Image: Cannes estaba en Plutón

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Cine

Cannes estaba en Plutón

16 mayo, 2016 02:00

Fotograma de Toni Erdmann de Maren Ade

La alemana Maren Ade da la sorpresa con Toni Erdmann, hilarante y perturbada relación entre un padre excéntrico y su hija de vida gris. Bruno Dumont lleva su retrato del Mal a la caricatura en la delirante tragicomedia Ma Loute, y el thriller de Park Chan-wook The Handmaiden es devorado por la mirada manierista del deseo.

Y la locura también aterrizó en la Croisette. Después de los ardores hiperrealistas rumanos (Puiu), franceses (Guiraudie) y británicos (Loach), han llegado las películas lunáticas, los sueños de la fantasía que, por su propia naturaleza, solo pueden convocar adeptos y detractores. No hay término medio frente al cine de Bruno Dumont, como no lo hay con el coreano Park Chan-wook o ante la excentricidad de la alemana Maren Ade. El francés presentó a concurso Ma Loute, una extensión temática de El pequeño Quinquin -votada por Cahiers du cinema como la mejor película del año pasado-, solo que trasladando la investigación de unas misteriosas desapariciones a los años treinta, de nuevo en la costa norte de Francia, el macondo de Dumont. Encuentra allí el autor de L'humanité el escenario psicogeográfico del mundo rural y sus instintos primarios -aquí, directamente el canibalismo-para reflexionar una vez más sobre las raíces ancestrales de la maldad.

Lo interesante de este nuevo Dumont atrapado en los mismas temas que viene explorando desde hace veinte años es que el naturalismo extremo y la carnalidad de sus películas ha dado paso al sentido caricaturesco, al humor del gesto, a la pantomima, como si Pasolini se hubiera reciclado en Tati. Eso ya estaba en El pequeño Quinquin, pero aquí surca el cosmos de la fantasía hasta aterrizar en Plutón. Hay un investigador tintinesco como un globo enorme que rueda cuesta abajo y termina flotando en los aires, en un tramo final felliniano, donde no solo los personajes levitan, también lo hace la película. Por contraste, el retrato a pie de tierra de la familia de pescadores caníbales, comiéndose a los burgueses de vacaciones en sus tierras, destila la crueldad, la agreste perturbación que hiela la sangre y congela la sonrisa.

La película negocia con su espíritu (y su tono) allí donde confluye la majadería de los burgueses -en registros todos ellos histriónicos, sobre todo Juliette Binoche y Fabrice Luchini, que ridiculizan a sus criaturas desde la saña y el cinismo- con la psicopatía de los pescadores locales. Son las dos familias de esta tragicomedia rural que sintetizan en sus encuentros la intensa lucha de clases sumergida en el film. En esto la película de Dumont nos recuerda a las reglas del juego de Renoir. En todo caso, y esta es probablemente la mayor conquista de Ma Loute, esa colisión de registros se resuelve en el mejor bloque del filme, dedicado al romance estival que viven dos jóvenes, el pescador Ma Loute y la bella Billie, una chica que se disfraza de chico o un chico que se viste como una chica. La ambigüedad nunca resuelta del todo, y quizá por eso tan hermosa, recoge la energía lunática de la película.

Fotograma de Ma Loute de Bruno Dumont

La marcianada más maravillosa del festival, de momento, es en todo caso la de Toni Erdmann, una película alemana de tres horas que transcurre en Rumanía aunque nunca se habla rumano. Cosas del colonialismo económico intraeuropeo. Es un tema que quizá esté en el centro de una película sobre el trayecto de liberación personal de la asesora de una compañía alemana en el proceso de externalización de una petrolífera rumana, pero el foco de atención (desde el mismo título) lo absorbe por completo el padre de la joven, un personaje libre y memorable encarnado por Peter Simonischek (candidato firme a la Palma), que introduce toda la frescura delirante de la película cuando decide pasar unos días con su hija infiltrándose en su universo empresarial, gris, serio, anodino. El padre le pregunta si es feliz y ella, Ines (magnética Sandra Huller), no sabe qué responder. El excéntrico progenitor, que al parecer solo puede comunicarse con su hija gastando bromas, inventa al personaje que da título al filme para acompañarla en sus reuniones, cócteles, fiestas, presentaciones laborales. Incluso se hace pasar por el embajador alemán en una fiesta familiar que se resuelve con el cover de Whitney Houston más apasionante que podamos escuchar en una película. [Nota: levantó la ovación y los aplausos de la prensa en mitad de la proyección. Dos veces]

