Image: Las horas

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Cine

Las horas

Una crítica de la razón poética

20 marzo, 2003 01:00

Nicole Kidman bajo el "disfraz" de Virginia Woolf

Para un productor, un gran negocio; para un actor, la mejor recompensa, y para un director, el Oscar es casi un seguro de vida. Recibir la preciada estatuilla todavía representa la cristalización del sueño americano. Al son de los tambores de guerra, la 75 edición de los Oscar -que se celebra el domingo en el Kodak Theatre de Hollywood con el cómico Steve Martin ejerciendo de maestro de ceremonias- tendrá un significado muy especial para el país de las barras y las estrellas. Pero el gran protagonista, como todos los años, será el cine. Los trabajos del debutante Rob Marshall (Chicago), de Stephen Daldry (Las horas) y de los veteranos Martin Scorsese (Gangs of New York) y Roman Polanski (El pianista) acaparan el mayor número de nominaciones, incluyendo las de Mejor Película y Mejor Director, categoría en la que compiten junto a Pedro Almodóvar. La noche del domingo puede ser la noche de cualquiera de los cinco cineastas, incluyendo al autor de Hable con ella, quien también aspira a la estatuilla por el Mejor Guión Original. El Cultural ha pedido a sendos escritores que defiendan su apuesta particular en la terna de los candidatos. álvaro Pombo se rinde ante el fenómeno poético de Las horas, Juan Bonilla destaca la inconfundible voz de Scorsese en Gangs of New York, Eduardo Mendicutti desentraña las virtudes del musical Chicago, Luis Mateo Díez desciende a los infiernos del holocausto retratados en El pianista y el poeta Gustavo Martín Garzo defiende a ultranza la libertad creativa que respira Hable con ella.

¡Qué joven me he sentido ayer tarde, de veintitantos años, veintiséis, en Hampstead Heath, en Bloomsbury, en Richmond, en las maravillosas calles de Nueva York, de película, las altas casas de ladrillo rojo, las sórdidas habitaciones de escritores, como mi propia habitación de Paddington Green desde cuya única ventana, en el segundo piso, veía rebotar la lluvia en los tejados de uralita de los garajes y de las traseras! Como en una canción de Aute, fui al cine ayer a las cuatro treinta a ver Las Horas y volví a casa a releer Mrs Dalloway y recorrí tres librerías para comprar Las Horas de Michael Cunningham, que está estos días agotado aquí en Madrid. Esta situación exaltante, juvenil, de ir de la película a la novela y de la novela a la película durante una tarde y media noche y toda una mañana al día siguiente, me reconcilia conmigo mismo y con las artes de la palabra y de la imagen que tanto llegan a irritar y agotar a sus amantes.

Si de mí dependiera, Meryl Streep se llevaría el Oscar a la mejor actriz. Me consta que esto es muchísimo decir, teniendo en cuenta la fascinante interpretación de las otras dos excelsas Nicole Kidman y Julianne Moore. Naturalmente, el papel más agradecido es el de Virginia Woolf: su suicidio, sus cartas, su casa de Richmond, la Hogarth Press, Leonard Woolf -admirable el actor también-. Sin embargo, el papel que resume más profundamente la película es el de Meryl Streep (que me recuerda mucho a la Carolina de mi novela El cielo raso), esa Clarisa, de sobrenombre Dalloway, el nombre que le da Richard, el poeta de cincuenta y tantos que está muriendo de Sida en su apartamento de Nueva York. Ha escrito tres volúmenes de poesía y una novela incomprensible y, como mi personaje Ortega, de Los delitos insignificantes, se suicida dejándose caer por la ventana. "Ilegible es el sol desvinculador del mundo" también para él, también para Virginia Woolf, que se llenó de pesadas piedras los bolsillos de su abrigo para ahogarse en un río. Y está Julianne Moore, que es Laura Brown, la madre de Richard, la solitaria, la lectora incesante, que se pregunta, mientras lee Mrs. Dalloway, cómo llegó a suicidarse alguien capaz de escribir y sentir como Virginia Woolf.

¿Qué debo decir? ¿Debo enumerar el encanto expresivo de cada una de estas excelsas actrices, las variaciones de sus rostros, de sus voces, la sabia yuxtaposición de escenas y tiempos? ¿Debo subrayar la sensación de inevitable tragedia del amor perdido, de la vida perdida, que a la vez triunfa en el amor a la vida del personaje de Meryl Streep, que al final ya no es la Clarisa de sobrenombre Dalloway? Soy como todo el mundo: entre todos hemos agotado Las horas en las librerías de Madrid.

¿Por qué esta película que dirige tan brillantísimamente Stephen Daldry me ha lanzado a la novela de Cunningham y de la novela he vuelto otra vez a las actrices, escenas y tiempos de la película? ¿Por qué ahora que atardece en mi terraza primaveral entre mis libros y mis grabados de barcos y mis lámparas cálidas, que recuerdan cuartos de estar de Richmond y Hampstead Village al atardecer en primavera, descubro que tendré que ir a ver esta película otra vez el sábado por la tarde o quizá el próximo miércoles a las cuatro treinta, sentado, solitario, en la fila cuatro, a punto de caramelo para una gran tortícolis? Con otras palabras: ¿por qué esta película y este libro -que me veo obligado a pensar yendo de uno a otro, dialécticamente, como una admirable configuración unificada y llena de sentido- me impresionan tanto? Voy a dar dos razones: porque la emotividad es intensísima: hay casi una sobreimpregnación sentimental de serie popular, de melodrama: la emoción lo embarga todo. Mis novelas con frecuencia son frías: inteligentes, irónicas y frías, lamento decirlo. Todo aquí, en cambio, encoge el corazón y lo realza. Y, segunda razón: porque esta es, a mi juicio, una película/novela, de tesis. A saber: contiene una crítica de la razón estética que quizá es muy cruel: cuando el amante de Richard confiesa a Meryl Streep, Clarisa, que abandonar a Richard fue una inmensa liberación, uno comprende el terrible egocentrismo de los poetas: ¿una gran obra, ha valido la pena? "Hay, al fin y al cabo tal cantidad de libros", comenta Cunningham al final de su novela. Michael Cunningham toma partido por la vida frente a la obra, y posiblemente frente a esta tesis de Wallace Stevens: "La poesía es una respuesta a la necesidad diaria de atinar con el mundo". Cunningham parece decirnos: sólo la vida de cada cual, por insignificante que sea, es una respuesta a la necesidad diaria de atinar con el mundo.


Gangs of New York, pulso y voz inconfundibles, por Juan Bonilla
Chicago, musical para sobrevivir, por Eduardo Medicutti
El pianista, náufrago de las ruinas, por Luis Mateo Díez
Hable con ella, la estancia iluminada, por Gustavo Martín Garzo