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En plan serie por Enric Albero

'Hanna'. Cenicientas ninja

26 abril, 2019 07:25
  • El origen
Advertencia: no hace falta haber visto Hanna (Joe Wright, 2011) para ver Hanna (David Farr, 2019); haber visto Hanna (Joe Wright, 2011) no impide ver Hanna (David Farr, 2019); de hecho, haber visto Hanna (Joe Wright, 2011) y compararla con la nueva Hanna (David Farr, 2019) es hasta interesante (hay repetición e innovación suficientes para satisfacer a los iniciados y a los debutantes). La primera Hanna fue Saoirse Ronan con sus ojos azules, su melena rubia y su piel nívea. La actriz islandesa adornaba la palidez de su rostro con gestos interpretativos de aire robótico que iban humanizándose a medida que su personaje descubría un mundo hasta entonces desconocido: su físico y su actuación alcanzaban un registro imposible para la mayoría. Y es que Hanna ha sido educada en soledad por Erik Heller (Eric Bana), exagente de la CIA y padre involuntario, que ha fijado su residencia en un bosque finlandés al que ni siquiera llegan los repartidores de correo comercial (allí ni votar ni nada). A sus tiernos 17 años, se dedica a cazar alces con su arco, a hacer dominadas como si se preparara para protagonizar la versión femenina de Arrow y a aprenderse de memoria esas lecciones básicas de cultura general que lo mismo te sirven para arrasar en el Trivial que para construirte una biografía falsa en caso de que tengas que pirarte de Laponia o presentarte al congreso. Y Hanna, que solo conoce el mundo por los libros, que nunca ha escuchado a las Spice Girls ni sabe lo que es un morreo, quiere pirarse. Y su padre, que en el fondo es un buenazo, sabe que no puede retenerla, que los progenitores tienen unos mandamientos y la naturaleza otros y que las hormonas siempre pueden con las normas. Y como es un papá dialogante, le explica a su hija lo que hay y cómo tienen que componérselas para abandonar su refugio nevado y empezar una nueva vida en la civilización, sabiendo que allá afuera les espera Marissa Wiegler (Cate Blanchett) que es el pasado que Hanna desconoce hecho nombre (un pasado oscuro como la barba y la ideología de Abascal). Así arranca la película de Joe Wright, fechada en 2011 y desarrollada a partir de un guion firmado por Seth Lochhead y David Farr, una obra dual en la que la tradición cuentista de los hermanos Grimm se mezcla con el actioner, en la que la dirección de fotografía de Alwin H. Küchler va de los colores cálidos cuando captura el proceso de aprendizaje de la protagonista a los tonos acerados que bañan las escenas de acción en las que Hanna es como un Action-Man motorizado, como un autómata vacío de vida que se dedica a administrar muertes como si repartiera la medicación en un geriátrico. El filme de Wright juega tanto (y tan bien) con los opuestos que llega a mostrarnos a un grupo de sicarios perseguidores formado por un líder filogay (ojo a las indumentarias que se enfila Tom Hollander) y dos skinheads.

