Image: Clara Montoya, al límite

Image: Clara Montoya, al límite

Exposiciones

Clara Montoya, al límite

Línea

30 marzo, 2012 02:00

Dulcinea, 2012

Galería Marta Cervera. Plaza de Las Salesas, 2. Madrid. Hasta el 26 de mayo. De 1.200 a 15.000 euros.

Clara Montoya lleva la escultura al límite en un ejercicio de experimentación en el espacio. Una acumulación de letras de neón y una corona de agujas de espejos son los materiales utilizados en dos piezas incuestionables que ocupan la galería Marta Cervera de Madrid.

La escultura, una de las formas de arte más difíciles, nos sigue abriendo campos de experiencia que no encontramos en otros medios artísticos. A medida que la imagen bidimensional se impone a través de las pantallas, de la fotografía y el audiovisual en todos sus formatos, gana en intensidad la confrontación corporal con las obras de arte volumétricas. Ahora tenemos en Madrid dos extraordinarias exposiciones escultóricas: la de José Pedro Croft en Helga de Alvear y la de Clara Montoya en Marta Cervera.

Clara Montoya (Madrid, 1974) se formó en Londres, Nueva York y París, donde reside desde hace años, pero ha ido mostrando su obra en Madrid: en la desaparecida Vacío 9 (2004 y 2007) y en la Sala de Arte Joven (2009). En este regreso nos trae dos rotundas piezas en diálogo y una serie de dibujos. Escultura y dibujo están indisolublemente ligados en su proceso de trabajo y ya antes había compaginado ambos lenguajes. Aquí, la asociación es muy oportuna, pues el eje argumental de la exposición es la línea. La escultura moderna, desde Julio González, le ha dado vueltas a la idea del "dibujo en el espacio", algo que Montoya hizo literalmente en una obra anterior en la que, con ayuda de equipo y software informático, perfilaba con una línea continua una forma en tres dimensiones. Estos dibujos, reproducidos en una ampliación fotográfica, derivan de aquel proyecto y pretenden -sin lograrlo del todo- mostrar cómo la línea tiene una consistencia matérica, una presencia física.

Sí son incuestionables las dos esculturas, que muestran la factura impecable a la que nos tiene acostumbrados la artista. Se trata de una ordenada acumulación, en equilibrio precario, de letras de neón protegidas por una urna de cristal, Dulcinea, y una "corona" de agujas de espejo que se expande desde una esquina de la sala, Muda. Son en varios sentidos opuestas: la sinuosidad frente a ortogonalidad, la incandescencia del neón frente a la frialdad del espejo, el lenguaje frente al silencio. La artista ha llevado ambas estructuras al límite de sus posibilidades de expansión en el espacio: un poco más y se derrumbarían, peligrosamente.

El comportamiento de las piezas en la conquista del espacio y de la atención del espectador es inesperada, pues la agresividad y las dimensiones de Muda quedan en parte neutralizadas al ser "ingerida" durante el día por el reflejo de las paredes blancas, de manera que, en cierta medida, lo reflejado en ella la hace desaparecer, mientras de Dulcinea se impone por la vibrante luz roja del neón, que se ve desde el exterior de la galería y cumple su función natural de reclamo del transeúnte. En ambas, el componente matérico es muy importante, pero repelen o prohíben el tacto. Hay algo de duchampiano en esta pareja -con esa Dulcinea llena de gas y el recuerdo de las aspas del molino- convenientemente incomunicada por un gran vidrio. En la noche, la interacción visual crece y el deseo -luz roja- se ve "agudizado" en las púas de espejo.