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En plan serie por Enric Albero

'El misterio de la guía de ferrocarriles'. Dios perdona, yo no

29 marzo, 2019 07:43

La guionista Sarah Phelps pasa por ser una de las más prolíficas adaptadoras de los clásicos británicos. Al menos lo es para los directivos de la BBC que, hasta la fecha, le han encargado proyectos como Oliver Twist (2007), Grandes esperanzas (2011) o Una vacante imprevista (2015) basada en el texto original de la autora de Harry Potter, J.K. Rowling. De entre ese abanico de versiones televisivas de las novelas de los grandes nombres de la literatura anglosajona, destacan sobremanera las revisiones catódicas de un ramillete de obras de la gran dama del crimen, Agatha Christie (novelista, por otra parte, llevada a la pantalla en infinidad de ocasiones). Entre 2015 y 2019, Phelps se ha encargado de los libretos de And Then There Were None (o sea, Diez negritos); Testigo de cargo, dirigida por Julian Jarrold (The Girl, Appropiate Adult, Red Riding 1974) e Inocencia trágica.

El pasado 15 de marzo, el canal 0 de Movistar, estrenó la última de estas adaptaciones, ni más ni menos que The Alphabet Murders o The ABC Murders o El misterio de la guía de ferrocarriles que es como se tituló aquí la novela aparecida en 1936 y como también se ha optado por llamar a su traslación televisiva. En esta ocasión, y por primera vez, Phelps se enfrenta a uno de los grandes personajes de la obra de Christie, nos referimos, claro está, al famoso detective belga, Hércules Poirot. Y lo hace aplicando el mismo molde que ya se empleaba para dar forma a Testigo de cargo, un molde en el que se mezclan la sordidez, la actualización temática y la intervención en la psicología de los personajes para justificar una nueva visita al interior de las obras de la arquitecta de La casa torcida.

Ya les adelanto que, si no han visto esta mini-serie dirigida al completo por el realizador brasileño Alex Gabassi, les puede incomodar seguir leyendo esta entrada, puesto que no me será fácil avanzar en mi análisis sin que se desayunen o merienden un spoiler (esto ya dependerá de la hora en la que lo lean). Quedan, pues, avisados.

El argumento principal de El misterio de la guía de ferrocarriles es sencillo. Un Poirot (John Malkovich) semiretirado recibe una carta firmada por alguien que se hace llamar ABC en la que lo reta a detenerle mientras él colecciona asesinatos siguiendo el orden del abecedario. Así, primero asesinará a Alice Asher en Andover, después a Betty Barnard en Bexhill-on-Sea y luego a Charmichael Clark en Churston. A priori, no hay más relación que la alfabética entre los tres cadáveres, todos ellos de muy distinta extracción social, con rutinas desparejas y objetivos vitales tan opuestos como lo puedan estar un episodio de Downton Abbey y otro de Shameless.

¿Cómo actualiza Phelps esta matriz literaria? En primer lugar, existe una puesta al día de orden sociológico, hermanada con cuestiones como el Brexit o la crecida de corrientes xenófobas en todo el mundo, de Bolsonaro a Orban. La guionista británica aprovecha la ubicación cronológica de los acontecimientos en 1933 y ciertas insinuaciones que ya aparecen en la novela para mostrar el auge de formaciones como el British Union of Fascists y, sobre todo, la instauración de un rechazo a los extranjeros, algo que el propio Poirot, como buen belga, acaba por sufrir. Las comparaciones entre el calentamiento social en los años previos a la Segunda Guerra Mundial y el auge de las formaciones de extrema derecha en el presente están ahí para quien quiera verlas (también se habla de los medios de comunicación como peligrosos agitadores o sobre la situación de los refugiados).

Para Phelps, Poirot es un crisol en el que fundir sus inquietudes. La cuestión xenófoba, a la que el detective responde con firmeza (atención a la conversación con la vecina), es una de ellas. La otra está relacionada con el propio Poirot como mito y con el paso del tiempo. La primera imagen de El misterio de la guía de ferrocarriles es un reloj y veremos relojes (y calendarios) en numerosas ocasiones a lo largo de sus tres episodios. Estos instrumentos de medición parecen remitir a la máxima latina tempus fugit, axioma que, en el caso de Poirot, adquiere dimensiones casi trágicas habida cuenta de la avanzada edad que revela su apariencia, por más que intente disimular sus años tiñéndose las canas de su atildada perilla, solución que terminará en la patética exhibición de su longevidad cuando el tinte descapulle en una flor negra que se abre sobre su piel.

