La columna de aire por Abel Hernández

El color de la granada

27 febrero, 2015 16:57

La noticia musical de la semana en La columna de aire llegó el pasado domingo. El músico Nicolas Jarr subió en el canal de YouTube de su propio sello (más bien revista por suscripción) Other People una muy lograda banda sonora compuesta para la hechizante película de 1968 El color de la granada, oda a la poesía y la trascendencia de la imagen cinematográfica del director armenio-soviético Serguéi Paradzhánov. Al margen de su considerable valor como obra musical (una más en la cuenta de un joven creador que mantiene un alto nivel) y del radiante matrimonio músico-visual al que da lugar, sería interesante extraer de este hecho puntual lecturas sobre los conceptos de lo nuevo y lo viejo en la creación de nuestro tiempo, sobre la tradición y la antigüedad como planetas desconocidos de los que traer muestras, incluso en torno al papel de la separación o reunión de las diferentes disciplinas, saberes y oficios, acerca del territorio cultural y la globalidad o sobre el seguimiento de las tendencias y situarse al margen. Todas esas sugerencias vienen a la cabeza sin mucho esfuerzo al mirar y escuchar este artefacto:

Pero hoy queremos detenernos un poco en lo que el gesto implica como procedimiento de hacer pública la música y las consecuencias de esa manera de hacerlo. En primer lugar, lo que resulta particularmente interesante del caso es cómo ejemplifica esos nuevos modos de difusión musical que cuestionan los sistemas tradicionales de publicación hasta casi romper con ellos. El gesto del músico chileno-estadounidense nos sitúa ante 20 tracks y más de hora y cuarto de música publicados sin apenas promoción ni aviso, de forma gratuita y en streaming (si bien los subscriptores de Other People podrán descargarlo en formato digital). Una banda sonora compuesta a partir de la obra de alguien desconocido para Jaar y fallecido hace tiempo, homenaje o inspiración que salta un abismo de más de 45 años y una brecha cultural gigantesca. El autor de esta música se vale del depósito común de bienes culturales que existe en la Red y aporta su particular foco de productor-consumidor sobre uno de sus tesoros entre el barro. Luego se sitúa al margen de cualquier estrategia comercial (al menos directa y a corto plazo) y devuelve a esa misma Red una creación autónoma de considerable calibre para quien quiera prestarle atención, casi con el desenfado propio de quien deja un comentario en un foro. Usa el depósito común de bienes culturales que hay en esa misma red y aporta su particular foco de productor-consumidor sobre uno de sus tesoros entre el barro. Todo ello conecta a la perfección con la tendencia de muchos músicos actuales de compilar mixtapes, de hacer sus mezclas o mashups de canciones de otros en muchas ocasiones sin permiso ni encargo y se sitúa en ese grupo cada vez más nutrido de creadores de bandas sonoras alternativas para películas, territorio fértil que sin duda dará para un texto en otra ocasión.

¿Qué valor tiene una obra así dentro del sistema de edición y catalogación de la música? ¿Cuál es su trascendencia como vehículo estético? ¿Cómo se relaciona con el oyente y con qué público? En el fuego amigo de esas preguntas en donde nos gustaría emplazar hoy esa magnífica BSO de Jaar para El color de la granada.

El pasado diciembre, algunas de las listas de lo mejor del año se volvieron locas para intentar recoger muchos de los lanzamientos musicales que les habían parecido más interesantes durante 2014Para ello, siguieron ampliando los módulos de la estantería donde colocarlos y separarlos por categorías según su formato físico, duración o modo de ser publicados y difundidos. Junto a las ya habituales listas de mejor álbum, mejor directo, mejor canción o videoclip y todo lo ya sabido, dedicaron sus listas a todas esas otras maneras de hacer la música que distan mucho de ser nuevas pero sí han proliferado recientemente. Así que separaron los mejores EPs, mixtapes, remixes, cassettes… Lo habitual. Sin embargo también hubo alguna como la del webzine Tiny Mix Tapes que hizo otra cosa: derribaron las barreras y comenzaron a hablar de lanzamientos musicales del año, incluyendo todos esos discos breves o largos, en formatos físicos o no físicos, etc. Convinieron que lo de "Álbum del año" no funcionaba en el momento actual, que, en cambio, lo que debían hacer era poner todos los sucesos musicales públicos en el mismo plano de apreciación, al margen de otras consideraciones industriales. Es algo más que un matiz: abre las puertas a maneras distintas de percibir, experimentar y poner en valor la experiencia musical.

