Image: ¿El juego ha terminado?

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Exposiciones

¿El juego ha terminado?

Playgrounds. Reinventar la plaza

2 mayo, 2014 02:00

Fernand Léger: El ocio. Homenaje a Louis David (detalle), 1948-49

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 22 de septiembre

Vivimos en una época tan cambiante que hace nada los museos eran acusados de haberse convertido en parques de atracciones, como expresión del paroxismo de una sociedad infantilizada. Mientras, movimientos sociales surgidos de Oriente a Occidente, ocupando plazas públicas con un amplio repertorio desde la manifestación lúdica al debate compartido, demostraban que ni el bienestar era tan universal como se pretendía en los estados democráticos, ni la ciudadanía había quedado completamente maniatada por el consumo de ocio obligatorio. Es más, se descubrió que sujetos en cualquier parte del mundo y bajo condiciones políticas y económicas muy diversas, eran capaces de organizarse, identificarse entre sí respetando a la vez sus diferencias (de clase, género, etnia, etc.) y crear redes. Una oleada de primaveras parecía migrar por las plazas de ciudades principales en todo el globo. Sorprendentemente, compartían tácticas creativas. Sin embargo, de un plumazo, actualmente parece que se ha expulsado a aquellos movimientos ciudadanos del espacio público. Incluso en nuestro país se anuncian legislaciones para que las ocupaciones no vuelvan a ocurrir. ¿El juego ha terminado?

Si es así, es pertinente que el museo como institución revisa la historia de la confluencia entre creatividad, juego y espacio público. Como centro de arte, cuya definición supone una implicación con el presente, el Reina Sofía ha pretendido ir un poco más allá. En esta exposición es un acierto la decisión curatorial de dirigirse al usuario del museo como adulto, anunciándole desde el principio del recorrido las motivaciones desde las que se ha planteado la exposición -con una salita donde se proyectan vídeos de las experiencias de movimientos como Reclaim the Street-, así como que al final se le den a elegir varias opciones sobre su propia actitud ante el arte.

La historia de la relación entre experiencia estética y juego en nuestra tradición occidental fue descubierta ya en Grecia por Platón y Aristóteles, y relanzada en la Modernidad por Kant y su discípulo el poeta y dramaturgo romántico Schiller, quienes definieron el juicio estético (eso que comúnmente enunciamos como "me gusta") como juego libre en la concurrencia de las facultades del conocer (percepciones, imaginación, entendimiento...) y, en cuanto experiencia del sujeto, como promesa de libertad y horizonte compartido de emancipación. De ahí que el arte moderno asumiera la experimentación lúdica como una de sus señas de identidad, tematizara el ocio e incluso muchos vanguardistas -en nuestro país, el escultor Ángel Ferrant- prestaran una atención muy especial al diseño de juguetes.

La crítica lúdica, la paroda y la risa han continuado siendo señas de identidad de los grupos que en las primaveras recientes tomaron las plazas públicas

Sin embargo, la relación entre arte, juego y espacio público surge a raíz de la propia conquista del espacio público, que en esta exposición se fecha simbólicamente en la Comuna de París y cuyo origen, según Mijail Bajtin, se hallaría en última instancia en el fenómeno popular del carnaval. Ese intervalo de mundo al revés no sólo algarabía y mascarada, compensatorio por unos días del régimen paternalista y autoritario, sino experiencia real liberadora y por tanto, germinal de la conquista de derechos y libertades en la plaza pública, que aquí vemos disfrutar con suelta espontaneidad, ensalzada por los artistas de las vanguardias en representaciones pictóricas, fotografías y filmes como síntoma de un mundo nuevo.

Bajo el título del ensayo de Paul Laforge, El derecho a la pereza (1880), muy popular también en España a principios del siglo XX, se da rienda suelta a una exaltación del hedonismo popular, con telas de Maruja Mallo y Fernand Léger y muy notables series de fotografías que muestran el esparcimiento en el campo de Henri Cartier-Bresson y en la playa (Long Island) de Weegee y que se prolongan hasta Boris Mikhailov y la sardónica serie de las playas artificiales de Martin Parr. Conjunto del que se desprenderá la nostalgia por un mundo ya desaparecido, que acompañará al visitante incluso cuando a continuación se enfrente al periodo más duro en Occidente, marcado por la Segunda Guerra Mundial.

