El fútbol es una bella locura en que siempre se imponen las emociones. Hay veces, pocas pero existen, en las que hasta el más forofo desea, aunque sea secretamente, que su propio equipo pierda frente a un rival menor. Este sábado un servidor sintió algo parecido ante la pasión de 20.000 alaveses que llenaron las calles de Madrid. El despliegue de sentimientos -alegría y humor desbordantes- y las ganas de aprovechar esta ocasión histórica que mostraron los aficionados vitorianos provocó que en algunos momentos de la final de Copa algunos culés animásemos tan irracional como fervorosamente a los jugadores del Alavés frente a los azulgranas.

Los alaveses y alavesistas (son cosas distintas pero equivalentes en esta ocasión) superaron en número y en animación a sus rivales. Sus gritos vehementes y sus cánticos perennes antes del partido desataron el optimismo de una ciudad y una provincia enteras volcadas con su pequeño equipo, con su "Glorioso". Imposible no empatizar con ellos. La única vez en la vida en una final de Copa. La diferencia de presupuesto. La abulia azulgrana por un título considerado menor por su hinchada. El sueño del débil que intenta vencer al gigante. La épica de David contra Goliat y esas cosas, ya saben.

No fueron solo esas metáforas manoseadas hasta perder su significado. Fue real. En la carpa alavesista, primero, y en los aledaños del Vicente Calderón, después, un enjambre de imágenes y recuerdos se arremolinaban en las mentes y zarandeaban los corazones de los aficionados vascos. Aquella alocada noche europea frente al Liverpool que se escapó con tan mala suerte. La larga travesía por la segunda división B. La reciente ilusión de los ascensos. Ese abuelo que refiere a su nieta las anécdotas del pasado. Esa pareja que se conoció en Mendizorroza entre ánimos al equipo. Esas familias enteras que llenaron los autobuses y cantaron durante todo el trayecto hacia esta cita con el destino. A veces en el fútbol ocurre que el esfuerzo, la valentía o el coraje reciben un premio aunque parezca inconcebible. Justicia poética, le llaman. Cundía la esperanza en una marea blanquiazul compacta y ruidosa. La hazaña era posible.  

Pero los 20.000 de Álava y sus once gladiadores no pudieron contra un jugador estratosférico que una vez más desniveló una final y demostró que es el mejor (del momento y acaso de la Historia) sin discusión alguna. Leo Messi decidió que la Copa del Rey tenía que ser para su equipo y decantó la balanza con un gran gol, una asistencia perfecta y otra jugada que acabó con el balón en el fondo de la red.

Messi celebra su gol en el Vicente Calderón.

Messi celebra su gol en el Vicente Calderón.

La catarsis azulgrana

La victoria de Messi frente a 20.000 alaveses no puede, sin embargo, nublar al barcelonismo. Mal haríamos pensando que ha sido una temporada decente en la que solo se ha fallado en momentos clave. Nada más lejos de la realidad. La temporada ha sido peor que mala, pese a este título balsámico con que se despide Luis Enrique. El conjunto azulgrana, que ya gana la Copa casi como por costumbre, necesita una catarsis futbolística.

En este equipo sobran cuatro o cinco jugadores que no dan la talla para jugar al más alto nivel. Son necesarios varios refuerzos para la medular, porque Busquets e Iniesta no son los que fueron y tienen la lengua fuera de cansancio y de tanto pedir ayuda a gritos. En defensa hace falta un central de garantías y los laterales no son precisamente los mejores del mundo. El juego ofensivo es más previsible que el final de una película de Steven Seagal. Apenas hay desmarques de ruptura y faltan más variantes que dificulten el trabajo defensivo de los rivales.

En suma, el nuevo entrenador, sea Valverde u otro, tiene mucho trabajo por delante para que el año que viene, por estas fechas, el Barça vuelva a pelear por la Champions, que es lo que demanda su afición. Sea quien sea el elegido como técnico, tampoco debe sentir miedo ante semejante reto, porque todo es más sencillo cuando en tu equipo juega Leo Messi, el gran Dios del fútbol al que tanto echaremos de menos cuando no esté. Perderle de vista será para los culés incluso más trágico que la dolorosa derrota que sufrieron los seguidores alavesistas.

La segunda (y más importante) catarsis

Y, hablando de dioses y tragedias, toca aquí detenerse, aunque sea durante solo un minuto de lectura -ese minuto que rara vez se dedica en los Telediarios a los equipos modestos-, en el ejemplo catártico que dieron los jugadores del Alavés y la marea blanquiazul que los acompañó. Se trata de un "ejemplo catártico" porque la actitud del equipo vasco y sus aficionados obliga a pensar, por puro contraste, en cómo es el fútbol moderno y en su necesaria pero improbable catarsis ("Efecto purificador y liberador que causa la tragedia en los espectadores suscitando la compasión, el horror y otras emociones", en la segunda acepción del DRAE).

Millones de euros provenientes de los derechos televisivos que sirven para construir presupuestos disparatados y elefantiásicos, un sistema de competición obsoleto -¿en qué quedó aquello de imitar a la Copa Inglesa?- que ayuda a cimentar la injusticia perpetua del pobre frente al rico, árbitros demasiado influidos por el ecosistema mediático y hasta político que los rodea y arcaicos dirigentes de la Federación acostumbrados a la poltrona y que coquetean con la corrupción. Todos estos problemas desembocan confusa pero indefectiblemente en la lamentable y perturbadora imagen de las gradas semivacías del Calderón.

Hoy solo se hablará de Messi. No habrá culpables de esa tribuna medio vacía. No podemos cambiar este sistema de cosas en el fútbol. Pero no está de más denunciarlo y ansiar ese cambio porque, como alguien dejó dicho y como evidenció esta final, lo mejor de los sueños es no tanto que se cumplan, sino haberlos tenido. Si algo demostraron los 20.000 vitorianos -purificadores y liberadores, al cabo- es que, contra lo que puede y suele parecer, no todo es dinero, injusticia o desvergüenza en el fútbol, sino que, como antes decía, siempre se imponen las emociones, que son tan poderosas que incluso vencen en las derrotas. Todas estas ideas se me agolparon justo al final del partido, muy cerca del estadio, cuando vi lágrimas caudalosas en los rostros sombríos de varios niños que se habían desplazado desde Vitoria hasta Madrid para ver el partido histórico de su Glorioso dentro de un bar.