En plan serie por Enric Albero

The Deuce. "Es el dinero, estúpido"

23 noviembre, 2018 12:10

En la base de las ficciones desarrolladas por David Simon siempre está el dinero. O, mejor dicho, siempre se reflexiona sobre un ordenamiento social que fundamenta todas sus estructuras y sus relaciones en función del dinero. Se llama capitalismo. En esta segunda temporada de The Deuce, que arranca en 1977, el showrunner de Washington, secundado por George Pelecanos, desmenuza el funcionamiento de un sistema económico depredador y escruta el principio de un movimiento evolutivo que ha desembocado en la explosión del neoliberalismo, la versión más atroz de una doctrina cuya única previsión a medio plazo es el apocalipsis: algunos lo vivirán montados en su jet privado y otros, la mayoría, buscando comida en un vertedero (afortunadamente, la tumba nos igualará, si es que queda alguien para enterrarnos). Hay dos líneas de guion, ambas pertenecientes al episodio tercero ‘Seven-Fifty’, que apuntalan las tesis del autor de The Wire: “no es moral, es dinero” y “no es racismo, es economía”. En el fondo, todo es una cuestión de clase, una separación de los estratos sociales basada en el poder adquisitivo y no en la raza, el oficio o la religión. No existe en la actualidad ningún escritor con la capacidad de Simon para desarrollar análisis sociológicos tan rigurosos como los que propone el creador de Treme ni un equipo de guionistas con tanto talento como para crear personajes llenos de aristas, poliédricos, que jamás caen en el estereotipo. Eso permite que sus series, inequívocamente políticas y sumamente críticas con el mundo que nos ha tocado vivir, nunca caigan en el panfleto y busquen poner en jaque los entresijos del sistema; esto es, proponer una reflexión de fondo, antes que articular planteamientos dogmáticos.

En la segunda entrega de esta producción de HBO asistimos a la transformación que, a finales de los 70, experimentó la zona adyacente a Times Square. Estamos frente a una aproximación multifocal en la que nada escapa a la voracidad enciclopédica de Simon. De un lado, la adopción de nuevas formas por parte del negocio de la prostitución: los paseos callejeros en busca de clientes dan paso a los burdeles y la irrupción del cine pornográfico se abre como una nueva vía de ingresos para ese ejército de call girls encadenadas a sus chulos. Del otro lado está el intento, por parte de las instituciones, de ‘limpiar’ esa área y promover un nuevo plan de ordenación urbana que adecente el centro de Nueva York. Y detrás, una lectura en clave feminista de todo este proceso en el que todas las partes forman un conglomerado indisoluble, estableciendo sugestivas conexiones entre ellas que, ulteriormente, suponen un feroz alegato contra la organización social en la que se generan.

Además de todo lo antedicho, hay que tener en cuenta que David Simon es un escritor pantagruélico, como también lo es Pelecanos, otro contextualizador de pro. Así que es lógico que en The Deuce nada escape a su radar: la aparición del punk con The Damned al frente (y el choque musical que se produce en relación con el soul o la música disco); la epidemia de drogadicción que, poco a poco, va contaminando el barrio; la introducción de nuevas relaciones de pareja ‘abiertas’ en contra de la normalidad o la expansión de la homosexualidad, vista desde la óptica de los que la viven libremente como Paul Hendrickson (Chirs Coy), pero también de aquellos que siguen escondidos detrás de la fachada de la familia nuclear (v.g. el servidor público Gene Goldman que interpreta Luke Kirby).