Estamos ante la ancianidad de la leyenda, alguien que fue celebrado en sus tiempos y que ahora es ninguneado por la policía -con el joven inspector Crome relevando al viejo Japp- o cuyas gestas ya se representan como espectáculo (esa cena de cumpleaños en la que todo comenzó). Phelps sitúa a Poirot más allá de sus mejores años y, jugando con esa tensión temporal, introduce una serie de flashbacks destinados a averiguar cuál fue el pasado del detective antes de llegar al Reino Unido, un pasado que también está ligado a la intolerancia y a la persecución de los diferentes.

En toda esta reconstrucción de la figura poirotiana juega un papel fundamental John Malkovich. El Poirot audiovisual previo fue el interpretado por Kenneth Branagh en su desaforada adaptación de Asesinato en el Orient Express, una oda al exceso visual e interpretativo en la que el director/protagonista liberaba al histrión que lleva dentro y se dedicaba a masajearse un ego solo comparable al tamaño de su… bigote. La actuación de Malkovich -y la composición del personaje- se constituye como oposición a la de su antecesor. Ni siquiera hay rastros del Poirot de Peter Ustinov (aquí apenas hay humor), ni tampoco quedan trazas de la seriedad que David Suchet le imprime al investigador en la longeva serie de la BBC (que ya adaptó The Alphabet Murders, al igual que hizo, en clave de comedia, el no siempre bien ponderado Frank Tashlin en Detective con rubia allá por 1965, en la que Tony Randall encarnaba al sarcástico investigador).

El de Malkovich es un Poirot torturado por sus recuerdos. Es un Poirot desbigotado, taciturno y gris. El actor estadounidense construye el personaje desde la sobriedad, sin un gesto de más ni una mirada de menos, con una dicción exquisita en la que el acento francés y la presencia de los habituales galicismos fluyen con naturalidad. Digamos que frente a la expansividad de Branagh, Malkovich funciona por sustracción: es como pasar de El columpio de Fragonard al Four Darks in Red de Rothko. La composición sombría del protagonista de Valmont (Milos Forman, 1989) está en consonancia con un sórdido diseño de producción que, a su vez, guarda una estrecha relación con algunas de las modificaciones a las que ha sido sometido el material original.

Como ya sucedía la versión de 2016 de Testigo de cargo, aquí nos encontramos ante un embrutecimiento global; esto es, cómo la corrupción moral que afecta a determinados personajes se proyecta también en los ambientes. Pensemos en la casa de huéspedes en la que se aloja Alexandre Bonaparte Cust (Eamon Farren) a quien se nos presenta, desde el arranque de la serie, como el asesino (luego hablaremos sobre esto). Calificar la posada de humilde elevaría a la categoría de elegante la acepción que sitúa al adjetivo en el escalafón de la pobreza, como sinónimo de una modestia económica hermana de la penuria. El hostal que regenta Rose Marbury (Shirley Henderson) no tiene suficiente con ser un caserón decorado por las humedades en el que las cucarachas procesionan a diario, sino que también es el burdel en el que la propietaria entrega a su propia hija a los huéspedes que pagan por esos servicios extra. Entre ellos estará Curst, quien a cambio de su dinero no exigirá sexo, sino que Lily Marbury (Any Calotra) le clave sus tacones en la espalda, infligiéndole el mayor dolor posible, un dolor paliativo que diluya los padecimientos internos causados por un tumor cerebral que le envía andanadas de convulsiones que aniquilan la vanguardia de su memoria.

