Imagen | Almudena Grandes: Esta novela cuenta un hoyo. En los años 50 no había esperanza de nada

Imagen | Almudena Grandes: "Esta novela cuenta un hoyo. En los años 50 no había esperanza de nada"

El Cultural

Almudena Grandes: "Esta novela cuenta un hoyo. En los años 50 no había esperanza de nada"

En 'La madre de Frankenstein', quinta entrega de sus "Episodios de una guerra interminable", la escritora centra la acción de su novela en un manicomio de mujeres

6 febrero, 2020 09:07

En junio de 1933, Aurora Rodríguez Carballeira entró en el cuarto de su hija, Hildegart, y la mató mientras dormía, disparando cuatro balas sobre su cabeza con un revólver. Culta, de buena familia, progresista y feminista, Aurora había creado a su propia hija, una niña superdotada que a los 18 años ya se había licenciado en Derecho, como una especie de experimento científico, un producto matriarcal que debía representar a la mujer revolucionaria. “Lo tenía todo –dice Almudena Grandes- y una enfermedad mental también”.

Cuenta la escritora que Aurora llegó a su vida el año que publicó su primera novela, Las edades de Lulú (1989). “Yo hacía lo que hacen todos los escritores primerizos que es ir a las librerías a ver cómo estaba mi libro y a ser posible a colocarlo encima de los libros de los demás”, bromea. En una de aquellas visitas descubrió El manuscrito encontrado en Ciempozuelos, de Guillermo Rendueles, que contaba la historia clínica de aquella mujer. Su relato le impresionó tanto que hoy, treinta años después, lo narra en su última novela. La madre de Frankenstein (Tusquets) es la quinta entrega de sus ambiciosos “Episodios de una guerra interminable”, después de títulos como Inés y la alegría, El lector de Julio Verne (2012), Las tres bodas de Manolita (2014) y Los pacientes del doctor García (2017). Ambientada en un manicomio de mujeres, ese "margen del margen" triste metáfora de la España del franquismo, en ella cuenta la historia de un médico que regresa de su exilio en los años 50, los años "sin esperanza", para trabajar en un psiquiátrico. Allí coincidirá con la célebre parricida y con una humilde enfermera criada desde pequeña en el centro.

Pregunta. Cuando publicó el último título de su serie comentó que sus novelas son ajustes de cuentas con el presente y no con el pasado. Con este presente que tenemos hoy en día, ¿siente que las cuentas pendientes son más amplias o se van mermando poco a poco?

Respuesta. Yo creo que tenemos un presente feo. Y tenemos un presente además que no tendría por qué ser tan feo. No hay tantos motivos. Pero la memoria sigue siendo un tema tabú en este país. En ese sentido, con independencia de la belleza o la fealdad del momento, mientras las cosas no cambien seguirá siendo un problema de ajustar cuentas con el presente y no con el pasado. En España tenemos un sector de la población bastante insólito, "enemigo de la memoria", que siempre dice que hay dejar de mirar el pasado. Y lo que no entienden es que la memoria no tiene nada que ver con el pasado, lo que tiene que ver con el pasado es la historia. La memoria tiene que ver con el presente. Es un ingrediente fundamental en la elaboración de la identidad.

"Aurora Rodríguez lo tenía todo. También una enfermedad mental. Era como una perversión. La mujer empoderada, la mujer nueva, totalmente pervertida por su trastorno mental"

P. ¿Y Aurora Rodríguez? ¿Era su cuenta pendiente?

R. Sí, porque yo llevo 30 años pensando en Aurora, dándole vueltas. Yo conocí a Aurora como asesina, claro, que es como la conocía todo el mundo. Pero en El manuscrito encontrado en Ciempozuelos encontré muchas otras cosas. Y me di cuenta de que como criminal se me quedaba corta. Había muchas cosas en ella que me parecían mucho más atractivas. Aurora era una mujer muy singular. Ella habría tenido todas las condiciones para convertirse en el modelo de mujer nueva que hacía falta en este país. Era muy culta, autodidacta y rica, con lo cual fue independiente y podía tener proyectos propios sin depender de nadie. Una mujer que no rehuía la actividad pública, que escribía artículos y libros, que formaba parte de asociaciones. Lo tenía todo. Y una enfermedad mental también. Aquello arruinó todo lo demás. Es como una perversión. La mujer empoderada, la mujer nueva, totalmente pervertida por su trastorno mental. Porque además, ella era paranoica y la paranoia es una enfermedad misteriosa, altera profundamente la compresión de la realidad pero no afecta las potencias intelectuales. Un paranoico puede tener un discurso perfectamente lógico, a pesar de que vive apresado entre las manías persecutorias y los delirios de grandeza. Yo soy consciente de que Aurora no puede ser una heroína porque es una asesina pero a mí me pareció más interesante ella que su hija. Sobre todo la encuentro al final, cuando esta mujer tan tremendamente soberbia, tan poderosa, tan empoderada, es completamente frágil.