Directed by Women

Al final de la primera temporada, Eileen ‘Candy’ Merrell (Maggie Gyllenhaal), que había dejado la prostitución para meterse en la industria del cine para adultos, tomaba la cámara: decidía asumir el control del relato. Ahora seguimos su evolución como directora de su primer largometraje, Red Hot, una versión X de La caperucita roja que no es más que otra metáfora luminosa -y polisémica- sobre el feminismo, pero también sobre el oficio de cineasta y sobre el medio. Vayamos por partes. El proceso de construcción de la película arranca con una sustancial modificación del conocido cuento recopilado por Perrault: la niña de la capucha carmesí ya no será una víctima, sino que serán ella y su abuela las que se ‘coman’ al lobo. Estamos, ya desde el guion, frente a una relectura de los iconos de la cultura popular en clave feminista, además de ante una metáfora sobre la propia prostitución: del lobo (el proxeneta) que domina a la niña indefensa y que acabará destruyéndola, pasamos a una mujer que dispone del hombre a su antojo. Eso es posible gracias al desplazamiento de la mujer de una posición de obediencia a otra de poder, de toma de decisiones. Por eso cuando a Candy le espetan que los cuentos nunca acaban bien, responde con un contundente “este sí”. La cosa no termina aquí, puesto que este principio de reubicación femenina también ocurre en la propia serie: salvo los dos primeros episodios, dirigidos por Alex Hall, el resto han corrido a cargo de Steph Green, Uta Briesewitz, Zetna Fuentes, Susanna White, Tricia Brock, Tanya Hamilton y Minkie Spiro. A todas estas mujeres que copan la realización hay que sumar a las guionistas Anya Epstein, Megan Abott o Stephani DeLuca, que han compartido mesa con miembros del equipo habitual de Simon como el (gran) novelista Richard Price, Will Ralston o Chris Yakaitis. Ya saben, hay que predicar con el ejemplo.

The Deuce es, también, un homenaje al oficio de rodar y a un determinado tipo de cine que, influenciado por el neorrealismo italiano y la Nouvelle Vague, sacó las cámaras a la calle. Las referencias -principalmente en el episodio sexto ‘We’re All Beasts’- al Nuevo Cine Americano, surgido en Nueva York en los 60 con una clara vocación independiente y antihollywoodiense, son claras: existe una intención por cambiar el modelo, se sustituye a la supuesta estrella por un actor no profesional, hay encontronazos con las autoridades por rodar sin permisos, de manera libre; el equipo se enfrenta a las eventualidades que surgen al trabajar en exteriores y, además, hay citas directas a Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) y Andy Warhol.

Pero esta referencialidad no busca glorificar la industria. Si el retrato repasa todos los subprocesos que conforman la elaboración de una película, el montaje y la producción tampoco pueden quedar fuera: la lógica de Simon es totalitaria en el mejor sentido de la palabra. En lo referido a la producción, las dificultades para encontrar el dinero suficiente que permita hacer ‘la película que la directora quiere’ conducen a Candy a hacerle una felación a un productor para que invierta en el proyecto: la distancia entre la prostitución y show bussines es, pues, inexistente (ya lo dijo David Mamet cuando tituló su libro ‘Una profesión de putas’).

En la fase de montaje, el personaje interpretado por Maggie Gyllenhaal tratará de imponer su criterio -su visión- en mitad de un equipo formado por hombres, lo que le obliga a insistir y a redoblar esfuerzos (y demostraciones de talento) para que sus ideas terminen llevándose a cabo. Esa lucha, relacionada directamente con el papel de la mujer en la industria, prosigue cuando se entra en el terreno de la distribución, promoción y exhibición. Sus otros socios -de los que hablaremos más adelante- quieren, primero, quitar el nombre de Candy de los créditos y poner el de su compañero/productor Harvey Wasserman (David Krumholtz); después, ya en la última fase, querrán apartarla de la promoción por contrato (y que la actriz sea la cara visible, apelando a la lógica del star system). Además, su visita a un plató de televisión para publicitar la película terminará en un ejercicio de vejación verbal marcado por los prejuicios y el periodismo perezoso. La segunda temporada de The Deuce se cierra con la aparición del vídeo, que cambiará por completo el funcionamiento del medio. Por cierto, a pesar de los altos precios de los reproductores y de las cintas, nadie tiene duda de que será el porno el que haga rentable el nuevo electrodoméstico, un fenómeno que años después volvería a suceder cuando se lanzaron los canales de pago.

En una serie que explica el oficio y la industria desde el cine para adultos (el momento de la guionista y el sueldo es impagable), no faltan las referencias: A) los pósteres que decoran la oficina de Harvey Wasserman de Jules et Jim (François Truffaut, 1961), una película sobre una relación a tres bandas; Quiero la cabeza de Alfredo García (Sam Peckinpah, 1974), ejemplo de cine a contracorriente y antisistema; y El infierno del odio (Akira Kurosawa, 1963), cuyo minucioso estudio de situaciones y personajes bien podría ser el modelo en el que se fija Simon; B) las citas a John Waters o a pelis de la época como El justiciero de la ciudad (Michael Winner, 1974) o a otras menos evidente como Gigot (Gene Kelly, 1962) o El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) y C) las bromas no tan privadas sobre Westworld (peli setentera ahora readaptada en forma de serie por la propia HBO).

