Haruki Murakami.

Haruki Murakami. EFE

Sostiene Haruki Murakami que la diferencia que hay entre escribir una novela y un relato es que lo primero “es como plantar un bosque” mientras que lo segundo “se parece más a plantar un jardín”. Así lo manifiesta en el prólogo de la colección de cuentos Sauce ciego, mujer dormida (2008, Tusquets), en cuya primera frase se establecen sin rodeos las bases de la distinción: “Por decirlo de la forma más sencilla posible, para mí escribir novelas es un reto; escribir cuentos, un placer”. 

La comparación entre el bosque y el jardín no sólo sirve para subrayar la diferencia en cuanto al enfoque de ambas tareas literarias, sino también para referirse al esfuerzo dispar que éstas exigen a su autor: “Uno de los placeres de escribir cuentos —añade en el prólogo— es que no se tarda tanto tiempo en terminarlos. Generalmente me lleva alrededor de una semana dar a un cuento una forma presentable. (...) Escribir una novela puede parecer una tarea que nunca acaba y a veces me pregunto si voy a salir vivo del empeño”. 

Sin embargo, acaso por casualidad, en el propio paralelismo que se realiza con el bosque se esconde una de las principales características del Murakami novelista, por oposición al placer minucioso y esmerado de plantar un jardín: para el escritor japonés, una novela no necesita ser cuidadosamente sembrada y cultivada. Es como plantar un bosque. Basta con dejar que crezca.  

Es este rasgo tan reconocible de la escritura de Murakami, su estilo directo y sencillo, casi desnudo, su ausencia de labranza, el que más es destacado tanto por sus seguidores como por sus detractores para elogiar o depreciar su habilidad literaria. Una sencillez que tal vez llame menos la atención cuando la forma de la novela se encuentra con un fondo onírico o fabuloso, como ocurre con la mayor parte de la obra del autor, pero pasa a un primer plano cuando el relato carece de fantasía y se pega a la realidad, como sucede —excepción hecha, quizá, de Al sur de la frontera, al oeste del sol— con su única novela realista: Tokio Blues (Norwegian Wood)

En España, salvo La caza del carnero salvaje, que publicó Anagrama en 1992, toda la obra de Murakami ha sido publicada por Tusquets. La primera novela que la editorial colocó en el mercado español fue Crónica del pájaro que da cuerda al mundo en el año 2001. Le seguirían Sputnik, mi amor en 2002; Al sur de la frontera, al oeste del sol en 2003; y, por fin, Tokio Blues en 2005. El orden de escritura, sin embargo, fue casi el inverso. La primera de ellas que escribió Murakami fue Tokio Blues. En 1987. Hace ya treinta años. Y desde entonces jamás ha regresado al realismo. 

Entre lo mediocre y lo excelente

En una entrevista publicada en el diario El País en el año 2007, el autor japonés explicaba que Tokio Blues había sido “un simple experimento” y que no tenía interés en el realismo porque lo único que conseguiría escribiendo otra vez una novela así sería aburrirse. Resulta llamativo que su mayor éxito comercial, la novela que ha vendido millones de copias en todo el mundo y que lo colocó en el mapa de la cultura popular, más allá de los círculos literarios, haya sido la única que no se corresponde con su estilo habitual como escritor. A veces la buena suerte es sólo una extraña forma de mala suerte. 

Haruki Murakami es también traductor.

Haruki Murakami es también traductor. EFE

Ese estilo limpio, sin artificios, de Murakami es especialmente evidente en esa novela. Para muchos, esa forma de escribir es el resultado de un proceso de depuración literaria que ha conducido al autor de Tokio Blues a la excelencia. En el año 2008, Rodrigo Fresán escribía en el diario argentino Página/12: “Murakami es uno de esos contados escritores que, si bien han seducido a millones, siempre parecen estar dirigiéndose única y exclusivamente a quien en ese momento los lee y experimenta la extraña nostalgia de algo que no se vivió pero, de pronto, se recuerda”. De Tokio Blues se ha dicho también que Murakami parece estar escribiendo el libro a medida que uno lo va leyendo. Hay quien incluso lo ha comparado con El guardián entre el centeno, tanto por la similitud de estilo —un poco más atribulado, tal vez, en Salinger— como por la coincidencia temática. Una posibilidad que puede no ser casual, habida cuenta de que Murakami ha traducido al japonés la célebre novela de Salinger, así como otras obras de autores a los que considera sus maestros, como Raymond Carver, F. Scott Fitzgerald, Jack Kerouac o Kurt Vonnegut. 

Para otros, sin embargo, el estilo de Murakami es propio de un escritor mediocre, carente de literatura, y Tokio Blues una obra sobrevalorada en la que la ausencia del elemento fantástico, que lo permite todo y es tan habitual en sus demás novelas, obliga al autor a mantener la coherencia a base de retorcer la trama hasta lo inverosímil para que las piezas encajen. Sirva como ejemplo el planteamiento, generalmente tachado de pobre y arbitrario: un hombre aterriza en Hamburgo, escucha una canción de los Beatles y se acuerda de algo que le sucedió en Japón diecisiete años antes. No volvemos a saber nada de ese hombre. La novela consiste en su recuerdo. Sin que la canción tenga nada que ver con el argumento ni el paso de los años haya influido en la visión que el protagonista tiene de los hechos. Se nos relatan tal cual sucedieron. El narrador podría haberlos recordado diecisiete años después o a la semana siguiente. Sería indiferente. Una cosa es plantar un bosque y dejar que crezca y otra muy distinta es que la maleza se extienda sin orden ni previsión por donde a ella le dé la gana. 

Mi opinión sobre Tokio Blues tiene un poco de ambas posturas, no obstante. Hace poco, alguien me decía en Twiter que leer esa novela es una experiencia extraña. Pareces salir de ella como entraste, pero te deja un poso extraño. Me sucedió algo así cuando la leí por primera vez en 2005, el año de su publicación. Al terminarla, tuve la impresión de que no había en ella nada interesante. Nada que me llamase la atención. Sin embargo, produjo en mí una sensación agradable. Como esas comidas en las que no te encuentras con ningún plato brillante pero, por alguna razón, sales del restaurante con la idea de haber pasado un rato muy placentero. Tal vez no sean las recetas, te dices a ti mismo. Tal vez sea todo lo demás. 

Me resulta difícil considerar Tokio Blues una obra maestra, en cualquier caso. Por la misma razón por la que me resulta difícil no hacerlo. Tal vez sea en ese conflicto donde resida precisamente su encanto.