manera de eliminar el peligro de esa guerra”, según la definición de Kai Bird y Martin J. Sherwin en Prometeo americano, la biografía que el director de Memento (2000) ha tomado como guía para la escritura de su nueva película.

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Tratándose de un creador eminentemente visual, resulta inevitable sorprenderse ante la relativa parquedad estética de Oppenheimer, una película de bustos parlantes cuya principal apuesta plástica reside en mostrar los rostros de los protagonistas rodeados de amplias franjas de encuadre desenfocado. La pregunta podría ser: ¿por qué filmar en 70mm una película de primeros planos? Hace poco más de una década, Paul Thomas Anderson hizo lo propio en The Master (2012), otro biopic que estudiaba las heridas que abrió la Segunda Guerra Mundial en la psique americana.

Pero mientras Anderson empleaba las facciones desencajadas de Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman –en la piel del padre de la Cienciología– para componer una suerte de modernista Monte Rushmore de la demencia yanqui, Nolan elabora un filme biográfico lastrado por algunos tics característicos del género, del amontonamiento de información al trazo desdibujado de algunos personajes secundarios (como ocurre con Jean Tatlock, la amante psicoanalista y comunista del protagonista, a quien da vida una esforzada Florence Pugh).

En Oppenheimer, Nolan no renuncia a su interés por los relatos alambicados, aunque aquí el barroquismo narrativo no está al servicio de los trucajes visuales, como ocurría en Tenet, sino que persigue con ahínco un cierto rigor histórico. Dicho esto, los aires de erudición que embriagan el filme no neutralizan la debilidad del cineasta por los “trucos” escénicos: el fantasma de Tatlock se materializa al lado del protagonista durante un interrogatorio privado, y una tensa charla íntima se ve resquebrajada por el resplandor sofocante e imaginario de un estallido nuclear.

El problema es que estos artificios, que dan cuenta del interés de Nolan por sumergirse en la subjetividad de sus personajes, no se encuentran entre lo mejor de la película. De hecho, manifiestan los problemas del cineasta para asumir hasta las últimas consecuencias el intimismo realista de su nueva “gran” creación.

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Desde un punto de vista autoral, Oppenheimer responde a una lógica incuestionable, dada la fascinación de Nolan por las aparentes incongruencias convertidas en posibilidad por la física cuántica. “Es paradójico pero funciona”, afirma un personaje del filme, convirtiendo una formulación cuántica en un mantra nolaniano.

Este apego a la complejidad —un interés que el cineasta comparte con su protagonista— lleva a Nolan a estructurar Oppenheimer como si se tratara de una molécula con dos núcleos, con la película-electrón revoloteando entre dos relatos distanciados en el tiempo, pero entrelazados por la magia del montaje paralelo.

Las dos instancias narrativas son introducidas por sendos intertítulos: “1. Fisión” y “2. Fusión”. La primera tiene como centro neurálgico una audiencia privada llevada a cabo en 1954 por la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos, en la que Oppenheimer fue acusado de simpatizar con el comunismo y luego desposeído de su acceso a información secreta, lo que supuso el final de su carrera como asesor gubernamental.

El segundo núcleo narrativo lo conforma otra audiencia, esta vez del Comité de Comercio del Senado estadounidense, que en 1959 asumió la tarea de clarificar la idoneidad de Lewis Strauss, antiguo superior de Oppenheimer en la Comisión de Energía Atómica, para el cargo de Secretario de Comercio de la administración Eisenhower.

Las poderosas interpretaciones de Cillian Murphy y Robert Downey Jr. consiguen trascender el ámbito de la imitación

El cara a cara en la distancia entre Oppenheimer y Strauss provee al filme de algunos de sus mejores atributos. Por una parte, las poderosas interpretaciones de Cillian Murphy y Robert Downey Jr., que consiguen trascender el ámbito de la imitación, habitual en los biopics, para componer unos personajes que se mueven, de forma más o menos torturada, en el pantanal de la ambigüedad ética y moral.

Y luego está el vigor con el que Nolan (y su editora Jennifer Lame) dinamizan el desarrollo paralelo de los dos interrogatorios, que van perfilando las zonas de penumbra de la América de los años 50, golpeada por la paranoia anticomunista, el bloqueo parlamentario y la sempiterna presencia del revanchismo y la inquina como fuerzas motoras de la vida política.

Pese a que Oppenheimer se va modulando a partir de segmentos más acelerados —como el reclutamiento del equipo responsable del Proyecto Manhattan— y otros más sosegados –los prolegómenos a la primera prueba nuclear en Los Alamos–, el conjunto del filme abraza un ritmo torrencial que, en los saltos entre las imágenes en color (el juicio a Oppenheimer) y en blanco y negro (el juicio a Strauss), remite al primoroso trabajo de montaje que desarrolló Oliver Stone para la caleidoscópica J.F.K.: Caso abierto (1991).

