Grandes volúmenes de brillante color plata invaden el pequeño apartamento en el que vive una joven pareja con su hija de seis años, entorpeciendo sus gestos cotidianos más elementales. Marisa y Mario se golpean con ellos cada vez que encienden la televisión o abren el grifo para tomarse un vaso de agua. La niña, Beatrice, es muy pequeña y apenas alcanza a tocarlos, pero le dan un miedo atroz. Corre el año 1966, y estamos en Turín, una ciudad vibrante que ha pasado página tras los duros años de posguerra. El cuartel general de FIAT da trabajo y dinero a una ciudad que Germano Celant está a punto de situar en el centro del debate artístico internacional con su arte povera, ya se sabe, aquel producto infalible diseñado para hacer marca nacional, que de eso los italianos saben un rato. La historia es conocida. Una decena de hombres, entre ellos Mario, abandonan el taller para buscar en la naturaleza motivos formales e iconográficos con los que dar respuesta a las nuevas tendencias que afloraban en el mundo anglosajón.

Los volúmenes de aluminio que atestaban la casa de los Merz son obra de Marisa. Se llaman Living Sculpture, es su primer trabajo aunque ella ya no es tan joven, y coincide en el tiempo con Primary Structures, la muestra que el Jewish Museum de Nueva York organizó de la mano del legendario Kynaston McShine que hoy conocemos como el origen del minimalismo. Los artistas italianos se acogían al dinamismo imprevisible de la naturaleza como antídoto a las frías e imperturbables secuencias minimalistas. De haberlas visto, a la pequeña Beatrice le habrían parecido una canción de cuna al lado de las monstruosidades que hacía su madre.

Marisa Merz (Turín, 1926) fue la única mujer que formó parte —a su manera— del grupo de artistas de Celant. Hoy esto nos escandaliza, pero a Marisa ni le iba ni le venía pues nunca se declaró feminista, aunque estuviera inmersa en un ambiente profundamente machista. Ella tenía otro plan: hacer, hacer y hacer. Sentía devoción verdadera por Mario, cuya estatura física y artística era descomunal, aunque no había pieza que él firmara sin el visto bueno de su mujer, algo que no ocurría a la inversa, claro. La libertad de Marisa era ilimitada. Participaba en las exposiciones que se le antojaban y no cedió al paulatino encorsetamiento del grupo, cuyo lenguaje acabó manido y desdibujado con los años. La exposición que le dedica el Museo Serralves de Oporto revela a una artista mucho más preocupada por la coherencia de su lenguaje que por el compadreo ombliguista. Y se equivocan quienes afirman que sufría en silencio en casa, pues lo que hacía en sus largas horas de estudio en su hogar turinés -una reclusión deliberada- era construir discretamente un universo de una extraordinaria singularidad, que no es lo mismo, un mundo mucho más rico y complejo que el de muchos de sus colegas y en el que deslizaba sus inquietudes domésticas, las luces y las sombras de esa habitación propia en la que trabajó tantos años. Es en esa inspección del quehacer cotidiano lo que le separa de sus colegas, empeñados en no salirse del guión cuidadosamente diseñado por Celant.

La terca soledad de Marisa Merz

Entrevista con la comisaria de la exposición, Connie Butler

La exposición en Serralves se ampara en las características del espacio de Siza, con sus fuertes contrastes entre la luz artificial y la natural, y rehúye la cronología, un criterio ineficaz en la obra de una artista que no fechaba sus trabajos, que revisitaba piezas anteriores transformando su sentido y que armaba sus trabajos con materiales tan pobres que difícilmente se sostenían por sí mismos, desapareciendo sin dejar apenas rastro. A finales de los setenta, ya algo escéptica con la etiqueta povera, empezó a realizar sus conocidas cabezas, porque Marisa, en contra de lo que suele ser habitual, fue primero abstracta y luego evolucionó hacia la figuración. En la primera sala, centrados en el espacio, los triángulos de hilo de cobre, de 1975, ofrecen una progresión en su tamaño en sintonía con las secuencias Fibonacci de Mario, pero el trabajo con hilo de cobre de Marisa es de una versatilidad y libertad encomiables, lejos de la tensión matemática de su marido, y de una fragilidad que evoca la fugacidad de la vida.

Se imponen muy pronto los rostros, dibujados o modelados, autorretratos o no (se pintaría mil veces sin saberlo), que acaparan esta primera sala y la siguiente. En ellos se deslizan referencias a la historia del arte -hay una profundidad mística creciente, con repetidas alusiones a la Madonna- y a la mitificación de lo cotidiano y lo doméstico. En los rostros convergen la precariedad del material y la inmediatez en la ejecución. Si se esbozan con trazos trepidantes los dibujos, las esculturas nacen con estrépito del bloque de barro, que muchas veces ni cuece, pues no había mucho tiempo que perder. Son espléndidas estas esculturas, con el proceso que las hace posibles inscrito nítidamente en ellas, tal vez herederas de un Medardo Rosso y prefiguradoras de Thomas Schütte. En algunas, un levísimo gesto sirve para modelar la forma, cuencas apenas perceptibles de unos ojos o bocas que reconocemos sólo porque las bocas, por lo general, tienden a estar ahí. En otras aplica, no sin violencia, manchas de pan de oro o trazos con denso pigmento. Se exhiben sobre unas mesas de cristal realizadas por Mario y que Marisa dispone en espiral, una forma que vemos en multitud de dibujos. Es una sala rotunda la que habitan estas pequeñas cabezas; desprenden quietud, pero también una voracidad creativa que aún no se ha debilitado, pues cada mañana, a sus 91 años, pide ayuda para alzarse en un taburete y trabajar formatos que dan verdadero vértigo.

Vista de la exposición. Foto: Filipe Braga/Museo de Serralves

La sala de abajo muestra obras de primera época. Aquí cuelga, deslumbrante, su Living Sculpture, en un entorno ideal, rodeado de un gran ventanal. Detrás, el célebre bordado que reza “BEA”, en alusión a su hija. Como las citadas esculturas, en las que permanece visible el proceso de trabajo, el bordado acoge también las agujas con las que fue tejido, útiles de los que se sirvió reiteradamente y que subrayan cuanto de femenino y de doméstico tiene todo su trabajo. Y junto a ellas, el columpio de la niña. Quieren las tres piezas revelarse con cierta armonía en el inmaculado espacio de Siza, pero creo y prefiero ver, a la vez, cierto atolondramiento en su ritmo, como evocando su tensa y abigarrada convivencia en el pequeño apartamente turinés de los Merz. Al otro lado, la naturaleza mantiene un suave pulso con el tiempo. Si pueden visitar la exposición, salgan al jardín, rodeen el edificio, y acérquense a esta sala desde fuera.

No son pocas las voces que reclaman una reescritura del papel jugado por Marisa Merz en el arte europeo de las últimas décadas. Fue la única mujer en el ambiente masculino del arte povera, sí, pero en pocos observamos la venerable fortaleza de su conciencia estética y su incorruptible sentido de la libertad. Vivió y creó al margen de todo. A pesar de todo.

@Javier_Hontoria