Limpiando Times Square

El asesinato de un turista en un solar de los alrededores de la calle 42 será el disparadero del otro gran tema de The Deuce: la transformación -otra más- urbanística de la Gran Manzana. La segunda temporada plantea un tema que ya se trató en Show Me a Hero y que aquí está, de momento, esbozado. Las series de Simon se cuecen a fuego lento y todo hace indicar que el puchero estará listo en la tercera. De momento, hemos asistido a la estrategia de reconversión urbanística comandada por Gene Goldman en la que las autoridades están implicadas en distinto grado y en la que el sargento Chris Alston (Lawrence Giliard Jr.) es pieza fundamental. Describir todo el proceso sería un tanto farragoso, pero baste indicar que todo empieza con la presentación de la iniciativa utilizando un proyector de diapositivas que se queda atascado (como el propio proyecto) y que termina con unas investigaciones que concluyen que la mayoría de los locales en los que se desarrollan actividades sexuales ilegales -y que no pagan impuestos- son propiedad de capital judío (!) que los controla a través de empresas fantasma. Así que todo pasa por convocar a los propietarios reales de esos establecimientos, llevarlos a juicio y lograr que esos negocios turbios dejen paso a restaurantes, floristerías o boleras. De ese modo, el valor de las propiedades aumentará y no todo el mundo podrá vivir en esa zona (gente de clase media-baja). Se llama gentrificación y, sí amigos, el dinero está detrás (una vez más).

Sigamos con la pasta. ¿De dónde sale? Existe toda una corriente en la narrativa norteamericana que desviste ciertos mitos fundacionales asociados a la tierra de las oportunidades. La vinculación del crimen organizado -o la existencia de una suerte de delito original- a esa casuística del triunfo en la que se asienta el sueño americano sería una de ellas. En The Deuce el influjo de los clanes mafiosos sobre cualquier cosa que suceda en el área que controlan es total. Todo el mundo paga el pizzo y sus dominios van desde la propiedad inmobiliaria a la extorsión hasta alcanzar el nuevo negocio en auge: el porno (y no nos olvidemos de los sobornos a los agentes de la policía local, encabezados por un irreconocible Ralph ‘Karate Kid’ Macchio).

Toda la trama que ocupan Vince y Frankie Martino (los gemelos a los que da vida James Franco) es una suerte de manual de supervivencia en la jungla mafiosa. Las relaciones de Vince con Rudy Pipilo (Michael Rispoli), el gánster que le ‘asesora’ en sus negocios y al que remunera religiosamente por sus servicios, se van estrechando y eso implica tomar conciencia no solo de los pingües beneficios que esa asociación le genera, sino también de los métodos de cobro o de presentación de reclamaciones que Pipilo y los suyos emplean para ajustar cuentas con sus acreedores. Más allá de las prestaciones interpretativas de Franco -menos afortunado que en la primera temporada, sobre todo cuando hace de Frankie- el descalabro interior que vive Vince es desgarrador. Él protagoniza los dos únicos excursos de la temporada: atosigado por sus relaciones con la mafia, huye a lomos de un Cadillac, volando sobre una nube de cocaína, hacia Vermont. Allí, casi como si entrara en un relato de Raymond Carver, se prueba otra vida y, sentado en el porche de una casa de campo, atisba un futuro diferente. En la conversación con su exmujer (episodio 9) sus dudas se manifiestan: es alguien que quiere ser un padre de familia, con niños correteando por el jardín, pero también el rey de la noche. En la otra digresión de la temporada, Vince visita a su padre -un abotargado Armand Assante- y esos problemas vuelven a aflorar. Una personalidad escindida, que desea lo que tiene, pero también lo que no tiene, y que establece un interesante paralelismo con la propia ciudad, una Nueva York que aspira a conquistar la urbanidad pero que no parece poder renunciar a su eslogan: ‘the city that never sleeps’. En The Deuce cada línea dramática resuena sobre otra y el eco resultante impacta sobre el conjunto.

