Arte

Carlos Franco: Paisajes de fondo

13 febrero, 2000 01:00

Detalle de Serie "Comidas", Sin título, 2000. Tñecnica mixta, 252x139

Centro Cultural Conde Duque. Conde Duque, 9 y 11. Madrid. Hasta el 23 de abril

Carlos Franco debe estar harto de la historia, una historia del arte último en España que viene fijando el sentido y el alcance del conjunto de su obra -al igual que se hace con la de Alcolea, Pérez Mínguez y Pérez Villalta- con un criterio muy corto, miope, permanentemente fijo sobre su actividad inicial, de fundador de la figuración nueva, riente, narrativa y un punto pop "de los setenta". Es cierto que Carlos Francos (Madrid, 1951) con sus tres citados compañeros de aquella aventura y de aquellas exposiciones "de revulsivo" celebradas en la madrileña galería Amadís en 1971 y 1972, dirigida entonces por Juan Antonio Aguirre -que, junto con Gordillo, tanto influyó en el trabajo de ellos-, es una de las claves que componen aquel hito artístico, una auténtica inflexión, liberadora, en el proceso complicado del arte en nuestra escena cultural posmoderna. Pero no es menos cierto que, desde entonces, han pasado treinta años, y que la obra de aquellos juveniles pintores no sólo maduró, sino que se ha diversificado en concepto, en recursos pictóricos y en lenguaje. Por eso es de agradecer la visión "ahistórica" que nos propone esta exposición, una retrospectiva planteada con desparpajo por su comisario, Mariano Navarro, para presentar la pintura actual de Carlos Franco, la realizada en estos últimos cinco años, de espaldas a cualquier subrayado de significados previos. Se trata de una exposición que respira y transmite frescura, o sea, la lozanía acusada que caracteriza el trabajo en curso de nuestro pintor.

La práctica pictórica de Carlos Franco se desarrolla sobre tres referentes temáticos, sobre tres series respectivamente tituladas Harenes, Comidas y Paisajes. Ni siquiera son suites muy compartimentadas, sino que entre ellas se producen conexiones múltiples y solapamientos de imágenes e ideas. Atendiendo a esa diferencia en los asuntos, la exposición se ha estructurado en tres tramos. En el primero, dedicado a figuras y escenas de harén (reconsiderando la visión de Ingres), se imponen por su excelencia dos conjuntos de dibujos: unos, realizados a línea, se plantean como ambiciosas composiciones de figura, de contornos delicadamente concisos, que respiran un fuerte aliento clásico, muy puro y lírico (algunos recuerdan a los dibujos de Picasso de los primeros años veinte); otros, realizados a trazo, a pincel, son preponderantemente desnudos femeninos y están resueltos con una expresión de gesto muy acusada y muy sintética, abstrayendo casi por completo las formas. El segundo ámbito exhibe la serie más amplia, la dedicada a Comidas, integrada por muy diferentes composiciones de figuras dispuestas, a veces, en paisajes (con cita expresa al célebre Almuerzo en el campo de Edouard Manet), y, otras veces, incluidas en bodegones, de muy hermosa línea matissiana, en los que asimismo se encuentra alguna que otra cita a elementos emblemáticos (en especial, la calavera) de la tradición de nuestras vanitas. En fin, el tercer tramo se dedica al paisaje (género que, en el fondo, sirve de lazo de unión a toda la muestra). Preside este conjunto un cuadro de muy pequeño formato, con un paisaje (el que se divisa desde el taller del pintor) resuelto a la manera tradicional, naturalista. Ese pequeño cuadro se ha reproducido mecánicamente y se ha impreso (mediante plóter), cambiando considerablemente de escala, para servir de fondo común a un conjunto de pinturas de gran formato, las cuales presentan versiones muy diferentes a partir de esa única imagen paisajística. Lo más interesante de esta serie es que la imagen ploteada del paisaje inicial sirve al pintor para lograr que "la pintura" (lo ya pintado) se convierta literalmente en "lugar de la pintura", lugar sobre el que (física, además de conceptualmente) pintar. Se trata de un juego neobarroco, eso sí, "atemperado" por un colorido chirriante, fluorescente, cuyos efectos ópticos se destacan, a ratos (cada veinte minutos se cambia la iluminación), mediante el sistema de luz de que se ha dotado a esta parte de la exposición.

La formidable consistencia estructural de esta pintura se afirma sobre la calidad -y versatilidad- del dibujo. Carlos Franco se vuelve a mostrar de nuevo como uno de nuestros dibujantes esenciales, extraordinariamente rico en recursos, cuya singularidad en la manera de ver la forma hace que la obra resulte inconfundible. Al mismo tiempo se apoya en un conocimiento fecundo de los clásicos de la tradición y de la modernidad: junto a los referentes ya mencionados de Ingres, Matisse y Picasso, el espíritu de las bacanales de Cézanne vivifica muchas de estas propuestas, al tiempo que aparecen -más o menos fugaces- motivos y emblemas de la iconografía mitológica y sacra. Sobre todo ello, triunfa el color, un color rabiosamente libre y actual, "visto", sentido y hecho propio hasta lo inconfundible, que recuerda a Delacroix (otro referente claro de Carlos Franco) cuando decía: "dadme fango y haré con él la piel de una Venus, si me permitís tocarlo con los colores de mi paleta".