El 7-0 de anoche en Barcelona empezó a gestarse el pasado mes de junio cuando Nuno Espirito Santo le pidió al propietario del Valencia plenos poderes en el área deportiva: además de entrenador, quería ser el responsable de los fichajes. Peter Lim accedió, y le cortó la cabeza a Francisco Rufete, lo que precipitó la salida de Amadeo Salvo, su valedor, como presidente ejecutivo.

Para pasmo de los medios de comunicación nacionales, que tienen por cateta a la afición valencianista, en la presentación del equipo hubo pitos para Nuno. ¿Cómo silban -se asombraban- al hombre que les ha metido en la Champions? Sospechaban los seguidores lo que acabó ocurriendo. Nuno dejó de ser el entrenador del Valencia para convertirse en el lacayo de su paisano y representante Jorge Mendes.

A partir de ese momento el tapete de Mestalla empezó a plagarse de veinteañeros, llegados en su mayoría de la liga portuguesa que, como es bien sabido, no se encuentra precisamente entre las más competitivas del continente. Y todos, a precio de estrella. Y todos, de la agenda de Mendes.

De la noche a la mañana, el Valencia se convirtió en la pasarela particular del agente de futbolistas más poderoso del planeta. De ahí al descalabro deportivo sólo había un paso. Cuando Lim abrió los ojos y prescindió de Nuno ya era demasido tarde. Pero su ignorancia en este negocio le llevó a fichar a su amigo Gary Neville: un hombre sin experiencia en los banquillos, que no conoce la Liga y que no habla castellano.

El Valencia, hoy, no es un equipo: es una colección de cromos de jóvenes promesas. En el campo no hay jerarquía y tampoco liderazgo, como corresponde a la plantilla más pipiola del campeonato. Era cuestión de tiempo que un rival solvente le pintara la cara. El siete a cero del Camp Nou no fue al Valencia; no al Valencia de Puchades, de Claramunt, de Kempes o de Albelda. El humillado fue el Valença do Mendes.