Lugares residuales

Será en esta época cuando aparecerá el primer playground, espacio urbano diseñado para el ocio de los niños, que constituye la noción central sobre la que pivota esta exposición. Ya en 1935, el danés Carl Theodor Sorensen propuso el término junk playground para referirse a su idea de un "parque en descampado", aunque no fue hasta 1943 cuando se construyó el primer playground en Copenhague. Una idea que retomaría en la posguerra la arquitecta paisajista Lady Allen of Hurtwood, quien propuso utilizar lugares bombardeados y residuales de Londres como adventure playgrounds (parques infantiles de aventuras) con fines terapéuticos, que nutrieron las imágenes de la posguerra de los cineastas del neorrealismo italiano.

La historia de la relación entre experiencia estética y juego en nuestra tradición occidental fue descubierta ya en Grecia por Platón y Aristóteles
A partir de entonces, se dedicarían a su diseño artistas como el escultor Isamu Noguchi y urbanistas como Aldo Van Eyck, quien llegó a construir más de 700 parques infantiles en Ámsterdam entre 1947 y 1978, frente a propuestas más rígidas, que aquí representa el modernismo de Le Corbusier. Trasunto que fue objeto de una reciente exposición en el Carnegie Museum de Pittsburgh y que aquí se extiende hasta los proyectos de arquitectura y urbanismo formulados por Cedric Price, autor del conocido Fun Palace, y el brasileño Waldemar Cordeiro, el grupo italiano de arquitectura radical Archizoom y el colectivo británico Archigram, que indagan en torno a un urbanismo flexible para el uso de los ciudadanos en los 60 cuando la noción de la psicogeografía de los situacionistas -heredera del deambular parisino de los surrealistas-, toma cuerpo en el aire de mayo del 68. Entonces, Henri Lefebvre publica El derecho a la ciudad. Un año en el que el propio marco disciplinario de la institución museo fue puesta en entredicho por el artista y activista Palle Nielsen, que con su proyecto Modelo para una sociedad cualitativa convirtió el Moderna Museet en un parque de recreo, entregándoselo a los niños, a modo de una nueva pedagogía que denunciaba el estado petrificado del arte. Otro proyecto mostrado aquí mediante documentos es el Eden presentado al año siguiente por Hélio Oiticica en la Whitechapel de Londres, a modo de elogio del ocio y de la pereza como motores de la creatividad y por tanto, de la posibilidad de llevar a cabo nuestros deseos.

En el recorrido que voy pespunteando, ya que se trata de una gran exposición con más de 300 obras muy bien hilvanadas por los comisarios Manuel Borja-Villel, Teresa Velázquez y Tamara Díaz respaldados por un comité científico, es en este momento cuando se produce una inflexión en la que el contraste entre la ilusión del porvenir y el estado actual sugiere el dictamen de un cierre de época. Y el juego se convierte en seriedad. Como demuestran grabaciones de movimientos micropolíticos desde los 70, la crítica lúdica, la parodia y la risa han continuado siendo señas de identidad de los grupos que en las primaveras recientes tomaron las plazas públicas, mientras debatían sentados en corrillo sobre tácticas para reanimar la democracia y la propia ciudadanía, pero que hoy se antojan tan pretéritas como el argumento historicista desgranado en la exposición. La calle, pública o no, nos aguarda afuera. Con las nuevas normas, la distinción entre ludismo autorizado y prohibido ahora es estricta. Tal vez haya que inventar nuevas fiestas, tal vez haya que recuperar la calle y las risas.

Antes de salir de la exposición, el museo nos ofrece sus dos mejores opciones: atender como público activo la impactante instalación del Mundo visible de Fischli & Weiss; y disfrutar del columpio de Vito Acconci, balanceándonos entre el rojo y el azul, una propuesta que se distingue y distancia de otras formas de encarar la cuestión del museo, lo lúdico y el parque de atracciones como, por ejemplo, la sofisticada "experiencia" de Casten Höller en el New Museum y las frecuentes muestras de videojuegos y otras combinaciones interactivas y virtuales.

Biblioteca Playground Un libro de cabecera es Homo Ludens (1938), del teórico holandés Johan Huizinga, que utiliza la teoría de juegos para discutir sobre su importancia social y cultural. Los hay clásicos como el Libro de los pasajes de Walter Benjamin, una filosofía de la historia del siglo XIX, y Textos de la Internacional Situacionista, que a finales de los años 50 unió a artistas e intelectuales para luchar contra la llamada "dominación capitalista". La idea de recreo no represivo la encontramos en Crelazer (1969), del artista brasileño Hélio Oiticica y la visión arquitectónica la aporta Rem Koolhaas con Delirious New York, un manifiesto retroactivo que retrató la gran ciudad, ya en 1978, como un universo mutante. Entre los títulos más recientes destaca el estudio Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana (2013), de David Harvey.