Frankie, sin embargo, es la parte más floja de la función. Pensado como contrapunto de su hermano, es el bufón que desahoga la serie, el tipo canalla y sin sentido de la responsabilidad que apostará hasta su último calcetín con tal de ganar unos dólares que hagan que la ruleta pueda seguir girando. Su presencia es poco significativa, meramente utilitaria, como la de un cerrajero 24 horas que está cuando hace falta, aunque te cueste un ojo de la cara. Frankie Martino lo mismo tiene el martillo a punto que da la noticia que nadie se atreve a dar. Un par de sonrisas ladeadas de Franco -ése hombre- sirven para cubrir el resto del expediente. Creo que no soy el único que ha pensado que en breve dejaremos de ver ese fabuloso tupé ondeando al viento…

Feminismo y prostitución

Una de las grandes tramas de la temporada narra los intentos por parte de Abby (Margarita Levieva) en colaboración con la exprostituta Ashley (Jamie Neumann), por introducir el feminismo en un contexto hostil como es el de los aledaños de Times Square. A las reticencias de las prostitutas y a las amenazas de los chulos –“la prostitución legal no da dinero” afirma C.C. (Gary Carr)- se suman las dificultades materiales para expandir el movimiento y fomentar el activismo. En la maraña argumental creada por Simon y Pelecanos todo guarda relación con todo. Abby solo puede engrandecer su causa -una causa que incluye alfabetización, ayuda médica, intervención in situ…- utilizando el dinero que le presta Vince, su pareja. Solo que la procedencia de esos fondos es tan legítima como los ahorros de Rodrigo Rato. Además, Abby tiene principios, ovarios como menhires y una formación intelectual que la sitúa muy por encima de su compañero y de sus préstamos. El desenlace de los acontecimientos -que no desvelaremos para no amargarles la lectura y la serie- la llevarán a enfrentarse a un dilema moral peliagudo: utilizar dinero sucio para llevar a cabo una buena acción o mantenerse fiel a sus ideas, aunque ello implique la desactivación del movimiento.

Las cuestiones feministas afectan, de un modo u otro, al conjunto de personajes. Candy y Abby son los ejemplos más evidentes y de mayor relevancia, pero ahí está el camino a la independencia que inicia Darlene (Dominique Fishback), que en la primera temporada se agarraba a los libros como tabla de salvación y que ahora trata de escapar de la esclavitud sexual a través de la formación, del porno y de un trabajo de dependienta. Esa liberación paulatina nos proporciona uno de los momentos visuales más brillantes de la temporada. Su alejamiento de la prostitución la lleva a establecer una relación, entre amistosa y romántica, con un compañero de facultad. Una noche, en las escalares de entrada a la universidad, Darlene le confiesa su pasado. Los dos están sentados, él se levanta, contrariado, y parece que va a dejarla allí, incapaz de asumir lo que le acaba de contar, rechazándola. El plano se mantiene fijo: Darlene sentada, frente a la cámara, la vista baja, compungida. Al chico solo le vemos las piernas, de espaldas al objetivo. De repente, su mano aparece bajando desde la parte superior del cuadro y toma a Darlene de la mano. Un gesto simbólico -nosotros tenemos que echar un mano- que gana fuerza gracias al uso del fuera de campo, de esa entrada en el marco visual ‘desde fuera’.

Lori (Emily Meade) es otro de los grandes caracteres de The Deuce. Prostituta convertida de manera vertiginosa en estrella del porno, vive en permanente zozobra porque los esquemas de conducta a los que se había habituado se le van rompiendo. Propiedad de C.C., el pimp que la explota, el cambio de fuente de ingresos trastoca esa relación ‘empresarial’. Ahora ya no se acuesta con un cliente y entrega el dinero, ahora hay productores, mánager y directores de por medio: más intermediarios, más problemas. Lori también irá abandonando las aceras por los platós, pero su independencia se nos presentará como algo traumático, visibilizando las complejas ataduras -puro síndrome de Estocolmo- que unen a prostitutas y explotadores. Es, de nuevo, una decisión de puesta en escena la que mejor expondrá las complejidades de esta cuestión: Lori viaja a Los Ángeles a una entrega de premios, C.C. no irá con ella. En la puerta de entrada al aeropuerto, se dará la vuelta mirando al exterior y la cámara pivotará a su alrededor trazando panorámicas de 180 grados en los dos sentidos, capturando sus ojos angustiados y su cuerpo en tensión: ¿es miedo a que su chulo aparezca y la castigue por marcharse sin él lo que vemos? ¿O tal vez la ansiedad que le genera tener que ‘volar’ sola, reflejo de su dependencia, de esa necesidad forjada y forzada con el tiempo? Seguramente sean las dos cosas.