En su página de Facebook, Paul Schrader se ha apresurado a calificar Oppenheimer como “la mejor y más importante película de lo que llevamos de siglo”. Este elogio hiperbólico puede explicarse por la similitud entre el patrón narrativo de auge-caída-resurrección que emplea Nolan y el esquema que Schrader, como guionista, popularizó en Taxi Driver (1976) y Toro salvaje (1980), sus célebres colaboraciones con Martin Scorsese.

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La realidad es que Oppenheimer acaba poniendo toda su suerte cinematográfica (formal, dramática e ideológica) en manos de la batalla de egos entre Oppenheimer y Strauss, una contienda entre el científico y el político que aparece regida por una lógica de victorias y derrotas.

La rivalidad entre el hombre idealista entregado al saber y el individuo pragmático sediento de poder alberga un magnetismo y espectacularidad incuestionables, hasta el punto de que consigue eclipsar algunos de los aspectos más conflictivos de la película, desde la negativa a visualizar explícitamente el horror de Hiroshima y Nagasaki hasta la benevolencia que parece mostrar Nolan respecto al argumento de que la bomba atómica podía ser un medio efectivo para acabar con todas las guerras. La inclinación de Nolan a correr un velo de ambivalencia sobre causas espinosas puede rastrearse hasta El caballero oscuro, en la que el personaje de Batman, en su caza al Joker, se mostraba tolerante con la tortura y la vigilancia masiva de la población.

Paul Schrader se ha apresurado a calificar 'Oppenheimer' como “la mejor y más importante película de lo que llevamos de siglo”

A la postre, una víctima notoria de la tendencia de Nolan a construir sus relatos en clave dicotómica –victoria vs. derrota, ciencia vs. política, belicismo vs. antimilitarismo– es la idea del progresismo de Oppenheimer. Para abordar esta cuestión, vale la pena echar mano de un revelador texto de 1991, titulado “Culpable por omisión: Nicholas Ray, la lista negra y la desmemoria del cine americano”, donde el crítico Jonathan Rosenbaum denunciaba “la supresión de la radicalidad política (de izquierdas)” en la producción y el estudio del cine de Hollywood.

En su incisivo análisis, que terminaba poniendo el foco en la película Caza de brujas (1991) de Irvin Winkler, Rosenbaum concluía que, al condenar la persecución a la que fueron sometidos, en la década de 1950, los implicados en el socialismo de los años 30, el cine americano ha tendido a soterrar el estudio del compromiso político bajo la crónica del martirologio. Para el crítico de Alabama, existe una “tradición de anulación política y omisión” según la cual “las víctimas de la lista negra merecen nuestra atención sólo en la medida en que acaben desposeídas de sus creencias políticas”.

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Tirando de este hilo, no es difícil hallar en Oppenheimer los rastros de esa tradición desmemoriada, en cuanto que Nolan dedica enormes esfuerzos a retratar la persecución de la que fue víctima su protagonista, pero muy pocos a ilustrar las raíces y el contenido de su compromiso con el igualitarismo económico y social. Si no fuera porque ya está presente en la biografía de Bird y Sherwin, sorprendería la insistencia de Nolan en demostrar que Oppenheimer jamás (de los jamases) fue militante del partico comunista de los Estados Unidos.

Aunque cabe señalar que, a diferencia del cineasta, los autores de Prometeo americano dedican numerosas páginas a describir el humanitarismo de Oppenheimer, forjado desde su infancia en la Escuela por la Cultura Ética, un centro educativo afiliado a una rama del judaísmo reformista estadounidense.

En defensa de Nolan, se puede argumentar que pocas superproducciones de Hollywood osarían rememorar, aunque sea de soslayo, el apoyo moral y económico que ofrecieron algunos ciudadanos americanos a la causa republicana durante la Guerra Civil española. Sin embargo, cuando Nolan decide llevar al científico a una reunión de miembros y partidarios del partido comunista, el núcleo de la escena desestima la cuestión política y se centra en las explicaciones que ofrece Oppenheimer en materia de física cuántica a uno de sus interlocutores.

Así es como Nolan, el rey de la ambivalencia tanto como del blockbuster de autor, construye con Oppenheimer una obra tensada sobre las dialécticas del intimismo y el espectáculo, la complejidad narrativa y la simplicidad dicotómica, el rigor histórico y la desmemoria. Inspirado por el espíritu de preservación de un Hollywood capaz de seguir produciendo cine para adultos, Nolan vuelve a demostrar con Oppenheimer su capacidad para confeccionar películas abrumadoras, en esta ocasión sirviéndose en primera instancia de la fuerza de la palabra.

Oppenheimer

Dirección y guion: Christopher Nolan

Intérpretes: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Florence Pugh, Kenneth Branagh.

Año: 2023.

Estreno: 20 de julio.