Entreclásicos por Rafael Narbona

Ángel Ganivet, un Hamlet cervantino

1 diciembre, 2015 09:48

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Ángel Ganivet[/caption]

El regeneracionismo surge en España como una idea de reforma política en los últimos años del siglo XIX, proclamando la necesidad de superar el régimen bipartidista de la Restauración, caracterizado por el caciquismo y la corrupción institucional. No es un movimiento revolucionario, sino un reflejo del espíritu ilustrado, que apuesta por medidas arbitristas: reforestación, construcción de embalses para mejorar el regadío, más escuelas con mejor preparación técnica, nuevos criterios fiscales. De fondo, hay una sociología positivista que cree en la tarea de revitalizar la cultura de los pueblos y en el papel de los intelectuales como agentes del cambio social. Varios escritores suscriben este planteamiento, espoleados por la derrota militar del 98, que certifica la decadencia de España en el concierto de las naciones. Joaquín Costa, Ángel Ganivet y Ramiro de Maeztu asumen la misión de combatir la “parálisis progresiva” y la “falta de pulso” de nuestro país. Aunque en un principio apelan a la pequeña burguesía y a los medianos propietarios, sin ocultar su hostilidad hacia los grandes terratenientes y los políticos que defienden sus intereses en las cámaras parlamentarias, su apología del “patriotismo constructivo” acabará convirtiéndose en la coartada ideológica del maurismo, la dictadura de Primo de Rivera y ciertos sectores del franquismo. De hecho, Joaquín Costa invoca la intervención de un “cirujano de hierro” para suprimir las innovaciones de la revolución burguesa, opuestas a las virtudes de lo tradicional y campesino. Partidario de una política hidráulica, una nueva planificación de la enseñanza y una política colonial más enérgica, preparará el terreno a figuras como Miguel de Unamuno y Ramón María del Valle-Inclán, con una concepción distinta de lo literario, pero con idéntica nostalgia por lo rural y lo espiritual.

Ángel Ganivet (Granada, 1865-Riga, Letonia, 1898) será el precursor de la cuestionada generación del 98. Su breve y apasionada existencia encarna los aspectos más emblemáticos de la pasión hispánica: la vocación imperial, el impulso místico y el idealismo quijotesco, con su eco erasmista. “Hamlet tan cervantino”, le llamó Rubén Darío, que apreció el fuere componente romántico de su visión estética y política. El periodista y cervantista Francisco Navarro Ledesma, fiel amigo de Ganivet y albacea de su legado literario y filosófico, le describió en una carta a Unamuno como “muela de molino que empieza a rodar vertiginosamente y sin trigo apenas bajo ella”, lo cual provocará fatalmente que “se muela a sí mismo”. Al igual que Costa, Ganivet fracasó en su carrera académica. Opositó a una cátedra de griego, pero en el lance sólo cosechó la amistad de Unamuno, que también luchaba por abrirse paso en las aulas universitarias. Su fracasó le orientó hacia la diplomacia. Ocupó cargos menores en Amberes, Helsinki y Riga. Enfermo de sífilis desde joven, la ruptura sentimental con Amelia Roldán precipitará su suicidio en las aguas del Dvina. Los pasajeros del transbordador en el que viajaba contemplaron horrorizados cómo después de un primer intento fallido, se arrojaba por segunda vez al río, logrando al fin su propósito de quitarse la vida. Se repite de este modo el caso de Larra, cuyo pistoletazo se ha explicado como un arrebato pasional. En realidad, ambos suicidios expresan un profundo desengaño vital, casi de corte unamuniano, donde la razón pugna contra una realidad prosaica y mediocre. La batalla contra los molinos de viento se hace particularmente insoportable en un tiempo que proclama la muerte de Dios y el absurdo de la existencia.

El pensamiento de Ganivet ya está esbozado en España filosófica contemporánea (1889), una original y atípica tesis doctoral que un tribunal académico rechazó por considerarla inaceptable como documento científico. A partir de lecturas y experiencias personales, Ganivet afirma que la filosofía crítica de Kant ha alumbrado el pesimismo finisecular, arrojando al ser humano a la incertidumbre y la desesperanza. Es urgente “grabar en todas las inteligencias unas mismas ideas acerca de las cuestiones más trascendentales de la vida”. Sin fundamentos sólidos o “ideas madres”, los pueblos desembocan en el nihilismo. En el caso de España, la abulia es la enfermedad nacional y la cura sólo puede surgir de nuevas y firmes creencias. El “escepticismo científico” de una minoría ilustrada ha contaminado al cuerpo social, debilitándolo gravemente. La “angustia metafísica” es inhumana y debe ser neutralizada mediante valores que inspiren e insuflen vitalidad. En El escultor de su alma (1898), drama póstumo, Ganivet apunta que sólo puede salvarnos la voluntad, pues únicamente ella posee la fuerza necesaria para forjar un ideal capaz de transformar el desarraigo popular en vocación de destino. Algunos aprecian en esa fórmula una prefiguración del “asalto a la razón” del fascismo, un sueño colectivo que pretendió liquidar la herencia ilustrada, exacerbando el sentimiento nacionalista. Ganivet propicia esas interpretaciones al señalar que le seduce lo popular, pero considera “un crimen que la gentuza se meta en otra cosa que no sea trabajar y divertirse”, o –peor aún- cuando escribe a Unamuno que “frente a la ruina espiritual de España, hay que colocarse una piedra por corazón y echar a los lobos a un millón de españoles, si no queremos ser todos arrojados a los cerdos”.

