Image: Juan Luis Moraza, museo republicano

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Exposiciones

Juan Luis Moraza, museo republicano

república

24 octubre, 2014 02:00

Vista de la exposición. Fotos: J. Cortés/R. Lores

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 2 de marzo de 2015.

Por fin se ha inaugurado la exposición de Juan Luis Moraza (Vitoria, 1960) en el Museo Reina Sofía. Ha sido un proyecto que se ha hecho esperar demasiados años, porque ya estuvo programado cuando Juan Manuel Bonet estuvo al frente del museo y quedó en suspenso con los cambios de dirección. Esta demora ejemplifica cómo se ha considerado o, más bien, no se ha considerado, a los artistas españoles de esta generación. Algo que, según se deduce del programa del museo para esta temporada, parece que se quiere resolver. Sin embargo, todavía queda mucho, demasiado por hacer.

Moraza ha sido, es y será un referente ineludible no sólo como escultor (él prefiere que se le califique así, aunque procura escapar de las etiquetas) sino además como docente (imparte clase en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Vigo), teórico (tiene textos imprescindibles como Ma (non é) donna (1993) y Ornamento y ley (1994) y comisario de exposiciones. Algunas de las más interesantes realizadas aquí en los últimos años son suyas, desde la que hizo con parte de la colección del propio Reina Sofía en 2010 titulada El retorno de lo imaginario, en un guiño al ensayo de Hal Foster que trataba sobre la emergencia de lo real, pasando por la que el Guggenheim de Bilbao le encargó en 2007 sobre la escena del arte vasco y para la que creó una cartografía que demostraba la complejidad del contexto y desmontaba algunos lugares comunes, hasta la que se acaba de clausurar en el museo Artium de Vitoria en la que, a partir de sus fondos, adelantaba algunas de las preguntas que se hace ahora, si no se trata de interrogantes que siempre han estado en su trabajo.

Titulada república, la presente exposición no es una retrospectiva al uso, aunque se han incluido obras desde 1974: un par de dibujos a bolígrafo (el de un poro de la piel del artista y el de una página de un libro de enseñanza de idiomas en el que juega con el texto), anteriores a su entrada en la Escuela de Bellas Artes y en los que se podrían presentir algunos de los asuntos que Moraza retomará después. En su inclusión insistió el comisario, João Fernandes, subdirector del museo, siguiendo una estrategia que recuerda a la que usó en la exposición dedicada recientemente a Hanne Darboven. Estos dibujos se muestran, en la que sería la sala central de la exposición, junto a otras obras de pequeño formato de muy distintos períodos que actúan como documentación, aunque, al final, transforman al espacio en un pequeño gabinete de las maravillas, haciendo que la exposición se contenga a sí misma.

A bruit secret (II), 2014

Esta decisión rompe con el recorrido lineal que es habitual en una muestra de este tipo y permite que la lectura se pueda hacer tanto de lo público a lo privado como de lo privado a lo público, o, siendo más precisos (porque el lenguaje sí importa) y utilizando la propia terminología de Moraza, que es también un escultor de palabras, desde la representatividad a la represencialidad, o, a la inversa, de la intimidad a la extimidad, como señala el plano de la salas sobre el que también ha intervenido el artista y que explica las diferentes secciones en las que se articula lo que finalmente se descubre como una reflexión, no sobre un sistema de gobierno, como sugeriría el título, sino sobre la propia idea de museo, tal y como el óleo Ceçi n'est pas une republique (2014), que alude al conocido cuadro de Magritte, parecería indicar. Es un museo de sí mismo. Tiene su propia bandera: un negativo cromático de la de la república española. Se trata de una bandera que sólo lo es cuando funciona la máquina de aire que la ondea porque mientras no lo hace, conserva su cualidad de pintura abstracta, como Jasper Johns ya evidenció en sus encáusticas con las barras y estrellas.

La exposición exige a los espectadores una participación activa, su implejidad, de implicación y complejidad, como se llama una de las instalaciones principales, una serie de puertas que pueden abrirse y cerrarse en las que los pomos reproducen los órganos internos de un cuerpo humano. Éstas resuenan en las esculturas que las acompañan que tienen mucho de sistemas de circulación o nerviosos y rechazan la ausencia del cuerpo que la (contra-) escultura minimalista quiso imponer a finales de los años 60. El cuerpo que Moraza propone, ese que está represente, es un cuerpo deseante, como los duchampianos moldes de besos (besos detenidos y transformados en joyas) parecen subrayar; cuerpos que no pertenecen a individuos, sino a dividuos, aquellos que se ven de dentro a afuera en las calaveras de bronce que cuelgan del techo de una de las salas, porque ya no hay un sujeto, sino muchos, tantos quizás como los reyes y reinas (no se ven peones) que llenan un tablero de ajedrez en otra de las salas.

Para Moraza el museo se convierte así en un lugar en el que se evidencian y pueden resolverse los conflictos entre el individuo y el colectivo, entre la pasividad y la participación (se puede votar en una de las urnas que se han incluido). Es un espacio en el que se deben encontrar, con sus derechos y sus deberes, los espectadores ciudadanos y el artista ciudadano, espectadores y artista que están construyendo allí mismo su subjetividad. El museo de Moraza es el museo como república, como la cosa (o la causa) pública.