Rima interna por Martín López-Vega

Cristian David López, la felicidad es extraña

10 agosto, 2015 02:01

La patria del hombre, escribió Rilke y se ha repetido desde entonces como un nostálgico estribillo, es la infancia, pero ya se sabe que las patrias son a menudo desagradecidas, inhóspitas, y pese a ello, umbilicales. Una infancia muy especial es la que relata el poeta Cristian David López (Lambaré, Paraguay, 1987) en La patria del hombre (Trabe), una peculiar novela en teselas que hace unos días Fernando Aramburu recomendaba como lectura ideal para el verano.

Cristian David López es autor ni más ni menos que del mejor poema del mundo (o al menos ganó el premio que lleva tan rimbombante título y que convoca la editorial asturiana Nobel). Ha publicado poemas en antologías, una peculiar y más que recomendable recopilación de literatura oral guaraní, titulada Cantos guaraníes / Guarani purahéi (Impronta) que ya comenté en su día en esta bitácora, y además editó las Reflexiones y epifonemas de Rafael Barrett que editó Renacimiento. Es, además, uno de los directores de la revista literaria Anáfora. Es la suya, por tanto, una vocación literaria que no deja nada al margen, y desde luego, mucho más que una promesa.

La patria del hombre es el relato de una infancia (de apariencia autobiográfica) estructurada en pequeños capítulos que actúan como casas de un retablo; una lleva a la otra, hay un hilo narrativo, pero además están poderosamente construidas de modo que cada una de ellas tiene su propia significación y belleza. Una infancia compleja, que aúna las experiencias del abandono y la amistad, del miedo y del valor y, sobre todo, del descubrimiento del valor de la palabra como arma de ataque, defensa y canto.

Desde el principio sabemos que no se nos contará una infancia fácil: “Un portazo sonó al unísono como un trueno. La lluvia, como un cuervo enorme, oscurecía las calles. Nos cruzamos con un gato negro de ojos amarillos que fulguraba con el relámpago. Mamá en un brazo cargaba a Francis, todavía un bebé. Ella, descalza y empapada, nos cobijó a los dos en su chal, nos besó y a mí me acarició. Frotó mis manos para calentarlas y me dio las gracias susurrando. Continuamos caminando como si la noche nos amparase ya por poco tiempo”. La familia deturpada pero no por ello menos sagrada que encontramos en esta primera casa del retablo llega después a lo que se llama ¨la Congregación¨, un curioso lugar de fraternidad religiosa y vida al antiguo modo en el que el niño que narra –ya adulto- la acción se enfrentará a los descubrimientos importantes de la vida.

El autor comienza su libro con la cita resabida de Rilke, sí, pero también con esta otra de Juan Pomberi: “La infancia es una fábrica de sueños¨. Si uno fuera editor, querría tener acceso preferente a los próximos libros de Cristian David López. Su trato con el lenguaje es exquisito. Su capacidad de narrar es sugestiva, convincente y emocionante. Algunas palabras guaraníes salpimentan el idioma del libro, pero no por costumbrismo: su autor sabe usarlas como escondidas piedras miliares, escondidas bajo la forma de objetos comunes que funcionan a modo de conjuros caseros y por eso únicos. Pero lo más importante es lo que adivinamos en su forma de contar y salvar una infancia que parece todo menos fácil, de transformar una experiencia dura en literatura compasiva y edificante. Tras la infancia de La patria del hombre se adivina un alma fuera de lo común, y eso es más importante que cualquier estilo. Si además el estilo acompaña, uno no puede menos que pensar que se encuentra ante los primeros pasos de un escritor gigante. ¨Seamos bastante grandes para amar sin causa¨, dice Rafael Barrett en uno de los aforismos de la antología que él mismo preparó. Sin duda, así de grande es él. Apunten este nombre: Cristian David López. No para el futuro; para ya. La patria del hombre está a años luz de la mayoría de las cacareadas y gallináceas novedades de la mayoría de las editoriales del país.

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