Laura Fernández. Foto: Antonio Moreno.

La escritora y periodista publica hoy dos novelas: 'La chica zombie' (Seix Barral) y 'El show de Grossman' (Aristas Martínez).

¿Qué habría pasado si en vez de quedarse en su habitación, Gregorio Samsa hubiese ido a trabajar convertido en cucaracha? Laura Fernández (Tarrasa, 1981) se hizo esta pregunta y así dio con el argumento de La chica zombie (Seix Barral): una adolescente se despierta y descubre que está muerta, pero tiene que ir al instituto como si no pasara nada. Del libro manan a borbotones el humor y el excéntrico imaginario de la escritora y periodista -que conocimos con Bienvenidos a Welcome (2008) y Wendolin Kramer (2011)-, en el que encadena divertidas y constantes referencias a la cultura pop y la literatura estadounidenses. Pero la cosa no acaba ahí, porque lo estrambótico -marcianos admiradores de fracasados escritores terrícolas, naves-furgoneta...- llega a cotas intergalácticas con El show de Grossman (Aristas Martínez), el otro libro que publica hoy la autora.



Pregunta.- ¿Ser adolescente y ser un zombi son la misma cosa?

Respuesta.- Sí, cuando somos adolescentes todos estamos aún indefinidos y somos manipulables. Te miras al espejo y te ves como un monstruo, tu cuerpo y tu mente cambian y te tienes que adaptar a una serie de cosas, debes formar parte del grupo para sobrevivir. Y eso crea una desconexión con tu propio ser. De niño lo tienes todo más claro, eres más sincero contigo mismo. Eso lo pierdes en la adolescencia y lo recuperas cuando te haces adulto.



P.- ¿Su adolescencia fue así?

R.- Todos nos hemos sentido así. Tenía la sensación de estar controlada por mi entorno. Me gustaba mucho leer y la música, pero a la gente que me rodeaba no. Me sentía desconectada de ellos, pero tenía que fingir que era como los demás, era una incomodidad constante.



P.- Tiene un estilo ágil y directo, con frases cortas, muchas interjecciones y onomatopeyas. ¿Lo tiene ya bien definido o todavía lo está cincelando?

R.- Lo tengo ya definido. Cuando escribo siento que debo escribir justo como lo hago. Cada cosa que hago es un pequeño homenaje a cosas que me gustan. Las perfecciono y las hago mías. Por ejemplo, en este libro hay un homenaje a Carrie, de Stephen King, en el sueño de la niña en el que la madre se convierte en robot. La conversación que mantienen arranca de la misma forma.



Lo de las onomatopeyas parece de cómic pero en realidad son más como los "flop, flop" de Bukowski cuando hablaba de masturbarse. Es un recurso mucho más gráfico que una descripción detallada. También es porque me encanta la economía del lenguaje y llamar la atención del lector con fuegos artificiales constantes. Eso me vendrá del periodismo, supongo. Reconozco que puede cansar, pero a mí como lectora me encanta. La clave es que como todos los periodistas tengo poco tiempo libre, así que cuando escribo quiero pasármelo bien.



P.- La contraportada lo sintetiza muy bien: la novela es una mezcla de La metamorfosis de Kafka, Carrie de Stephen King y Grease. ¿Cómo se mezclan las referencias cultas y las populares en su obra?

R.- Unas y otras tienen el mismo peso. Para mi anterior novela, Wendolin Kramer, fue crucial ver Mujeres desesperadas para la construcción de las escenas. Y para este libro la mayor influencia fue La fiesta de Gerald, de Robert Coover, por su uso creativo de las cursivas, la locura y la rapidez con la que escribe. Soy una esponja y no me doy cuenta, he visto películas muy malas y leído libros muy malos y puedo usar recursos de todos por igual, no tengo prejuicios en ese sentido. Puedes rescatar buenos recursos de obras pésimas.



P.- Su imaginario bebe abundantemente de la literatura y de la cultura pop estadounidenses.

R.- Siempre he leído más novela traducida que española. Mi imaginario viene con el "demonios", "chiflado", "jodido"... toda esa jerga de traductor. Todo tiene que confabularse para que la ficción resulte verosímil. Si la acción transcurriera en Barcelona y los personajes dijeran "¡Demonios!" no sería creíble, pero transcurre en un instituto americano llamado Robert Mitchum y los personajes tienen nombres italoamericanos... Me gusta mucho jugar con las herramientas de la ficción. Escribo porque dejé de jugar con muñecos.



P.- El lanzamiento de La chica zombie coincide con el de otro libro suyo: El show de Grossman, una novela ilustrada de fantasía intergaláctica.

R.- Llevo bastantes años escribiendo paralelamente a mis novelas una serie de cuentos de marcianos de un planeta llamado Rethrick. Este iba a ser el quinto, pero me salió muy largo y en la editorial Aristas Martínez, que ya publicó uno de los anteriores en su compilación Black Pulp Box, pensaron que podría ser una novela ilustrada. Estas historias son la total libertad: hablan hasta los balones medicinales y los potros de gimnasia del instituto. Es muy Douglas Adams, en el sentido de que todo puede pasar, y hay varios planetas que se interrelacionan al estilo Futurama.



P.- ¿Qué papel juegan el humor, la ironía y el sarcasmo en su literatura?

R.- Son la base. Tanto de la literatura como de la vida. Hay dos maneras de enfrentarse a ambas: a través del drama o de la comedia. La segunda es la que menos duele. Cuando eres el primero en reírse de ti mismo, el mundo no es tan duro. No es necesario que la literatura tenga ese poso tan duro, tan serio, tan europeo. Lo descubrí cuando leí Duluth, de Gore Vidal, y a John Fante. Pensé: "¡Eso es, esta es la manera!". Hay que tomarse menos en serio para poder avanzar.



P.- ¿Se siente parte de algún grupo literario, de una generación con intereses comunes?

R.- No lo sé. Somos bastante distintos, aunque tenemos influencias parecidas. Después de aquel follón con lo de la Generación Nocilla, hubo una ruptura y surgieron voces muy distintas. Parece que hay una corriente que sigue más la tradición y otra que tomó el desvío del nocillero-mutante. No me siento ni de uno ni de otro, aunque más cerca de los que tomaron el desvío. La literatura canónica no es lo mío, eso seguro.



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