P. Pero, ¿sabía desde el principio que formaría parte de uno de sus “Episodios...”?

R. Desde que empecé con la serie sí. Cuando acabé El Corazón helado pasé por una crisis, no sabía qué hacer porque después de una novela de mil páginas, ¿qué iba a escribir?, ¿una policiaca de 200 páginas? Eso quedaba muy raro. Y como no sabía qué hacer, hice tonterías. Escribí un guion de cine sobre la historia que luego fue Inés y la alegría que no me salió bien. Y luego reincidí en mi fracaso habitual que es la literatura dramática. He intentado ser dramaturga muchas veces. Es mi gran fracaso. Nunca lo he conseguido porque soy narradora y yo subo un personaje al escenario y le pongo a contar. Pero en el teatro no hay que contar. En el teatro tienen que pasar cosas. Entonces, después de un año y medio equivocándome acerté en cinco minutos y decidí que iba a hacer una serie de seis novelas. Aurora estaba ahí desde el principio. Estaba desde mucho antes porque desde el 89 le estoy dando vueltas. Una gran parte del argumento de esta novela, sus delirios maternales o la extraña relación que tiene con el psiquiatra viene de la obra de teatro. Por eso esta novela la he escrito muy deprisa, en comparación con otras.

P.  Como cita en su novela, ¿“el sueño de la razón produce monstruos”?

R. Siempre me ha inquietado muchísimo ese título grabado en Goya. En el dibujo original lo que parece es que hay un intelectual agotado, un escritor, alguien que se queda dormido y sueña con monstruos. Parece... Pero a mí me gusta más otra interpretación que es pensar que Aurora es un monstruo de la razón que sueña, ¿no? De la razón que se desvía, de la locura definitivamente. La locura produce monstruos.

"He intentado ser dramaturga muchas veces. Es mi gran fracaso. Nunca lo he conseguido porque soy narradora. Pero en el teatro no hay que contar. En el teatro tienen que pasar cosas"

P. Decide ambientar los años 50 de España y la acción de su novela en un manicomio de mujeres, ¿era una metáfora de la situación del país?

R. Esta novela cuenta lo que para mí es un hoyo. Los años 50 fueron años en los que no había esperanza. Los españoles que en los 40 habían soportado una represión salvaje, física, económica, de sentencias duras de cárcel y de trabajos forzados, tenían la esperanza de que los aliados iban a intervenir. En los años 60 ya se sabía que Franco se iba a morir en la cama y surgió una nueva oposición que fue la que luego lideraría la transición. Durante los años 50 había menos hambre, menos fusilamientos, los presos volvieron a sus casas pero no había esperanza. Ya se sabía que Franco iba a quedarse y no se veía muy bien por dónde se podía salir. Me pareció interesante entonces contar esa época que es tan dura, desde un manicomio de mujeres, desde el margen del margen porque, las protagonistas de esta novela son las últimas de la fila. Son mujeres y luego además enfermas mentales. Por definición era un lugar donde vivía recluida gente que no le importaba a nadie. A mí me parecía que para contar eso aquel lugar era ideal. Porque es un microcosmos en el que se condesa y se esencializa la atmósfera que se respira fuera. Porque además si los años 50 fueron difíciles para todos, si el nacionalcatolicismo hizo difícil la vida de todos los españoles, la vida de las mujeres fue más difícil todavía.

