El escritor Wolfgang Hermann, autor de Despedida que no cesa.

El escritor Wolfgang Hermann, autor de Despedida que no cesa. Volker Derlath

Libros literatura paternal

Narrar la muerte de un hijo en el siglo XXI

En Despedida que no cesa Wolfgang Hermann expone un duelo con matices distintos a los de Cicerón o Mark Twain, padres y escritores de otros siglos que pasaron por lo mismo y lo contaron.

4 enero, 2017 03:09

Este no es el libro del año, es el libro de un hombre que llora. Wolfgang Hermann, autor de Despedida que no cesa (Periférica, 2016), explica en 106 páginas los días que siguieron al fallecimiento de su hijo adolescente, que murió de forma inesperada mientras dormía. La suya es una novela cuajada en la tristeza. “Fueron días sin luz. La luz era una gasa sobre las cosas, una gasa que asfixiaba todo lo que aún latía.” Así describe Hermann, autor de libretos para óperas, de varias novelas sin traducción española y profesor en Viena, el shock que experimenta cuando se da cuenta de que su hijo ha muerto.

Hermann ya había conocido otras muertes cuando despidió a su vástago, pero ese deceso se le presenta como una oscuridad constante. “Una vez rota, la luz del verano no volvía.” En los recuerdos de los paseos que hizo de noche con su niño por la montaña, la luna siempre está llena y siempre alumbra. Muerto Fabius, la única luz que arde en casa es la de una vela, un brillo de mentira, forzado, artificial, insuficiente. En cada párrafo construye Hermann un contraste formado de una sombra y un destello, un gajo de muerte y otro de lo que la muerte deja, que no es ya, aunque así se llame, vida.

Durante el duelo, el autor lamenta haber sido un padre ausente. Se acuerda de los años que su hijo pasó solo con su madre y él se limitó a ser padre sólo cada quince días. Hermann siente su pérdida como algo único, pero en realidad, la suya es una merma humana. No sólo porque antes la sintieran muchos otros en tiempos distintos y lejanos, sino porque la destrucción de un retoño atañe a la Humanidad en su conjunto. También Cicerón, Mark Twain o Víctor Hugo sintieron su angustia, pero lo que suena distinto en el austríaco son sus remordimientos: ¿Qué padre fui? ¿Qué hice por él? ¿Fui responsable? ¿Fui compañero de su madre o una carga? Puro siglo XXI.

El padre tierno

En un artículo sobre el impacto que tuvieron las teorías de Jean-Jacques Rousseau en los hombres instruidos de su tiempo, la historiadora de la Universidad de Leicester Claire Brock explica que fue entonces cuando se gestó la idea de una masculinidad en la que el hombre ideal es mitad acción, mitad sentimiento. “Una especie de superhéroe al que imitar.” Su análisis demuestra que es a partir del siglo XVIII cuando la palabra “tierno” (tender) aparece con más frecuencia en obras de la literatura inglesa para referirse al progenitor.

“Cultura de la sensibilidad”, dice la autora para referirse a lo que hace posible que se geste la figura contraria a la del padre autoritario. Así es como empieza a haber, en los libros y en las calles, padres que acarician, escuchan y comprenden, que contrastan con el modelo anterior (pero resistente) del progenitor que impone su ley aunque ésta perjudique a sus niños, y especialmente, a sus niñas.

Por eso, a las alturas en que escribe Victor Hugo, no extraña que cuando se le parte el corazón por la muerte de su hija, coja los cachos y los ordene, y convertidos en relato, los muestre al mundo sin guardarse nada. Leopoldine, embarazada, muere ahogada junto a su marido tras un accidente en el que ambos caen a un río. “Te he perdido, preciosa hija, tú, que hoy llenas mi destino con la luz de tu ataúd.” Lo dice en una de Las Contemplaciones, poemario en el que se referirá varias veces a la hija fallecida, a quien no puede evitar recordar cuando era niña.

“Ella tenía diez años. Y yo treinta;

Yo era para ella el universo”.