Aunque la catarata de novedades editadas no deje de crecer hasta volverlo aparentemente insignificante, el LP físico, como acto económico de inversión y riesgo (con su promo y demás acompañamientos necesarios en previsión de un descalabro económico) y como paso en una trayectoria musical que debe resultar artísticamente coherente (ya sea por continuidad o por variación), sigue teniendo un valor al margen de lo musical. Esos 45 minutos de música a los que la industria dio salida para que cupiera una sinfonía completa sin interrupciones y que popularizó a partir de 1948, el formato en discos de cloruro de polivinilo de 30 centímetros de diámetro y 118 microsurcos girando a 33 1/3 rpm que luego el Pop volvió sinónimo de unas 10 canciones separadas en dos caras antes de mutar su superficie física varias veces, ha acabado siendo mucho más que un mero formato de presentación y ventaEl LP es un objeto simbólico, un utensilio que se encuadra en una Historia cultural, donde, donde unos acontecimientos son despreciados y otros apreciados. Y así llegamos a la situación actual: cuatro décadas después de que el continuo musical creado en vivo por los DJ para el baile en las pistas de los clubes comenzara a ser grabado y publicado, y dos después del origen de la mixtape en el ámbito hip hop (hoy convertida en una de los estrategias musicales más libres y creativas), tras años y años de práctica de la remezcla y habiendo transcurrido 20 desde el origen de esa suma de Internet y paradigma digital que ha producido la crisis más grave en la manera de difundir, dar a conocer, escuchar e intercambiar la música, aún seguimos premiando, valorando y escuchando con mucha más atención aquellas grabaciones musicales que duran más o menos tres cuartos de hora, tienen formato físico, una fecha de lanzamiento bien promocionada y, a poder ser, un sello discográfico detrás. 

Deberíamos mirárnoslo. Lo que significa la elección de Nicolas Jaar que hoy tomamos como caso, no tiene sólo que ver con un simple episodio más de autogestión y liberación del cauce habitual de la industria y supera en mucho los límites de un "hazlo tú mismo como quieras" que ha crecido y crecido desde su bautismo en los años 70 hasta convertirse en la actitud común de millones de prosumidores conscientes o involuntarios. Su singularidad ni siquiera radica en su capacidad de funcionar como nuevo formato accesible para muchos pero relacionado con la supervivencia de antiguos modos de arte (el cine). Lo que resulta más significativo del acto es más bien el medio por el que se difunde, el contexto social en que se vierte, la manera en que se propone la escucha y su funcionamiento al margen de los reglamentos simbólicos que emanan de la industria. ¿A quién se dirige esta fusión de Jaar con la evocadora y simbolista obra de Paradzhánov? Diríamos que por un lado al mismo público random de todas esas cosas privadas hechas públicas que los humanos lanzamos al cauce o escombrera de la Red. Pero a la vez parece claro que también se entrega a un público informado y hambriento,  ese público que sigue en las redes a sus músicos favoritos, que desea estar al tanto de cada nuevo paso. Es, así, una música compartida de forma caprichosa y leve y que conlleva una clase de trabajo menos aparente pero no menos sustancioso o menos válido. ¿Cómo y dónde escucharán esa música? ¿En el PC, mirando la película, con qué atención, con qué función?

Durante años, los músicos han manejado para su creación las claves del LP como vehículo para la comunicación. El papel de éste como objeto simbólico inserto en una red histórica de objetos culturales ha formado parte de la potencia de lo que contenían. El componer más o menos diez piezas que poner en un álbum que la industria hará público de una determinada manera ha afectado a los relatos, a su capacidad estética y la recepción y valoración que hemos hecho de esa música. Parece lógico que, de igual manera, ahora pensemos que ésos que crean bandas sonoras o mezclas alternativas, paisajes musicales continuos, o fragmentados, deslavazados, los que lanzan sin ancla ni rumbo sus creaciones a las cuatro direcciones de la WWW estén teniendo en cuenta por qué cauces y con qué impacto su música se convertirá en comunicación. Gestos como éste de Nico Jaar, de gratuidad, de amor a otro vehículo artístico como es la película de cine (subido no casualmente en el mismo tiempo en que Hollywood entregaba sus estatuillas), de intercambio en el tiempo y espacio y en cierta manera también de mixtape, remix o mashup músico-visual, están tan connotados por su industriosidad al margen del cauce industrial como lo está la preparación y el acompañamiento de ese álbum en formato físico que hasta ahora ha sido el centro de nuestra valoración.

Por lo pronto, seguramente lo primero que podemos hacer es meditar que quizá haya llegado ya el momento de que público y críticos volvamos nuestra atención hacia esos signos musicales que surgen por todos lados. De romper la estantería modular y reevaluar las categorías de nuestras medidas de valor musical. Ello conllevará cambiar las formas de relacionarnos con una música que está creada para ser escuchada de otra manera, en otro contexto, con otra función. Muchos dirán con toda la razón: ¿no es ya todo demasiado complejo? ¿No hay ya demasiados lanzamientos oficiales en el aire como para prestar atención a eso otro? Bueno, aunque no podamos fijarnos en cada suceso que prolifera más allá de notas de prensa, orquestaciones promocionales y discos de atención global, al menos sí podemos ser conscientes de que, lo queramos o no, el álbum musical está dejando de ser la única unidad de medida del mundo Pop. Eso nos ayudará a no perder de vista un proceso que está cambiando la manera de idear no sólo la forma de la música sino su propia naturaleza como acto de comunicación e información y su mismo uso social. Y, de paso, nos permitirá no perdernos algunos fragmentos de gran música como la que nos ha traído hasta aquí.

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