"Ya estamos en nuestra casa y nadie nos ha humillado, mientras ellos van de pie, nosotros todos sentados". Corría el año 1966 y entonces aún las pancartas se escribían en verso. Aquella sirvió para estrenar el Estadio del Manzanares que, a diferencia del Metropolitano, tenía butacas en todo el aforo. Un lujo para los campos de la época. Ya no habría que llevarse un taburete al fútbol para ver los goles de Collar o Ben Barek desde la gradona. A algunos esto no nos lo ha tenido que venir a contar la Señora Rushmore porque desde críos nos lo transmitían nuestros mayores. Los mismos a los que el club dice ahora homenajear con la designación del nombre para el nuevo estadio.

Lo hacen con otro spot, recurso al que acude esta directiva siempre que toca disimular algún disgusto. De aquel "añito en el infierno", estos lodos. Recurren esta vez a la imagen vintage de un grupo de atléticos haciendo lo imposible por ver un partido en el viejo Metropolitano, quizá como metáfora de la odisea que supondrá llegar al nuevo campo cuyos accesos ni están ni se les esperan. Qué importa eso si el amigo oriental ya ha asegurado un buen flujo de billetes. ¿Dinero para qué?. "¡Para que se quede el Cholo!", correrán a prometer los palmeros habituales.

General Ricardos, Pirámides, Melancólicos, Carabanchel, Arganzuela, San Isidro, el Sur de Madrid... Ya no es el exilio lejos de un ecosistema que ha forjado la ideosincrasia del club en los últimos 50 años. Ya no es que el segundo verso del himno invoque directamente al Calderón. Tampoco que la condición de piel roja en la que milita una afición orgullosa venga dada por el rechazo hacia el hombre blanco y por acampar junto a ese río. La renuncia de todo eso ya había sido asumida a regañadientes por el aficionado, despojado de cualquier poder de decisión hace ya demasiados años, los suficientes como para que la Justicia lo considerase prescrito.

Lo imperdonable es el hurto paulatino de la identidad que ha tenido en el escudo su última víctima inocente e innecesaria. Recurren sus ejecutores a otra trampa: alegar que a lo largo de los 113 años de historia el escudo ya había cambiado otras veces. Ellos prefieren decir "evolucionado", como los políticos cuando usan eufemismos. Obvian, eso sí, que llevaba desde 1947 sin tocarse. En esto del fútbol -la cosa más importante de las cosas que no importan- los símbolos son importantes. Y si de una cuestión estética se tratara, bastaría sustitiur el oso y el madroño por una foto de Úrsula Corberó (Miguélez).

Pero no es estética, sino sentimiento. Y ningún Consejo de Administración repleto de estudios en marketing tiene derecho a arrancar el escudo que la abuela cosió en aquella primera bufanda. Después vendrían muchas más, y camisetas y banderas y cromos de ídolos y tuercebotas ... pero siempre el mismo escudo, las mismas siete estrellas, las mismas ocho franjas rojiblancas. Ni las franjas han respetado. Lo que está en juego es ese camino de vuelta por el que saber volver siempre a la hora de reivindicar las victorias y también cuando toca refugiarse de las derrotas. Esa brújula a la que saber mirar siempre, casi como instinto de supervivencia, para recordar por encima de resultados que la mayor victoria es no ser ellos, sino nosotros. Ningún spot promocional será suficiente para sustituir esos códigos que ahora quieren enterrar en favor de intereses comerciales. Sería ingenuo dar la espalda a los dictámenes del fútbol moderno, pero eso no impide denunciar que los dirigentes del club se han pasado de la raya. Han actuado con premeditación y alevosía.

Imposible en un día como hoy no recordar a Luis -¿tan difícil era poner su nombre?-. Acordarse de aquel España-Eslovaquía en el Calderón, repesca de clasificación para el Mundial de Alemania 2006. Un cuarto árbitro despistado osó a pisar el escudo del Atleti que luce en la banda de los banquillos. Seguramente lo hizo sin darse cuenta. "¡Usted no pise ese escudo!", le gritó Luis. Si aquel árbitro no sabía dónde estaba, ya se había enterado. Esto no hace falta que nos lo cuenten tampoco en ningún spot, simplemente porque sucedió de verdad. Como aquella pancarta en blanco y negro que hace 50 años proclamaba que nadie nos había humillado. Hoy, en cambio, sí lo han hecho.