El hijo como razón de ser, como causa que ceba el yo y la existencia, empieza a dejar de ser exclusivo de las mujeres en el siglo XIX. Hugo ve en los ojos de su descendiente un reflejo generoso, un amor sin condiciones. Wolfgang Hermann, en su novelita breve y llorosa, define así lo que significó para él la paternidad: “Por primera vez estaba ligado a la tierra.” Y define al hijo como una estrella remota: “Que me hizo hombre.” Su condición de persona adulta y necesaria llega con el vástago y Hermann siente que al morir el chico, su existencia tiene ya menos sentido.

Sin palabras

Esa contingencia también la expresa Francisco Umbral en Mortal y rosa (Cátedra, 2007). “El suicidio es la única respuesta válida. Todo lo demás, el arte, la cultura, el pensamiento [...] no son sino falsas respuestas, suicidios diferidos.” Sus palabras recuerdan a aquella historia que relataba Michel de Montaigne en Ensayos Completos (Cátedra, 2003) sobre un rey egipcio, Psamético, que vio como hacían prisionera a su hija y mataban a su hijo y no gimió siquiera, pero que al ver a uno de sus siervos prisionero, se golpeó la cabeza y lloró sin consuelo. “Es que sólo este último infortunio puede expresarse con lágrimas, mientras que los dos primeros superan con mucho todo medio de poder expresarlos.”

No sirven los sollozos, ni las palabras y ni siquiera hay término para referirse al progenitor que pierde un hijo. Existen viudos y huérfanos, pero ningún vocablo para el padre que se queda sin descendiente. “Lo que no tiene nombre, no existe” es una frase exagerada, madre del nominalismo, que adquiere su peor sentido en la situación de Hermann, Umbral o Hugo. Pero los hijos mueren. Y aunque nada calma ese pesar, narrarlo ayuda.

“Es importantísimo escribir, dar nombre a mi hijo, porque, si no, sería su segunda muerte, a la que no estoy dispuesto.” Así hablaba el periodista Sergio del Molino de La hora violeta (Random House, 2013), libro en el que explica el último año de su hijo Pablo. Su texto, como el de Umbral, más que una novela es una crónica, no de la muerte, que nunca ocurre en gerundio, sino del tramo final de una vida precaria y corta donde puede verse a los narradores perder su condición de padres casi en directo.

Ninguno de estos autores parece escribir para entender sino para recordar y para que el mundo sepa que hubo un ser de sus entrañas en la Tierra. Tampoco precisan comprensión porque creen que no es posible. El suyo es un dolor diferenciador y es el revés de una frase que se dice sin pensar que pueda tener antónimo: “No sabes lo qué es un hijo hasta que lo tienes.” Perderlo separa al hombre doliente del resto de los hombres. “Tú sabes lo que sentimos, no así otros de nuestros amigos”, le escribió Mark Twain a su compañero Willian Dean Howells, cuando falleció su hija Susy.

No hay consuelo

Esa distancia es la que llevó a Cicerón a convertirse en el primer autor de la Historia en dedicarse a sí mismo una “consolatio”, género grecolatina que escribía alguien para una familia que había perdido a un ser querido. La obra, escrita por la muerte de su hija Tulia, no se conserva, pero sí las cartas que dirigió a su amigo Ático aquellos días: “Te aseguro que no existe consuelo parecido. Escribo diariamente sin parar, no porque haga algún progreso, sino porque durante ese rato me distraigo.”

El dolor de Cicerón era suyo y su hija, única. Por eso, nadie más que él podía escoger las palabras de consuelo que necesitaba. Tulia no era como otras hijas muertas, era su muerta. Lo mismo le pasó a Twain, que sobre el fallecimiento de Susy, dejó escrito: “Otros han perdido un hijo, pero no han perdido una Susy Clemens.” Nacen niños en el mundo cada día, miles, pero el propio es especial, distinto y exclusivo. Víctor Hugo también lo sintió de ese modo:

“Dios, las flores, los astros y los prados amaba,

era más un espíritu que una simple mujer.”

