La confección de etiquetas para adornar y camuflar la esencia de lo que sucede es una de las características de estos tiempos tan mercadotécnicos. El asentamiento del vocablo posverdad no es más que una nueva manifestación de esta tendencia que proclama que la verdad ya no importa. De una forma más elaborada, el Diccionario Oxford, que la entronizó al elegirla como la palabra del año, la relaciona con “circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.


Al igual que otras voces modernas, hay que ponerla en contexto, ya que la posverdad puede tratarse tanto de una verdad hipotética como de una mentira rotunda, y en la mayoría de los casos, de lo que toda la vida hemos llamado una manipulación. Como la que dirigen hacia los madridistas, personas, programas, medios -y hasta las propias juntas directivas- en su propio beneficio. En la era de la posverdad proliferan los guardianes de una fe que no existe.


Porque el madridismo no es una religión ni tiene dogmas, por más que muchos se empeñen. Ni los presidentes son sacerdotes que dicten los principios de un credo ni los héroes se comportan siempre como deberían. Basta con echar un vistazo a la historia de los desatinos del club. O lo que es lo mismo, a manifestaciones y hechos desafortunados que a lo largo de más de un siglo han protagonizado presidentes, directivos, entrenadores y jugadores del club; desde declaraciones de Bernabéu a saltos de Mendoza, pasando por las continuas meteduras de pata de Mourinho, alguna tan lamentable que prefiero no recordarla.


Ya en tiempos más recientes, qué me dicen de Sergio Ramos, que no contento con interpretar en su momento una escabrosa renovación se permitió la osadía de manifestar hace unos días que “mi relación con Piqué es cada día mejor”. O de Cristiano, que tan pronto es aclamado por todo el estadio como puesto en cuestión por sus gestos y actitudes.


Por más que quieran ignorarlo, en la esencia del Madrid no está odiar ni renegar de nada ni de nadie. Tan absortos andan en sus soflamas y libelos estos populistas justicieros que apenas reparan en que el himno del Madrid, el primero de ellos, claro, habla de perder y dar la mano, “sin envidia ni rencores, como bueno y fiel hermano”. Es lo que se puede ver -a los eternos rivales saludándose como si tal cosa- en las grabaciones de fútbol de los años 50 y 60. Y lo que nos enseñaron en el club durante muchos años.


Aprendimos que, por encima de todo, están las personas. La sabiduría y el comportamiento de Raimundo Saporta fueron el mejor ejemplo. Sus gestiones hicieron posible que la familia de Kubala, retenida en Hungría, pudiera entrar en España, acción que el astro azulgrana le agradecería toda la vida. Preguntado respecto a este trabajo a favor del enemigo, siempre contestaba: “En mi vida he sido forofo ni antinada. ¿Por qué tengo yo que insultar u odiar a alguien? Las personas están por encima de las entidades.”


El Madrid es un gran club, para mí el mejor del mundo. Me siento muy orgulloso de formar parte de su historia. Y claro que cada uno puede entender el madridismo como quiera, faltaría más. Pero ya está bien de los torquemadillas populistas que tienen por afición anatematizar a diestro y siniestro en base a unos dogmas que no existen y unos principios que desconocen. Dejen de jugar con la historia del club y, sobre todo, con los sentimientos de los aficionados. Las personas son lo primero.