Toda esa bajeza moral -de la xenofobia a la explotación sexual de los hijos- aflora en la superficie de las imágenes, así que no estamos ante una mini-serie ‘bonita de ver’. Lo que Phelps y Gabassi vienen a decirnos es que ni siquiera el mito Poirot puede ya representarse como en las películas de John Guillermin o Guy Hamilton; que, sin necesidad de apartarnos del lenguaje clásico ni de la narrativa al uso, sí que ha llegado el momento de abordar los viejos referentes literarios desde una perspectiva menos limpia. Por eso resulta interesante la primera conversación entre Poirot y Crome (Rupert Grint), en la que el inspector lo señala como un ser trasnochado (“ya no es una celebridad”) y en la que la enumeración de los casos del día supondrá la impresión de la fecha de caducidad sobre el paquete de clichés que han conformado el corpus de la obra poirotiana: “No hay asesinatos. No hay cadáver en la biblioteca, ni candelabro de plata que golpeara en el ojo de una heredera, ninguna entraña retorcida en el conservatorio (…) Espero que eso haga que su mente descanse”.

Lo que plantean los creadores de esta adaptación no es sino una reconfiguración del mito de la que no siempre salen bien parados. Para ello se sirven de un caso en el que el homicida es serial y se presenta como una bestia sin rostro. Además, se viste exactamente igual que Poirot, por lo que se nos aparece como un doppleganger oscuro (como escenifica esa secuencia final del episodio segundo situada en el metro) y los crímenes que comete guardan alguna relación con la biografía previa del detective. Es Poirot enfrentándose a sí mismo, a su pasado y a un presente que parece que no puede descifrar. Sin embargo, el caso avanza y pasa de aparecérsele como un suceso luctuoso radicalmente nuevo para terminar revelando su verdadera forma, que no es otra que uno de los argumentos clásicos de la obra de Christie: una herencia en el seno de una familia aristocrática. Quizá hubiera sido más interesante cambiar el final -como Phelps ha hecho en otras ocasiones para escarnio de los seguidores de la gran dama del crimen- y completar la transformación iniciada con ese cambio de registro que afecta al protagonista y a la sordidez de los ambientes retratados.

Dejando a un lado las consideraciones anteriores, esta versión de The ABC Murders plantea ciertos inconvenientes. Sin entrar en los cambios argumentales con respecto a la novela matriz -este artículo los explica la mar de bien- sí se me hace necesario señalar que, por un lado, la inclusión de flashbacks referidos a la resolución del caso se me antojan innecesarios y hasta molestos, porque demuestran poca fe en la atención de un espectador al que hay que recordarle cada pocos minutos las averiguaciones que Poirot ha hecho y que ya han sido transmitidas bien a través de los diálogos, bien a través de la imagen. Tampoco comulgo con el modo elegido para colocar los flashbacks en los que se da cuenta del pasado del investigador belga, fogonazos efectistas que buscan generar ansiedad por conocer y terminan siendo repetitivos. Hay soluciones de guion imperdonables, como la huida de Lily de su casa para buscar a Curst: es bastante probable que, en vista del desarrollo de los acontecimientos, ella sepa que él regresará a la pensión; lo que no es probable es que lo haga justo en el momento en que ella sale de la casa, ni que, casualmente, la joven elija el camino por el que él volverá.

Con todo -y aquí viene el spoilerazo- la peor de las decisiones pasa por hacer que sea la voz de Curst la que lea las cartas del asesino, una trampa de guion colocada para que pensemos lo que no es y reforzada por la multifocalización del punto de vista: desde el principio Curst se nos presenta como el homicida (tiene su propia trama) y Poirot como su perseguidor (recordemos que en el original literario el narrador es el Inspector Hastings, que aquí no aparece, y que, aunque sí es cierto que hay algunos cambios de punto de vista, se producen ya avanzada la novela).

El misterio de la guía de ferrocarriles interesa, sobre todo, por esa reconstrucción de un personaje tan codificado como el de Hércules Poirot, mérito a partes iguales de Sarah Phelps y de John Malkovich; una reconstrucción que parte de las novelas de Christie para adentrarse en terreno ignoto, el de su pasado. Desprovista de humor y oscura como el alma de un usurero, esta adaptación quizás demasiado explicativa y por momentos redundante, debería satisfacer a la legión de fans de la escritora de Torquay que, detrás de un envoltorio nuevo, encontrarán el regalo que buscan.

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