El Cultural

El jefe Gus Van Sant

2 noviembre, 2011 01:00

El canal Starz nunca se ha caracterizado por la calidad de sus teleficciones. Ni Spartacus ni Los pilares de la Tierra son de esas series que quiten el aliento. Uno no contaba con que el capítulo piloto de su última serie, Boss, estrenada el pasado 21 de octubre en Estados Unidos, pudiera albergar tantas promesas de calidad. Es sin duda uno de los grandes pilotos que recuerdo haber visto, con poco que envidiar a los de The Shield o Mad Men. Uno tampoco esperaba que el gran Kelsey Grammer, famoso por haber dado vida al memorable psicólogo Frasier Crane durante veinte años en las telecomedias Cheers y Frasier, pudiera ofrecer una actuación dramática tan compacta, tan detallista, tan intensa, quizá demasiado intensa para tratarse de un primer capítulo. De hecho, el arranque de la serie -que lo hermana argumentalmente con Breaking Bad- es un primer plano de Grammer escuchando cómo su doctora le describe los terribles efectos que va a empezar a notar en las próximas semanas -paranoia, alucinaciones, espasmos, temblores, pérdida de memoria...-, producto de una extraña enfermedad neurodegenerativa, lenta, irreversible e incurable, que ha puesto en marcha el contrarreloj de su vida: "¿Cuánto me queda?", pregunta. "Pueden ser tres o cinco años", responde la doctora fuera de plano.

Kelsey Grammer en Boss


Grammer interpreta al alcalde de Chicago, el ciudadano Tom Kane, uno de los políticos más corruptos en ocupar un espacio televisivo, casado con una mujer con quien apenas habla (Connie Nielsen), y padre de una hija (Hannah Ware) a quien no ve desde hace mucho tiempo. En apariencia, una nueva historia de redención personal a través de la recuperación del amor de la familia. O la historia de un dead man walking enfrentando a su última oportunidad en la vida. Como el Walter White de Breaking Bad, Tom Kane quiere mantener el secreto. Cualquier filtración arruinaría su carrera política. Ni siquiera sus más cercanos asesores, aunque empiezan a sospechar, conocen su estado de salud. Le respetan demasiado como para preguntarle. Y cuando lo hacen -su secretaria personal, Kitty O'Neill (Kathleen Robertson)- reciben una grosería por respuesta. En un primer y muy cínico discurso público, la serie establece su zeitgeist. Como en The Wire, como en The Chicago Code, Boss se sumerge de lleno y sin contemplaciones en las profundas aguas de la corrupción política. No se anda con rodeos. Parece haber nacido con la determinación de superar en complejidad los enredos políticos de The Wire, y de hecho es realmente asombroso el modo en que todas las líneas trazadas y todos los personajes descritos en el piloto llaman poderosamente la atención, despiertan un interés poco habitual, conviven con una suerte de armonía y equilibrio que generalmente no alcanza ninguna serie hasta su segunda o tercera temporada.

El creador de Boss es el guionista iraní Farhad Safinia (Teherán, 1975), del que sólo sabemos que escribió el guión de Apocalypto, de Mel Gibson. Este joven iraní es también el productor ejecutivo y el guionista de la serie. Pero la gran noticia, y la respuesta a muchos de sus prodigios, es que el capítulo piloto lo ha dirigido Gus Van Sant. El cineasta de Portland, que por lo que a mí respecta es el autor cinematográfico más importante de la primera década del siglo XXI -su tetralogía de la muerte no tiene parangón: Gerry, Elephant, Last Days, Paranoid Park, Restless-, hace notar su presencia detrás de la cámara. Esto, que en principio representa un atentado contra la transparencia estilística y claridad expositiva del medio televisivo, es en el caso de Boss un gran acierto. Las imágenes de la serie destilan una sabiduría fílmica especial, en cuyos parámetros las grandes interpretaciones, los ritmos precisos o la excelencia argumental sólo parecen los más mínimos y esenciales de los objetivos que se ha marcado. Quiere ir mucho más allá.


Obviamente, el Gus Van Sant que dirige Listen y Reflex (títulos de los dos primeros capítulos) no es exactamente el cineasta radical que reformula los vacíos y silencios de Antonioni, o el que recoge poéticas y experimentalismos de Bèla Tarr o Arthur Clarke para incorporarlos a su febril romanticismo, sino que está más cerca del cineasta que dirigió Mi nombre es Harvey Milk (2008), aquel que inyecta sobredosis de lirismo en las entretelas de una dramaturgia tradicional. En su primera experiencia televisiva, Van Sant se encarga de dejar señales muy claras de su paso por la serie, de la que también es productor ejecutivo. Lo detectamos sobre todo en un determinado sentimiento poético: esa cálida, anaranjada luz que con tanta intensidad ha sabido invocar la tristeza contemporánea de nuestros días, y con la que ilumina aquí varias escenas, o en algunas soluciones formales -una secuencia en un ático de Chicago que, con una ingeniosa economía narrativa, despliega la historia de poder y rivalidades de la ciudad-, o en los métodos subjetivos de percepción visual y sonora, con el expresivo empleo de planos extremadamente cerrados, sobre las pupilas, los dedos, las bocas de los personajes... Con apenas dos brochazos de montaje extrae un grave, insólito romanticismo a la historia secreta de dos personajes que, en manos de un realizador neutro, hubiera pasado desapercibida.

El piloto no es la mera y solvente ilustración de un guión extraordinario de talante shakesperiano, sino un modélico ejemplo de "televisión de autor", una serie que en su arranque se atreve a buscar poesía en sus imágenes. De las virtudes de Boss, paradójicamente, pueden resultar sus contrariedades. Quizá no sea bueno que prácticamente cada imagen y cada transición y cada recurso de montaje se haga notar, como si el director tuviera que estar por encima de los personajes o de la historia que está contando. Algunos podrán mantener sus reservas frente a una serie que en cierto modo se mira en un espejo ampuloso, que se toma con tanta seriedad -llamando la atención sobre cada gesto y cada segundo-, pero no cabe duda de que la teleficción ha cruzado muchas fronteras estilísticas en los últimos años, y que obviamente Van Sant no iba a dejar pasar la oportunidad de trasladar su poética del desconcierto existencial al medio televisivo, probablemente el canal creativo que con mayor gloria ha sabido tomarle el pulso a nuestro tiempo, incluyendo la música popular. Celebremos pues el alumbramiento de Boss, una serie tan determinada a forzar un poco más allá tanto los niveles de complejidad narrativa como los valores expresivos del lenguaje televisivo.