Exposiciones

Arredondo el maestro recuperado

22 mayo, 2002 02:00

Museo de Santa Cruz. Miguel de Cervantes, 3. Toledo. Hasta el 6 de junio

Tratando de Toledo, escribió Galdós que "la vida moderna no cabe aquí". No obstante, en el mismo tránsito del XIX al XX, un pintor amigo suyo, Ricardo Arredondo (1850-1911), junto con otro artista de su círculo, Aureliano de Beruete, se encargaría de hacer de la ciudad del Tajo un emblema de nuestra pintura moderna de paisaje, en el espíritu del regeneracionismo ilustrado, avivando el enfrentamiento entre tradición y progreso y preludiando el ideario estético de la generación del 98. Con todo, la figura de Arredondo quedó pronto eclipsada por el renombre de sus mismos maestros y compañeros (Carlos de Haes, Gonzalbo, Martín Rico, Fortuny, Casimiro Sainz, Vicente Cutanda) y ha llegado a nosotros envuelta en una capa de silencio y desdén, de los que la despoja esta antológica, proyectada por la Real Academia de Bellas Artes de Toledo, y producida por Caja Castilla La Mancha, con comisariado de Juan Pedro Muñoz Herrera y Félix del Valle.

La exposición deslumbra, de entrada, con la brillante demostración del extraordinario diseñador perspectivista -o de arquitecturas- que fue Arredondo. Lo prueban las preciosas series de dibujos que realizó para ilustrar la memorable edición de Monumentos arquitectónicos de España. En ellos asombran su captación del espacio y sus efectos de tridimensionalidad, subrayados por el colorido de la aguada, y su mezcla de factura realista y expresión romántica. Luego, la exposición se centra en documentar el interés de un pintor que supo desviarse del realismo pintoresquista de la generación del 68, estilo que le celebró el propio Fortuny y el norteamericano Robert Blum, para progresar en el paisajismo plenairista moderno, haciendo más libres y sensibles sus maneras, e interesándose por el paisaje de Castilla como clave de "lo genuino español" y eje de "la verdad" de su ideario. Posiblemente sus paisajes minerales del Tajo y sus vistas de Toledo desde la Vega Baja, en que el color se hace luz, atemperándose a la desnudez telúrica del territorio, constituyan las piezas mayores de esta antológica, que logra su propósito de ser una especie de necesaria expiación, devolviendo al pintor al lugar que le corresponde en la historia del arte español.