Hanna sigue a pies juntillas las pautas tipificadas por Vladimir Propp en su ‘Morfología del cuento’. Es una película plagada de arquetipos (la bruja, el ayudante, el padre,…), con una estructura archisabida, reconocible y previsible que, sin embargo, cobra importancia no tanto por el desarrollo de la trama como por la apuesta estética (extrema) que Wright impone: desde un diseño de producción que, por momentos, recuerda a algunas películas de Terry Gilliam (pienso en los momentos en los que aparece Tom Waits en El imaginario del Dr. Parnassus o su película alrededor del mundo de los hermanos Grimm), a la saturación del color y los saltos cromáticos o a la manera tan imaginativa en la que el cineasta británico enfrenta las secuencias de acción, del videoclip discotequero inicial para relatar la huida de Hanna del centro de detención (la banda sonora de los Chemical Brothers a todo meter) hasta el virtuoso plano secuencia que emplea para filmar la pelea en la estación del metro entre un soberbio Eric Bana y una banda de secuaces. Aquí, cada set-pièce de acción obedece a un modelo fílmico diferente (también hay claras influencias del cómic y los videojuegos). Esa estilización y la filiación narratológica de la película quedan sintetizadas en una brillante secuencia final -Cate Blanchett saliendo de la boca de un lobo en un parque de atracciones destartalado: la bruja de Blancanieves y el lobo de Caperucita; la terrorífica diversión que proporcionaban aquellos cuentos infantiles, quizás viejos para las nuevas generaciones, aquí reinterpretados en clave de thriller para demostrar que siguen funcionando- que sirve para completar el proceso de formación de la heroína en el nuevo mundo: si la película arranca con Hanna matando a un alce -y demostrando que domina el ecosistema en el que vive- termina con la muerte de su némesis para evidenciar que ya puede subsistir en otro entorno. Toda esta evolución guarda una estrecha relación con la maternidad: si, por una parte, para representar a Hanna se recurre no pocas veces a la imagen fetal (plano cenital de ella en posición de decúbito lateral flexionada) para indicarnos que es alguien que está renaciendo; por otra, Marissa Wiegler explica que sus prioridades en la vida la han hecho renunciar a tener hijos. Y aquí viene el giro: Hanna es, en última instancia, la hija que Marissa no ha tenido; el producto de un experimento tutelado por los servicios secretos para modificar genéticamente a recién nacidos y convertirlos en soldados perfectos (como el Capitán América… o el Van Damme de Soldado Universal). O sea: gestación subrogada para uso militar (como si Albert Rivera fuera el Jefe del Estado Mayor).
  • La serie
Tal y como señalamos hace unas semanas, la versión seriada de Hanna es obra de uno de los dos guionistas del filme, David Farr, que ha desarrollado una primera temporada de 8 episodios que puede verse a través de Amazon Prime Video. Lo interesante aquí es ver de qué manera cambia el material original en función del medio o, dicho de otro modo, qué gana y qué pierde el relato en este proceso de adaptación (no olvidamos que, generalizando, estamos ante una serie de acción muy fiel a las convenciones del género y que sigue la línea que la compañía dirigida por Jeff Bezos inició con Jack Ryan. Lo digo para que se hagan una idea de lo que van a encontrarse). En una primera decisión inteligente, los guiones se sacuden el polvo de cuento de hadas y abandonan desde el capítulo inicial esa herencia libresca que atravesaba el filme de Wright. Aquí el thriller de acción se injerta de lo que los alemanes llaman bildungsroman, es decir, el relato de aprendizaje. Aun respetando las líneas maestras del argumento matriz, y siguiendo las pautas de cualquier historia basada en un rito de paso, ya desde el inicio Farr introduce cambios significativos: si en la película Hanna abandona la placenta hogareña por voluntad propia, aquí es la curiosidad adolescente y el encuentro fortuito con el sexo opuesto el que hará saltar las alarmas de las agencias gubernamentales y provocará el inicio de su busca y captura.