En el Idearium español (1897), su obra más ambiciosa, Ganivet expresa su apego por la sociedad feudal, deplorando la división del trabajo introducida por la revolución industrial. En la España de Isabel la Católica y Carlos V, el artesano no vivía alienado, la literatura no era un objeto mercantil, y el talante guerrero y universalista convivía con un ecumenismo que promovía la integración de los pueblos conquistados. Ganivet siempre se sintió atraído por el cristianismo, pero nunca logró librarse de las objeciones del positivismo de Comte, que sitúa la experiencia religiosa en el estadio más primitivo de la civilización. Sin embargo, entiende que Jesús encarna “el ideal de humanidad” que debe servir de modelo a todo hombre. Su Pasión significa el triunfo de la pureza sobre lo material, del heroísmo sobre la tibieza, de lo intangible sobre lo toscamente caduco y material. “Emocional y sentimentalmente cristiano”, por utilizar la expresión de Javier Herrero, Ganivet alienta las mismas dudas existenciales que Unamuno, pero sin llegar a rebelarse contra la ciencia y su racionalidad empírica. El corazón y la razón contienden en su interior, exigiendo una difícil conciliación. Ese talante atormentado late como un fondo trágico en las Cartas finlandesas (1898), Hombres del norte (1905, póstumo) y en sus novelas, La conquista del reino de Maya (1897) y Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1898), cuyo personaje principal se mueve por un ideal educativo y reformista. Con su “indiferencia creadora”, Pío Cid concibe “inventos espirituales” porque cree en “la acción de la fuerza misteriosa que rige la vida de los hombres, encaminándoles hacia sus verdaderos destinos”. Se ha dicho que las novelas de Pío Cid son “novelas autobiográficas”, pues recrean la peripecia espiritual de Ganivet. Otros –como Laura Rivkin-, han preferido hablar de “novelas simbolistas”, que sintetizan las fuerzas creadoras de la cultura europea finisecular. Ambas interpretaciones están bien fundamentadas, pero tal vez sería más exacto hablar de “novela de ideas”, un concepto que podría aplicarse a obras tan admirables como Camino de perfección (1902) y El árbol de la ciencia (1991), las dos de Pío Baroja; La voluntad (1902), de Azorín, o San Manuel Bueno, mártir (1931), de Unamuno. De hecho, Ganivet se parece a Andrés Hurtado, el personaje de Baroja que se envenena al final de la trama, buscando la ataraxia de estoicos y epicúreos. El suicidio era una tentación recurrente en Ganivet. En un breve artículo, declara”: “¡Creo en la desesperación suicida y en el odio al linaje humano!”. En otra ocasión, apunta: “No sólo sé que se me obstruye el camino, sino que yo mismo me dedicaré a obstruirlo, con el objeto de no ir a ninguna parte…”.

En 1943, la editorial Aguilar publicó las obras completas de Ángel Ganivet. Desde entonces, han aparecido obras sueltas o antologías, con estudios preliminares. Lo cierto es que Ganivet ha caído en un inmerecido olvido y cuesta encontrar algunos de sus títulos. Es indudable que sus tesis pueden ser cuestionadas, pero sería injusto no admitir su búsqueda implacable de la excelencia moral y literaria. En algunos aspectos, puede parecer un reaccionario, pero en otros se revela como un visionario, con intuiciones nada desdeñables. Además, su fusión de novela, filosofía y autobiografía es una aportación de indudable valor estilístico, que preludia la tendencia a mezclar géneros de la literatura posterior. Creo que el mejor retrato de Ganivet lo escribió Ramón del Valle-Inclán de forma indirecta, cuando enunció la divisa del Marqués de Bradomín: “¡Despreciar a los demás, no amarse a uno mismo!”. Las frías aguas de Dvina pusieron fin a casi 33 años de vida marcados por la ambición, el inconformismo y el desencanto.

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