Pero la cuestión feminista no siempre toma un cariz positivo. Fijémonos en las rencillas que surgen entre los miembros del movimiento feminista o, sobre todo, en la actitud de la mánager Kiki Rains (Alysia Reiner). Si antes hablábamos de esa inversión de roles y de la ocupación de posiciones de poder por parte de las mujeres, eso no significa que la manera de conducirse, una vez asumido el nuevo papel, difiera de la de sus homónimos masculinos. De hecho, no son pocas las mujeres directivas que, alcanzado ese estatus, reproducen el modelo conductual que han aprendido de los hombres; es decir, que lideren aplicando dudosos valores como la competitividad despiadada. La reunión que Rains mantiene con los dos capos mafiosos -inversores de Red Hot, no lo olvidemos- a propósito del futuro de su representada, pone de manifiesto que la lógica que rige el discurso de los mafiosi y el de la agente es exactamente la misma (y sí, es un tic propio de macho alfa que tira de espaldas). Como siempre, en la obra de Simon nunca faltan los matices.

El tiempo y las series: el código rojo

Una de las especificidades de la ficción serial televisiva es su duración. Al contrario que en el cine (ya estamos), una serie permite el desarrollo de unos personajes durante un tiempo prolongado. Eso provoca que, por ejemplo, el mismo recurso funcione en un formato y en otro no. Me explico. Piensen en la resolución de Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992), la pieza teatral de Aaron Sorkin convertida en película. Cuando el juicio en un tribunal militar llega a su fin y la acusación que dirige Daniel Kaffee (Tom Cruise) parece abocada al fracaso, la presión sobre el testigo, el veterano coronel Nathan Jessep (Jack Nicholson) hace que se doblegue y lo confiese todo (¿se acuerdan de aquel famoso: ‘Tú no puedes encajar la verdad’?). Más allá de la tensión de esa secuencia clave, no hay quien trague con esa salida de guion: porque Jessep tiene el culo pelado, porque Kaffee no tiene argumentos y porque no ha habido tiempo suficiente como para que nos creamos que el personaje de Nicholson es capaz de llegar a ese extremo (domina todas las situaciones anteriores en las que aparece con aplastante seguridad). Fijémonos en Seven Seconds (Veena Sud, 2018), que aplica una solución casi idéntica. Cuando no hay escapatoria, se pone a un testigo frente a las cuerdas y canta como Placido Domingo cada vez que el Madrid gana una Champions. La diferencia está en que hemos pasado muchas horas con esa mujer embarazada, emparejada con un descerebrado, ciclotímica y acongojada. No solo nos creemos su declaración, sino que, de hecho, la esperamos.

The Deuce maneja el tiempo serial de manera ejemplar. A lo largo de las casi diez horas que dura la segunda entrega hay minutos suficientes para armar a los personajes de manera que ninguna de sus decisiones, por muy extemporánea que parezca, quede fuera del abanico de posibilidades que los guionistas nos han ofrecido. Podemos sorprendernos, pero jamás extrañarnos de todo cuanto sucede ante nuestros ojos: la ruptura de Candy con su hijo, impuesta por los abuelos de este, expresada por ese plano general con la madre frente a la puerta de la casa familiar y su retoño recortado en una ventana del piso superior, es buena muestra de ello. Todo ese andamiaje escritural va acompañado de una puesta en escena poco dada a las piruetas formales, ilustrativa si se quiere, pero también podada de cualquier énfasis, muy en sintonía con un discurso que no pretende imponerse sino promover la reflexión. Con todo, su secuencia final da la medida de los logros de la que es una de las grandes series del año. Se trata de una secuencia de montaje al son del Mistery Achievement de The Pretenders en la que la cámara capta la situación en la que se han quedado todos los protagonistas al final de la temporada. A la potencia y las connotaciones que desprende el tema escrito por una resistente como Chrissie Hynde, se suma ese repaso coral que incide, precisamente, en el tiempo que ‘les ha pasado’ a los personajes. El plano final, con un largo travelling de retroceso desde la barra de la discoteca que Vince preside hasta ser engullido por el gentío que baila con total desinhibición, se eleva como metáfora de la destrucción de la voluntad individual -reflejada por ese mensaje que transmite la idea de intentar ser mejores a pesar de las contrariedades–, una voluntad devorada por ese sistema caníbal que avanza imparable hasta su segura implosión. Si no usan sombrero, cómprense uno, cuando terminen con The Deuce necesitarán quitárselo.

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