La segunda intervención sobre el material original tiene que ver con el tono y, consecuentemente, con la estética. Abandonada la ‘vía Grimm’ no queda otra que despedirse de las formas extremas empleadas por Wright y apostar por una pátina visual más convencional. Hanna es una serie plomiza, uno diría que metálica a tenor de la relación que guarda el barniz fotográfico que baña todas las imágenes y los modos androides de la protagonista (la coherencia es innegable). Aunque en lo formal la serie se acerque a las convenciones imperantes y esté tan lejos del original cinematográfico como Pablo Casado de aprenderse la tabla periódica, deja algunos apuntes interesantes: la secuencia de acción del episodio 7 (‘Road’), filmada en un único plano, en la que Marissa acaba con un pequeño comando (la única que cuerda a los ejercicios de estilo de Wright); ese momento del episodio quinto (‘Town’) en el que Hanna se siente perdida y corre, de noche, por la calle, y se la sigue con un inestable travelling frontal hasta que se para, sollozando, en una farola y la cámara sigue con su recorrido abandonándola y perdiendo el foco o la secuencia del tiroteo en el motel guiada por el post-punk de los Yeah Yeah Yeahs (suena ‘Date With The Night’). Quizá el uso de las canciones de bandas como la neoyorquina o de cantantes como Miss Red sean las que mejor capten el espíritu que quiere transmitir la serie: el uso recursivo de ‘Anti-Lullaby’ interpretada por Karen 0 (líder de Yeah Yeah Yeahs) ejemplifica esa vuelta de tuerca que Hanna da a la teen-fiction. Dejando a un lado las cuestiones de producción, la mayor diferencia existente entre las series de televisión y las películas radica en su construcción dramática y en la relación de esta con el tiempo. La temporalidad de la serie permite, por un lado, desarrollar a lo largo de la temporada el mismo argumento que en el filme (Hanna abandona su hogar y se enfrenta a su enemigo) y ampliar esa narración con tramas secundarias cuyo arco dramático puede ocupar uno o varios episodios y que se van cerrando paulatinamente. No estamos ante una serie con tramas episódicas autoconclusivas -aunque algunos capítulos sí las tengan- sino poblada de microhistorias de mayor recorrido. Esto obliga a un diseño de personajes radicalmente diferente al que proponía la película de Wright, basada como hemos dicho en arquetipos propios de los cuentos clásicos. El personaje de Marissa Wiegler que Mirelle Enos hereda de Cate Blanchett ya no puede ser ‘solo’ una bruja malvada, puesto que su caracterización se agotaría al segundo episodio. Es necesaria una evolución, un cambio esencial en el personaje. De hecho, hay dos Marissa en este remake: la primera, la bruja de pelo corto, dispuesta a apagar los rescoldos de una operación mal cerrada, aunque tenga que utilizar queroseno para ello y, la segunda, la de pelo largo, la que trata de formar una familia, la que termina por comprender las razones de Hanna y de Erik (aquí Joel Kinnaman). Esa transformación del personaje provocará, lógicamente, que la serie cambie el final que proponía la película. El paso de un medio a otro modifica el contenido (en el filme esa variación en el carácter del personaje hubiera sido muy forzada o hubiera exigido mayor metraje para justificarla… aunque esto ya es ciencia-ficción de cosecha propia, la peli va por otro lado). Lo mismo sucede con Hanna. Si Saoirse Ronan es algo así como la versión ninja de la Cenicienta, la Hanna de Esme Creed-Miles, igualmente blanca de piel pero de cabello oscuro, está más cerca de la Carmilla de Sheridan LeFanu, no solo por esa icónica escena vampírica en la que le extrae una bala a su padre con la boca y la sangre le brota de los labios, sino porque el tiempo (again) permite explorar todas sus contradicciones adolescentes, desde su despertar sexual a sus conexiones con la naturaleza, pasando por todos los comportamientos propios de esa edad (fiestas, instagram, música a todo volumen, ropas estridentes y zascas rotundos… sí, seguimos hablando de Hanna, no de Pablo Iglesias en modo debate). Para no extenderme más: si en la película, el único personaje que experimentaba una evolución en términos dramáticos era el de la protagonista; en Hanna, la serie, los tres roles principales son muy diferentes tras el capítulo final a como lo eran en el piloto. Para lo bueno y para lo malo, la serie se toma tantos minutos como cree necesitar para explicar bien a sus personajes (y sí, es insistente en algunas cuestiones, como en las disputas entre Marissa y su pareja, por ejemplo).
A nivel estructural, la teleficción de Amazon crece, como es lógico, a partir del desarrollo de tramas secundarias. Algunas se extraen del guion original y se les da mayor amplitud -la familia de Sophie (Rhianne Barreto) que recoge a Hanna en mitad del desierto marroquí- y otras son de nuevo cuño: Erik recurriendo a sus viejos camaradas para iniciar una contraofensiva que le permite recuperar a su hija y acabar con Marissa; los continuos flashbacks al pasado (en el inicio ya se sabe quién es Hanna), la visita al padre biológico o la inclusión de un segundo villano -Jerome Sawyer (Khalid Abdalla) que tiene una magnífica presentación con dos detalles de guion que lo introducen como alguien cargado de autoridad y despiadadamente eficaz. Aunque, sin duda, lo más relevante estriba en que el formato serial obliga a incluir una opción de continuidad que la película impedía. Si en 2011, Hanna era la única en su especie, en 2019 aquel proyecto secreto llamado Utrax, que debió cancelarse tras su secuestro/rescate por parte de Erik, se ha vuelto a poner en marcha aun más secretamente que la vez anterior. Es decir, hay más Hannas en el mundo. Todo esto que hemos explicado hasta el momento vale para Hanna y para muchas otras series-adaptaciones, pero no vale para todas las series ni siquiera para todas las adaptaciones. No valdría, por ejemplo, para Hannibal, como tampoco sirve ya para Atlanta o Legion, ficciones seriadas que fuerzan hasta extremos insospechados los límites de las convenciones. Así que, como digo siempre, mejor ir caso por caso. Ya para terminar, y metiendo los dos pies en el pantanoso terreno de lo simbólico (ese lenguaje al que recurre Pedro Sánchez cuando le preguntan si pactará con Ciudadanos), convendré conmigo mismo que la reformulación seriada de Hanna sirve para ahondar aún más en los traumas bidireccionales provocados por la (no) maternidad/paternidad. Marissa Wiegler quiere formar una familia, pero no puede: su trabajo provoca continuas discusiones con su pareja y el hijo de este no la acepta como madrastra. La imposibilidad de tener hijos y su oscuro pasado relacionado con los bebés que formaron parte del primer proyecto Utrax, hacen que su percepción con respecto a Hanna cambie y pase de querer eliminarla a protegerla. Otro tanto sucede con Hanna, cuya entrada en la civilización conlleva la aparición de tensiones en la relación con su padre hasta que termine por aceptar que la paternidad está más relacionada con lo afectivo que con lo biológico (una comprensión necesaria antes de la obligada emancipación que ha de venir). Si en la película, Hanna mataba a la ‘madre’ para ser libre, en la serie esa liberación se produce, precisamente, porque la ‘madre’ se convierte en amiga (ese ‘I’m a friend’ final de Marissa) y la deja volar. En esta Hanna serial se produce una triple liberación: de la soledad (ha encontrado a una igual y no estará sola en el nuevo mundo), de su padre y de sus madres; de la biológica con la visita a su tumba y de la simbólica, que no es otra que Marissa, en la que se insiere un cambio de paradigma pasando de ser la madre posesiva/bruja de la película a la madre amistosa de la serie, una transformación provocada/forzada por el tratamiento que permite el formato serial.
Image: La Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Madrid rinde homenaje a Antonio Machado

La Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Madrid rinde homenaje a Antonio Machado

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