Image: El arte de perder el tiempo

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Cine

El arte de perder el tiempo

7 marzo, 2014 01:00

Oh Boy de Jan Ole Gerster

Es el último de los debutantes que ha dado esperanzas al cine alemán. Jan Ole Gerster captura en Oh Boy, una hermosa singladura por el Berlín de nuestros días, el espíritu de la juventud sin horizontes.

Nadie ya la reivindica, pero Adolfo Aristaráin hizo una película titulada Martin (Hache) (1997) que logró atrapar ese estado catatónico y escéptico de la juventud sin rumbo. O lo que es peor, sin horizonte alguno. Entre el Martín que interpretó allí Juan Diego Botto con el punto justo de arrogancia y cinismo, pues el mundo parecía no tener nada que ofecerle, y el joven de pelo grasiento Niko Fischer al que da vida Tom Schilling en Oh Boy median quince años, una crisis económica devastadora y la certeza de una Europa en decadencia; pero la actitud es la misma: derrota, confusión, perplejidad. No es una cuestión generacional (de ‘ninis' o de juventudes extraviadas), más bien es una cuestión del alma.

Jan Ole Gerster, el último de los debutantes que ha agitado el cine alemán (Mejor Película de los Lola Awards), atrapa en blanco y negro esa nostalgia del presente que ha surcado tantas películas del pasado, desde Truffaut a Woody Allen y hasta Jarmusch, pero cuyo romanticismo sigue siendo tan eficaz como entonces. Ahí está también el Frances Ha de Noah Baumbach que pronto llegará a nuestras salas, y que tantas resonancias accidentales encontramos con Oh Boy. Si el americano retrata a Greta Gerwig en un Manhattan que nos conmueve por su belleza esencialmente triste, el alemán persigue al indolente Niko paseándose sin un céntimo por un Berlín en el que hasta los clubes de golf se retratan con melancolía.

Es el periplo de veinticuatro horas de un estudiante que dejó de estudiar hace dos años. Un periplo en busca de un café que nunca logra tomarse, acompañado a veces de un actor demasiado íntegro como para aceptar papeles en películas estúpidas, como aquella cuyo set de rodaje visitan porque otro amigo se viste de soldado. Ole Gerster se divierte rodando el rodaje de una escena romántica entre un nazi y una judía. Intuimos una parodia a esas películas de la industria alemana que, convertidas en subgénero, buscan en el pasado más vergonzoso el consuelo menos doloroso. Oh Boy, que rinde sus tributos al Nuevo Cine Alemán de antaño, encuentra la dignidad en el retrato de un viejo borracho cuyo pasado nos golpea sin remisión.

Por algún motivo, en el vagabundear de Niko por calles y casas y cafeterías y teatros alternativos berlineses, acompañado por el jazz (también esencialmente triste) de Major Minors y Cherilyn MacNeil; por algún motivo, decíamos, Niko se siente cercano a la tercera edad. Quizá pueda encontrar en el brillo de la abuela de un camello que le cede su sillón de masajes esa imposible conexión que busca con sus semejantes. La ciudad se ha llenado de protofascistas sin un gramo de compasión -o al menos Niko se cruza con todos ellos-, y el destino quiere que el patito gordo y feo al que humillaba hace 15 años en el colegio regrese sorpresivamente a su vida en el apetecible cuerpo de una actriz emocionalmente rota. Demasiados sobresaltos que Niko lidia con admirable indolencia.

Con el cigarro colgando de la boca y la mirada perpleja, Niko se entrega a la inercia, como una pluma al viento. La tragicomedia habita en el corazón de su singladura urbana, elogiando el arte de perder el tiempo, como pedía Gómez de la Serna, cual etnógrafo que se diluye en la ciudad, cargando sobre sus espaldas toda la poética del flaneur que tantas grandes películas ha vertebrado. A veces Gerster se espeja en el Wenders que filmó a una pequeña Alicia sin ciudad, a veces busca al Scorsese que recorrió la noche neoyorquina de After Hours, también en el Godard de Al final de la escapada y en el Jarmusch de sus primeras comedias metafísicas. Y aún con todo, Oh Boy esculpe su propio carisma, y encuentra una necesaria fuga lejos del cine para acabar topándose con la vida.