P. De hecho, dedica el libro a esas mujeres que vivieron aquellos años sin libertad, ¿no?

R. Sí. Fue una época en que la íntima unión entre la iglesia católica y el estado franquista, que es lo que generó ese engendro que realmente no es una ideología sino una seudoideología que llamamos nacionalcatolicismo, intervenía en la vida privada de las personas. Y hacía difíciles muchas cosas, muchos actos, muchos gestos cotidianos muy pequeños pero que son decisivos para que la gente sea feliz. En aquella época para las mujeres su cuerpo era un problema. Todo era pecaminoso. La manga corta o salir sin medias era pecaminoso, aunque en agosto estuvieras sudando la gota gorda... Tenías que tener mucho cuidado, ser como una especie de Gestapo de ti misma porque cualquier cesión a los impulsos, cualquier enamoramiento inconveniente podía acabar contigo para siempre y convertirte en una mujer arruinada, en un desecho social a la que nadie iba a volver a mirar bien y a la que nadie iba a respetar nunca. Gestos de los más elementales como darle la mano a alguien o besarle por la calle era peligroso. Leer novelas traducidas era peligroso. Leer en general era peligroso. Cosas muy pequeñas que tenían que ver con la forma de relacionarse de la gente. Eran tan peligrosas que España se convirtió en un país de silencios. Donde lo más seguro era estar callado. De gente desconfiada que no confiaba en nadie. Vivir así es muy duro. Es una variedad del terror. Convertía a los españoles y a las españolas en los peores enemigos de sí mismos. Ahogaba cualquier espontaneidad. Les obligaba a calcular previamente cada gesto que hacían y suspendían sobre la atmósfera un polvo irrespirable. Eso fue terrible para todos y para las mujeres fue peor.

P. Por suerte se ha avanzado mucho, ¿aún quedan cosas por conquistar?

R. Yo creo que las mujeres hemos progresado muchísimo. Es verdad que no nos han regalado nada. A mí me hace muy feliz ver que ahora es políticamente incorrecto que un hombre no sea feminista. No soy ingenua, sé que en muchos casos son declaraciones calculadas. Pero todavía habiendo avanzado tanto como hemos avanzado no hemos conseguido la igualdad elemental, que es la anulación de la brecha laboral. Estamos todavía en déficit. Y me hace mucha gracia cuando la gente dice: “Oh, las mujeres, es que os lo vais a quedar todo”. ¿Cómo que nos lo vamos a quedar todo? Si dos personas no ganan lo mismo por hacer el mismo trabajo, ¿de qué estamos hablando? Creo que además las mujeres de mi generación tenemos mucho mérito porque a nosotras nos educaron para vivir en un país que por fortuna cuando nos hicimos adultas ya no existía y nos echamos a la vida sin modelos. Para nosotras era impensable asumir el modelo de las feministas anglosajonas o italianas cuyas madres habían quemado sus sujetadores en la universidad. Cuando las chicas de los 60 quemaban sus sujetadores en la universidad mi madre no podía tener una cuenta corriente y no podía tener un pasaporte si no firmaba mi padre, con lo cual nosotras no teníamos modelo ninguno.

P. En La madre de Frankenstein habla de cómo el exilio, representado en su protagonista, Germán Velázquez Martín, supuso el desprecio por los avances científicos, imagino que sería algo más complicado cuando se trataba de la enfermedad mental, ¿no?

 R. Muchas veces en una novela los problemas acaban siendo oportunidades. A lo mejor no habría hecho falta que me complicara tanto la vida pero a mí me parecía que si yo hacía a un hombre que se ha formado en Suiza como Germán, que tiene un buen trabajo allí, volver a vivir a España a finales del 53 solo para ver a su madre no era verosímil. Entonces me compliqué mucho la vida para explicar por qué volvía. Gracias a eso me encontré con una trama secundaria, que luego fue una bendición, que son los Goldstein. Ellos me permiten indagar más en la condición del exilio y del destierro y en las implicaciones sentimentales.

