Rara vez un poeta, en su primer libro, muestra un equilibrio entre los dos manantiales que, al unirse, dan lugar a una verdadera voz nueva: un conocimiento cabal de la tradición (y por ende, del oficio, y de su capacidad para discernir cuanto merece la pena salvar y aquello que debe ser desechado sin más) y el talento individual. También es raro el poeta ya adulto que presenta estos dos rasgos en perfecto equilibrio; ni falta que hace, por supuesto. Las carencias de lo uno se suplen con la abundancia de lo otro y gracias a eso disfrutamos de la gozosa variedad de la tradición poética.



Por eso hay poetas que en su primer libro demuestran sobre todo las ganas de hacer algo completamente distinto y otros que, en cambio, parecen empeñados en demostrarnos todo lo que han leído. Ni lo uno ni lo otro sirven por sí solos, y quienes tengan algo que decir irán llegando poco a poco a encontrar la fórmula, su fórmula, personal e intransferible.



Luna Miguel ha reunido en Tenían veinte años y estaban locos (La Bella Varsovia) a más de una veintena de poetas nacidos en la segunda mitad de los 80. Al buen aficionado le sonarán ya algunos de los nombres. El mejor modo de acercarse a una antología como esta es la curiosidad. Hoy que los blogs (que no dejan de ser monólogos a solas) han sustituido a las revistas, donde cada poema participa en una conversación, un libro como este es lo más parecido que hay a las revistas que abundaban cuando estos poetas nacieron. Cualquier aproximación crítica será injusta: apenas hay tres poemas de cada autor, por lo que sacar conclusiones resultaría de lo más aventurado, y además en la mayoría de los casos se trata de poetas aún en formación. Los hay, desde luego, ya hechos: uno ya le envidia un verso a Bárbara Butragueño y disfruta y aprende con la búsqueda de David Leo García.También hay zonas titubeantes y algunos versos peores que los que se leían en las carpetas de nuestros bachilleratos. En esos casos, confiamos en que la antóloga conoce más obra de sus autores y por eso ha decidido incluirlos.



Merece la pena, y mucho, leer Tenían veinte años y estaban locos e identificar las preguntas que acerca del lenguaje, de su relación con él y con el mundo se plantean los autores incluidos. Y anotar algunos nombres para seguirlos en adelante: los citados o Berta García Faet, Alberto Acerete o Ernesto Castro, cuyos poemas delatan a un buen lector que probablemente acabe dedicando su talento a otros géneros (acaba de publicar un ensayo breve titulado Contra la postmodernidad en la postbobina editorial Alpha Decay).



Teresa Soto, Pablo Fidalgo, Ana Merino y Carmen Jodra

Como toda antología, sin embargo, es inevitablemente parcial y hay otros poetas de los ochenta que ya han publicado una obra que merece la pena tener muy en cuenta. Cuando en 2008 Teresa Soto (n. 1982) ganó el languidecido premio Adonais con Un poemario descubrimos a una lectora inteligente, capaz de ir ya más allá de la imitación y de lograr, con unos mimbres aprendidos evidentemente en Szymborska, por ejemplo, poemas que ya sólo podían ser suyos, luminosos y necesarios, como el conmovedor "Mi abuela tiene las manos en el mismo sitio que yo". En su nuevo libro, que aparece estos días, Erosión en paisaje, Teresa Soto da un paso más y alcanza un tono austero en el que la sorpresa se le cede a la hebra de sentido de cada poema. Autoconocimiento que nos sirve a todos y belleza se aúnan en este libro de una forma sencilla y reveladora, poco usada. Copio un poema como ejemplo:



Si ella fue reyezuelo -Emily-

abdicadora de sí misma, envidiosa

de un mosquito contra la ventana

¿qué fuimos nosotros?

¿A dónde apuntaban las cabezas de los alces

que (las) mirábamos tanto?

Iba la línea de sus hocicos hacia

ese lugar donde no estábamos.

Envidiábamos su agilidad,

de dos saltos subir el risco, escapar.

[Emily Dickinson]



Nacido en 1984, Pablo Fidalgo publicó a finales del año pasado La educación física (Pre-Textos), uno de los libros más aclamados de la temporada, una indagación en el momento de la juventud (palabra más repetida a lo largo del libro) que vale por lo que tiene de metáfora de la vida. Y uno de los estrenos más a tener en cuenta de este año es Cerrar los ojos para verte, primer libro de Rodrigo Olay (n. 1989), un prodigio de artesanía que incluye un prólogo escrito en cuaderna vía, que juega con ironía con todos los tonos de la tradición y que apunta algo más que maneras.



Cuando allá por 1994 Ana Merino ganó el premio Adonais (aún era el Adonais) Dragó le preguntó en su programa:



-¿Cómo te sientes?

-Como Miss España, porque el año que viene habrá otra -respondió ella, con una enorme lucidez.



Prestar atención a los autores nuevos no puede más que enriquecernos: pensar que uno no puede aprender nada de quienes son más jóvenes que él es la primera señal de decadencia intelectual. Pero una forma de respetarles es darles tiempo. Lo que dijo Ana Merino tenía todo el sentido después del boom Blanca Andreu. Luego vino el de Carmen Jodra quien, tras el éxito de su primer libro, Las moras agraces, que le trajo alabanzas de académicos, inclusión en antologías, portadas de suplementos culturales, optó por esconderse, muy cabalmente (La Bella Varsovia reedita ahora su segundo libro, Rincones sucios, que ella medio hurtó en una edición secreta del Ayuntamiento de Talavera). Un foco prematuro a menudo malogra más que ayuda. Decir que Carmen Jodra era la nueva Rafael Alberti, como dijo José Luis García Martín, y cosas similares que dijeron otros, era un disparate: Carmen Jodra sólo era (y era todo eso) la nueva Carmen Jodra.



La poesía (lo dijo un poeta) es un oficio de paciencia.