Image: Anna Karenina, mazurca para dos amantes

Image: Anna Karenina, mazurca para dos amantes

Cine

Anna Karenina, mazurca para dos amantes

15 marzo, 2013 01:00

Keira Knightley es Anna Karenina en la adaptación de Wright

No es la primera ni será la última vez que la popular novela de Tolstoi, cumbre del realismo literario, alcanza las pantallas cinematográficas. Pero en manos del británico Joe Wright, autor de Expiación, que diseña un prodigioso juego escénico para poner en forma el texto literario, la épica romántica rusa revive con toda su emoción y frescura.

Tolstoi no lo hubiera imaginado mejor. El romanticismo épico de su Anna Karenina cabe en una prodigiosa, mágica secuencia de baile, la que filma Joe Wright en la enésima adaptación al cine de la novela rusa, tan extraordinariamente popular. En todo caso, ninguna traslación a la pantalla -ni la de Julien Dudivier de 1948, con Vivien Leigh, ni la que protagonizaran Greta Garbo y Frederich March una década antes- ha mostrado previamente semejante compromiso con la necesidad de traducir el texto decimonónico, considerado obra cumbre del realismo literario, a un dispositivo tan consecuente con aquello que narra y con las formas del cine. Superando los vals de Minelli en Madame Bovary (1949) o de Visconti en El gatopardo (1963), incluso al baile de Charles Boyer y Danielle Darrieux en Madame de... (1953, Max Ophüls), la mazurca para dos amantes que pone en escena Wright, coreografiada como un trance o como un sueño capaz de detener el tiempo, es el corazón de la película, el que marca su cadencia y bombea sangre a todo el organismo, determinando su intensidad.

Wright ha concebido la novela de Tolstoi como si fuera un falso musical. Su adaptación literaria (el guion es de Tom Stoppard, uno de los dramaturgos puntales de la escena británica) codifica los mecanismos del teatro y los movimientos de la danza en un lenguaje totalmente cinemático. ¿Y eso cómo se conjuga? Piensen en una película de Powell y Pressburger, pero también en Terrence Davies, y en Ophüls y en Wong Kar-wai. Imaginen si es posible encerrar la épica y la intimidad de un melodrama ruso -con sus batallas del corazón, pero también sus guerras políticas y sus luchas sociales- entre las paredes de un viejo teatro. No solo el escenario, también el patio de butacas, también las bambalinas y la tramoya y las candilejas forman parte del espacio escénico, filmado en su mayor parte en los Estudios Shepperton de Surrey (Inglaterra). Así, el Anna Karenina de Wright apenas sale al exterior, recurre a una estrategia de decorados mutantes, por los que desfilan los personajes en un perpetuo movimiento, grácil y etéreo como el fluir líquido de la cámara, saltando de un escenario al siguiente permutando las incidencias de luz. Espacio y tiempo se contorsionan bajo la espectacular ingeniería escénica. Si todo el amor cabe en una mazurca, una mansión, una estación de tren, un hipódromo, una ciudad caben en un mismo espacio.

Prodigio escénico

Al prodigio escénico le acompaña la suntuosidad de los colores, el vestuario, la iluminación, así como las ricas y matizadas interpretaciones de Kneira Knightley (Anna), Jude Law (Karenin), Matthew Macfadyen (Oblonksy), Alicia Vikander (Kitty) y Domhnall Gle-eson (Lyovin), cuyos personajes forman el centro gravitatorio de las pasiones en marcha. Títeres y víctimas de un mundo en plena transformación, su dinámica interior es la de los decorados a sus espaldas, en busca de la eterna pregunta sin respuesta: ¿amor romántico o demente ilusión?

Joe Wright ya ha mostrado con anterioridad su fascinación por los relatos de época en las estimables Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación (2007), protagonizadas también por Knightley (cuyo rostro y elegancia parecen tallados para los filmes de época), y siempre ha hecho patente su facilidad para no caer en las rígidas redes que suelen echar por tierra las adaptaciones literarias de pedigrí histórico. Con Anna Karenina, el cineasta británico, de cuya predilección por las almas femeninas de carácter insurrecto también da cuenta Hanna (2011), entrega su película más memorable y sin duda una de las producciones más asombrosas del año.

De este modo, Anna Karenina entronca con un ramillete de producciones de época en los últimos años que no renuncian por ello a ser películas de "su tiempo", para cuyos directores un period film no es necesariamente sinónimo de cine vetusto y momificado. Aquí también hay decorados, y muchos, pero estos cumplen una función alegórica, respiran el vigor y las emociones del texto. Pascale Ferran con Lady Chatterley (2006), Andrea Arnold con Cumbres borrascosas (2011), Terrence Davies con The Deep Blue Sea (2011) o, recientemente, Nikolaj Arcei con Un asunto real (2012), entre otros, son todos ellos cineastas que han trasladado las ficciones de un mundo extinto a un lenguaje cinematográfico de plena vigencia en los contextos de la postmodernidad. Bien sea recreando el periodo decimonónico con impronta hiperrealista y documental, apelando a la fisicidad cassavetiana (Ferran y Arnold), o, como en el caso de los británicos Davies y Wright, sublimando las decisiones estéticas de manera que el contenido dramático encuentre su paridad en el mundo de las apariencias, sus películas traducen textos de alto calibre literario a un lenguaje exclusivamente fílmico.

Universo de mascaradas

Aunque es bien cierto que el engranaje formal, tan apabullante y manifiesto, sin miedo a mostrar sus costuras, corre el riesgo de eclipsar (o al menos amortiguar) la emoción del relato, la solución formal que propone Wright no responde al mero exhibicionismo. Recordemos que en el origen literario de Anna Karenina reside una brutal crítica a las hipocresías y apariencias de la aristocracia decadente de finales del XIX. Los personajes actúan así como oficiantes de una liturgia que determina un universo de mascaradas, en el que Anna Karenina sufre la degradación social de su adulterio -comparable a las que padecen Michelle Pfeifer en La edad de la inocencia (1993, M. Scorsese) o Gillian Anderson en La casa de la alegría (2000, T. Davies)-, de ahí que las secuencias protagonizadas por Lyovin, personaje que decide alejarse de los corsés sociales y aislarse en la vida rural, sean prácticamente las únicas que Wright filma en exteriores, con luz natural, apelando a la pureza de sus ideas, aquellas no en vano con las que Tolstoi comulgaba.