"España se convirtió en un país de silencios, donde lo más seguro era estar callado. Convertía a los españoles en los peores enemigos de sí mismos. Ahogaba cualquier espontaneidad"

P. Y en la clorpromazina...

R. Sí, luego tuve la suerte de topar con la clorpromazina que se desarrolló en esos años, aunque no en Ciempozuelos, pero se descubrió  en 1952 buscando otra cosa. En ese sentido, Carlos Castilla del Pino ha sido fundamental para mí para crear a Germán e incluso a Eduardo Méndez y sus memorias han sido como mi guía. Él cuenta cómo en el 56 cuando el director del psiquiátrico de Jaén comunica unos resultados espectaculares con clorpromazina los catedráticos de la psiquiatría española se reían. Es curioso que en un psiquiátrico de provincias fuera donde obtuviera buenos resultados por primera vez. Yo lo he usado a mi favor. Además he estado muy cerca de Castilla del Pino hablando de ciencia, de cómo era la vida cotidiana en los psiquiátricos y cómo era la vida de los familiares de enfermos mentales. Él cuenta en sus memorias cómo a él le cambió la vida ver la resignación y la humillación de las familias de sus enfermos que venían andando desde los pueblos y dormían en un banco en la calle, sobrecogidos por una enfermedad que no entendían, que les dolía y que no sabían cómo arreglar, pero tenían fe en él.

P. Amparándose en la locura se hicieron muchas barbaridades…

R. En la novela se ve muy claramente la importancia que tuvo la psiquiatría franquista en la formación de la ideología nacionalcatólica. Las teorías de Antonio Vallejo-Nájera como la del gen rojo, que estableció que el marxismo era un gen vinculado a la debilidad mental, es decir, que todos los marxistas eran idiotas y que para mejorar la raza española era fundamental acabar con ese gen, en realidad le dio amparo teórico a una represión feroz y a una de las grandes aportaciones españolas a la historia de la infamia universal que fue el robo de niños. La psiquiatría podía actuar como un medio de control muy eficaz de la población. Los psiquiátricos españoles estaban llenos de mujeres de hombres que en un momento dado se cansaban de tener una mujer y querían irse a vivir con otra. Todas las chicas rebeldes o que no querían casarse, eran consideradas severamente desequilibradas.

P. Escribe que los segundones, ignorantes, mediocres en su mayoría, eran hasta peores que los fascistas, ¿es este el verdadero peligro?

R. Los mediocres y segundones siempre son muy problemáticos. Después de la guerra el problema fue la sangría de conocimiento, la sangría de talento descomunal de artistas, de creadores, de científicos que supuso el exilio. Los científicos de primera línea, igual que los creadores de primera línea, o se exiliaron o fueron recluidos. Hubo gente que no pudo huir pero les inhabilitaron de por vida por muy brillantes que fueran y les condenaron a vivir en su casa. Como dice José Luis Robles –uno de sus personajes-, les malograron como maestros y nos malograron a todos como discípulos porque no pudimos aprender de ellos. Los que ocuparon el poder fueron los segundones porque las primeras líneas se habían ido o precisamente por su brillantez estaban condenados. ¿Son peores que los fascistas? Hombre, es un psiquiatra inhabilitado el que habla, entonces sí, imagino que desde el punto de vista profesional lo fueron. ¿Ahora mismo los segundones son peores? Estamos en una democracia, y a mí me gustaría pensar que en una sociedad como la nuestra los segundones no tienen esa capacidad de medrar, aunque sé que muchos lo hacen, tan, tan exclusiva como lo tenían en una dictadura.

P. ¿Será su próximo libro, Mariano en el Bidasoa, la última entrega de sus “Episodios de una guerra interminable” o ha cambiado de idea?

R. No. Queda uno, uno que es el último. Está bien hacer cosas que tengan un principio y un final, no tiene sentido alargar algo indefinidamente. Desde el principio dije que iban a ser seis, que iban a acabar en el 64. Lo del 64 no es un capricho. Es un año en el que el régimen celebra los 25 años de paz pero además yo creo que la verdadera transición empieza justo en esa época. A mediados de los 60 es cuando los españoles descubren que hay otra vida y que hay otro mundo, que se puede vivir de otra manera. Los inmigrantes económicos se van a trabajar a Europa, descubren un modo de vida que no tiene nada que ver con el suyo, mandan remesas a España que acaban con la miseria, cuentan lo que ven y al mismo tiempo el turismo hace que en todo el litoral se empiecen a familiarizar con otros europeos que viven otras cosas. En ese momento yo creo que se acaba la autarquía, la autarquía moral incluso, se acaba la España encerrada en sí misma sin contacto con el mundo. Yo creo que en el 75 las cosas no hubieran sido tan fluidas si en el 65 no hubiera pasado eso. Esta serie por tanto se acaba en el 64 y hasta ahí me queda una.

@mailouti