Masculino y débil

En este poema, “Hijo de la luz y de la sombra”, Miguel Hernández compartió el dolor por la pérdida del hijo con su esposa, pero no siempre sucede. Si el dolor de una muerte de este tipo divide a los hombres, también puede abrir brechas entre macho y hembra. Hermann, con extrema sutileza, va desgranando la relación que entabla con su ex pareja tras la muerte de Fabius. Poco a poco, ella va convirtiéndose en su madre, cuida a Hermann y lo protege porque él, se siente incapaz de superar la oscuridad que lo acecha. Se siente distinto y especial en su dolor.

También respecto a ella. Recuerda los momentos en que eran una familia, pero con la carne que crearon a medias ya putrefacta, ella no le sirve más que de muleta. Ese papel de hombre se ha dado siempre, pero en privado. Hermann expone su fragilidad y sus carencias sin pudor y con el alma abierta y no muestra ni finge una mayor fortaleza que la madre.

“Es vergonzosa tanta debilidad”, se dice y pone en duda, de soslayo, su masculinidad. Si el padre cuida y ama, el padre también sufre. ¿Y por qué no tanto o más que la madre? Es un rol que toma fuerza. Se vio en la serie de televisión The Killing, cuando los padres de una adolescente asesinada hablan de su hija muerta.

“Tú no puedes sentirlo igual que yo”, le dice ella a él, que furibundo, rechaza ese extra de amor y de pena que la madre se atribuye por haberla parido. Es un enfoque muy distinto al que muestra, por ejemplo, Mark Twain, ante la misma tesitura, quien aún reconociendo que está muerto en vida por la tristeza, asume que la aflicción de su esposa debe ser, por fuerza, mayor que la suya.

Ellos y el silencio

“Él nunca hablaba de esa muerte”, explicaba la actriz Patricia Neal sobre su ex marido, Roald Dahl y la hija que ambos perdieron a causa de las complicaciones derivadas de un sarampión. En la biografía que escribió Donald Sturrock sobre el autor galés se puede leer un pasaje casi telegráfico hallado en su diario y en el que Dahl describe cómo fue el camino al hospital para intentar salvar a su pequeña. Eso fue todo. Tuvieron que pasar veinte años para que pudiera decir y escribir algo con lo que recordar a Olivia: El gran gigante bonachón (Alfaguara, 2002), su libro favorito, el que le despejó la laringe para tratar el asunto y dar voz, de paso, a una campaña de vacunación para evitar casos como el que vivió su familia.

Otro autor al que le costó hallar las palabras fue al escritor israelí David Grossman, que en 2006 perdió a Uri, de 20 años, cuando un misil alcanzó el carro de combate en el que se desplazaba por el sur de Líbano. Cuando publicó Más allá del tiempo (Lumen, 2012), novela en la que habla de una situación parecida a la suya, dijo en ruedas de prensa y entrevistas que no era una historia autobiográfíca.

Pero es difícil no verlo en el padre protagonista que ha perdido un hijo y lucha contra la falta de luz (de nuevo la oscuridad) y de palabras. “Contigo se portaba bien el silencio, pero a mí se me aferraba a la garganta”, le dice a su mujer. “Si no lo escribo no lo entiendo”, suelta Centauro, el personaje con el que Grossman dice sentirse más identificado.

En futuro

“Desperté con la sensación de tener un trozo de carbón negro y gélido en el pecho.” Hermann no eleva el estado de ánimo en todo el libro. Su narración pone de manifiesto que la muerte de un ser a medio hacer resulta ilógica, antinatural, traidora. Ocurre porque se equiparan infancia y juventud con la vida y porque se dice, pero no se cree, que el tiempo no discurre en línea recta.

Despedida que no cesa es una aflicción constante, que sólo al final, casi en la última página, deja entrever un centelleo. Sucede cuando aparece Anna, la novia de Fabius. Es un “círculo de luz”, dice Hermann, como una llama. El brillo de la joven lo va despertando poco a poco y el lector, que se ha unido a su dolor durante cien páginas, se aferra a ese calor que ella desprende.

“Todos los niños dibujan igual porque el niño vive en el fondo común y feliz de la especie”, escribió Umbral. Y eso es Fabius, un brote cortado a destiempo, un muerto de todos, como de todos es Anna, es decir, la vida. Y al llegar a ese punto, es cuando Hermann se atreve a conjugar algún verbo en futuro.