Esta semana, un rapero de 24 años -ingeniero, trabajador de una frutería- huía del país para no cumplir tres años y medio de cárcel por hacer canciones en las que, según indica la sentencia, enaltecía al terrorismo e injuriaba y calumniaba a la Corona. “Desobedecer es legítimo y obligación ante este Estado fascista. Aquí no se rinde nadie”, dejaba entrever en su último tuit Josep Valtonyc, antes de conocerse la noticia de la fuga. Hay quien apunta que el destino de su escapada ha sido Bélgica, estilo Puigdemont, pero esta información no ha sido confirmada por el entorno del joven. La Audiencia Nacional ya ha ordenado su detención internacional, el sector musical patrio anda volcado en la defensa del rapero -agitando sus armas: canciones, conferencias y conciertos- y el debate sobre la libertad de expresión se presenta más abierto que nunca, y sangra.

Valtonyc es el primer artista del siglo condenado únicamente por las letras de sus temas, pero no el primero de la democracia. En una España donde los ofendidos van haciéndose con el discurso hegemónico -y que arrastra un buen historial de música perseguida por sensibilidades ideológicas-, su caso presenta un feroz paralelismo con el del cantautor Suso Vaamonde, que experimentó una condena de corte similar por un verso problemático allá en los ochenta, con un Estado de Derecho que caminaba a gatas y en el que resonaban aún los vicios del franquismo.

En común tienen, primero, la defensa militante de sus lenguas: el rapero mallorquín canta en catalán y Suso lo hacía en gallego. Vaamonde nació en Pontecaldelas en el año 50, en un país de pensamiento y palabra única que aún tiritaba por las hambrunas y las miserias de la posguerra. El joven se agarró a una guitarra como quien se engancha a un mástil durante la tormenta perfecta, y a los dieciséis años comenzó a componer para pelear su voz propia y no dejarse avasallar por los años del silencio. Se dio a conocer en la antigua Asociación Cultural de Vigo y le dio por tontear con la movida roquera, así que acabó formando parte de grupos como Os Copens y Marco Balorento. 

Las coplillas de la memoria

En el 68 ya era integrante comprometido de Voces Ceibes, un colectivo dedicado a la canción social y de protesta en lengua gallega. Aquellos rebeldes núbiles se forjaron gracias al concierto en Santiago de Compostela que ofreció el cantautor en lengua catalana Raimon, que aún vive y discrepa: “En las canciones has de poder decir siempre todo lo que quieras”, lanzaba hace poco, a sus 77 años bien campantes, contemplando con agriedad el panorama. “No hay líneas rojas, porque si no la libertad de expresión se va al carajo (…) Esto no tiene nada que ver con el franquismo, pero cualquier sociedad con un gobierno autoritario puede parecerse a una dictadura”. Fue él quien inspiró a los chavales gallegos y les animó a organizarse.

Vaamonde, cada vez más empapado del nacionalismo de izquierdas de su patria chica -pero sin adscribirse a ningún partido político-, dejó en un segundo plano su vocación de letrista y se centró en musicalizar poesía gallega e ir recogiendo folclore popular para rasguearlo a la guitarra, como hacen ahora los catalanes Maria Arnal y Marcel Bagés. Es la reconstrucción con mimo de canciones que acompañan en el luto y en la fiesta, coplillas colectivas para recordar y abolir, para curar con saliva las grietas históricas. En junio de 1979, con Franco ya monitorizando el otro barrio, Suso Vaamonde -la barba poblada, los cabellos largos, la frente despejada- participaba en un recital antinuclear que se celebraba en la plaza de la Ferreiría (Pontevedra), y se arrancaba por su legendario Uah!: “Viva a Cruña, viva Lugo / Viva Ourense e Pontevedra / E que vaian pro carallo / os ladrós da nosa terra”. El público le acompañaba con palmas y cánticos, fascinado.

La problemática vino cuando se dejó llevar por las pasiones del directo y añadió una estrofa más a su canción, que, traducida, rezaba algo así: “Cuando me hablan de España / siempre tengo una disputa / porque si España es mi madre / yo soy un hijo de puta”.

Las consecuencias del verso prohibido

4.000 espectadores le corearon el texto -“que ni siquiera es suyo: se escucha con frecuencia en cualquier romería gallega”, defendió su madre- y un rebotado intentó agredirle. La Audiencia Provincial de Pontevedra lo condenó a seis años y un día de prisión por “injurias a la Nación, con publicidad”, pero no llegó a verse entre rejas. Se encomendó al exilio, viajó por Londres y Alemania hasta asentarse en Caracas. “La frase imputada en la sentencia no fue nunca pronunciada por mí”, alegó él. “Lo que ocurrió es que yo canté los tres primeros versos de la estrofa, dejando en el aire la continuidad de lo que no es otra cosa que el estribillo de una canción popular que, como ocurre con muchas canciones populares de Galicia, tiene una buena carga de retranca, de corrosión y sarcasmo”.

En su ausencia, su madre, Areceli Polo Crespón, reivindicó su figura allá en donde la dejaran, incluido en las cartas al director de los periódicos. Citaba los versos nacionalistas del poema Castellanos de Castilla, de Rosalía de Castro: “Castellanos de Castilla, tenéis corazón de acero, como peña el alma dura y sin entrañas el pecho. Castellanos de Castilla, tratad bien a los gallegos...”. Durante los cuatro años que pasó fuera de España, Suso nunca dejó de dar conciertos ni de recibir apoyo internacional, especialmente por parte de Portugal.

En el 84, cuando regresó a casa, se entregó a la Justicia confiando en que el nuevo gobierno socialista revisase la condena. Pasó 46 días en la cárcel de Orense, hasta que su antiguo compañero de Voces Ceibes, Xaime Barreiro Gil, que ya era senador socialista, consiguió hacer presión para que Felipe González le concediese el indulto. La fiesta de su liberación se canjeó en un recital poético y musical en la misma prisión en la que había estado encerrado. Volvió a resonar el “Auah, lalalailala...”, y aquella salvación de la canción prohibida llevó a Suso por cientos de tablas de dentro y fuera del país. Allí donde hubiese un pataleo, una flor con espinas, un verso fuera del tiesto. Murió a consecuencia de un cáncer, recién inaugurado un nuevo siglo que nunca le entendería.