Su directora Maren Ade, a quien le precede el predicamento de Entre nosotros (Gran Premio del Jurado en la Berlinale de 2009), es la primera vez que concursa en Cannes, pero nadie podía esperar que se desmarcara con un filme tan especial, una rara avis extraordinariamente eficaz a partir de las asombras mutaciones y revelaciones que se producen en el devenir de la historia. Lo hace la cineasta alemana con un relato cargado de buenos sentimientos -una relación paterno-filial que Hollywood convertiría en crowdpleaser instantáneo de corte sentimentalista-, pero Ade huye de todo esquematismo, aviva la semilla de la aparente anarquía, logra que la historia no parezca responder a un guion filmado, sino a la vida en marcha mientras alguien la registra. Eso es tan difícil de conseguir que el mérito parece inapelable.

Filma muy bien esta joven alemana, desde la distancia exacta que requiere la película, huyendo de los protocolos dramatúrgicos y confiando el peso de la comedia en las situaciones y nunca en los chistes. De ahí que las casi tres horas del filme no pesen como un yunque, que transcurran incluso veloces en su combustión de la energía que la propulsa y que tiene un nombre propio. De ahí que cuando la comedia alcance su zona de catarsis, en la inenarrable fiesta de cumpleaños que Ines organiza en su apartamento, el espectador ría con histerismo, larga y ruidosamente, como quedó demostrado en la proyección nocturna para la prensa. [Nota 2: este cronista nunca ha escuchado tanta carcajada irrefrenable y unánime en un pase de Cannes].

Fotograma de The Handmaiden de Park Chan-wook

El viaje astral por la fantasía pasional de Park Chan-wook es sin embargo producto del manierismo empalagoso, la planificación y el diseño más controlados que puedan encontrarse en el cine contemporáneo. Hasta las gotas de sudor sexual en la piel parecen contadas y dispuestas con sentido plástico. El coreano responsable de la hipercruenta "trilogía de la venganza" que arrancó con Sympathy for Mr. Vengeance (2002) -y que por alguna razón fuera de mi alcance se ha convertido en pieza de adoración de las generaciones más jóvenes de espectadores- cambia de registro, aunque no demasiado, en The Handmaiden. El asunto va de traiciones y de deseo, o de ladrones y de sexo, de Corea y de Japón, en una película que se construye como un puzzle y en el que cada capítulo enmienda al anterior para acabar formando un relato mucho más simple de lo que su excentricidad y estructura quieren hacernos creer.

Basada en una novela de la británica Sarah Waters que transcurre en la Inglaterra de 1865 -y que el coreano traslada a la Corea colonizada por los japoneses en los años treinta- es la historia a cuatro bandas de una ladrona coreana que entra a trabajar en la mansión de una rica heredera nipona, de un estafador profesional y de un conde pervertido, y de cómo las pulsiones sexuales de todos ellos abisma el relato a los demonios y placeres de la carne. El espectáculo plástico del film devora casi por completo su insustancial decurso dramático, y la suntuosidad de la puesta en escena en contraste con la transgresión que pretende convocar en la pantalla acaban por establecer la modulación de una propuesta tan maniatada, y que se refleja en la propia arquitectura del palacio donde transcurre la acción: una combinación de estilos asiáticos y occidentales.

@carlosreviriego