Monumento al Mando de Bombarderos, en Londres.

Monumento al Mando de Bombarderos, en Londres. Royal Parks

Historia Memoria, historia e iconoclastia

Por qué derribar monumentos no es la solución: lo que enseñan los de la II Guerra Mundial

El historiador británico Keith Lowe analiza en un fascinante ensayo la memoria de la contienda y sus representaciones, que interpelan tanto al pasado como a una historia que sigue viva hoy.

23 noviembre, 2021 06:01

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Resulta casi una misión quimérica encontrar un enfoque genérico novedoso sobre la II Guerra Mundial. Los historiadores parecen ya haberlo dicho todo sobre la contienda y su desarrollo, a excepción de operaciones o detalles muy concretos. Pero hay algunos autores que siempre localizan un recoveco virgen, una historia a la que agarrarse y construir un relato cautivador y sorprendente. Keith Lowe forma parte de este selecto grupo: lo demostró con Continente salvaje, libro que describe el horror que inundó Europa tras el conflicto, y lo confirma ahora con Prisioneros de la historia (ambos editados en español por Galaxia Gutenberg).

Esta última es una obra mucho más íntima y está amparada en un síntoma del presente: el derribo de monumentos en todo el mundo como símbolo de protesta política, de debates identitarios. Lowe analiza veinticinco estatuas, memoriales, esculturas abstractas, museos y parques, edificios y pueblos en ruinas, tumbas y santuarios, murales o elementos arquitectónicos. Una selección personal que le permite hacer preguntas reveladoras e incómodas para evidenciar que todos ellos cuentan algo importante de lo que somos —o de quién nos gustaría creer que somos—, que interpelan tanto al pasado como a una historia que sigue viva y gobernando nuestras vidas.

La gigantesca estatua —85 metros de altura— de la Madre Patria en Volgogrado es un pilar más de la glorificación de la guerra que forma parte del programa de Vladímir Putin para forjar un nuevo espíritu de identidad nacional rusa; el Monumento al Cuerpo de Infantería de Marina en Arlington, Virginia, no responde a una simple reproducción de la mítica foto de Iwo Jima, sino a un sentimiento implícito en la nacionalidad estadounidense: que cuando uno de sus soldados clava la bandera en suelo extranjero no constituye un acto de dominación, sino de liberación; y el polémico Monumento al Mando de Bombarderos, en Londres, refleja a un grupo de héroes que parecen no tener nada heroico que hacer, es decir, se trata de un canto a la nostalgia al poder imperial que Reino Unido ha perdido.

Monumento al Cuerpo de Infantería de Marina en Arlington, Virginia, EEUU.

Monumento al Cuerpo de Infantería de Marina en Arlington, Virginia, EEUU. Wikimedia Commons

Lowe opina que los monumentos a la II Guerra Mundial están rodeados por una especie de marco mitológico que los protege de la ola de iconoclastia que ha ido arrasando otras partes de la memoria colectiva, aunque esa inmunidad parece estar llegando a su fin. El año pasado, en el marco de las protestas del movimiento Black Lives Matter, hasta la figura del propio Wiston Churchill, venerado hasta ahora como antítesis de Hitler, comenzó a cuestionarse.

"La generación que vivió la guerra y sus secuelas se está extinguiendo y los que vinieron después ya no tienen la misma devoción por esos eventos. Hay otras partes de la historia que consideran más importantes, como la esclavitud o el colonialismo. ahí es donde Churchill tiene problemas", explica el historiador británico a este periódico por correo electrónico. Él defiende que los monumentos son documentos de valor histórico que obligan a rendir cuentas con el pasado, que prueban que somos esclavos de la historia. Por ello considera "lamentable" derribarlos en aras de la política contemporánea:

"No creo que derribar monumentos sirva para promover una forma de recordar más precisa, lo que hace es eliminar un símbolo que nos incomoda. A veces pienso que es importante sentirnos incómodos y recordar algunas de las cosas más vergonzosas que hicieron nuestros antepasados. Pero dejar esos monumentos exactamente como están tampoco es suficiente, porque solo cuentan una cara de la historia. Lo que hay que hacer es coger algunas de estas estatuas y darles la vuelta, revestirlas de alambre de espino o rodearlas con contramonumentos que muestren la otra parte y cómo están cambiando nuestras actitudes. Cada vez que se hace algo así, la gente vuelve a mirar, hace preguntas, intenta comprender el pasado desde un nuevo punto de vista. Es una forma mucho más idónea de mantener viva nuestra historia", asegura. 

Víctimas y verdugos

Keith Lowe divide los veinticinco monumentos en cinco categorías conectadas entre sí: héroes, que muestran cómo nos gustaría ser; mártires, que recuerdan sacrificios y traumas del pasado que marcan el presente; monstruos, que proyectan todo lo que una sociedad debe rechazar y a lo que hubo que oponerse; apocalipsis, el testimonio de la destrucción provocada por la guerra; y renacimiento, los esfuerzos por restablecer el orden tras el caos y el horror. Ninguno de estos memoriales tiene un significado nítido, irrebatible. Todos atesoran sombras tanto por lo que muestran como por lo que ocultan.

"Creo firmemente que un exceso de martirio es mucho más peligroso que un exceso de heroísmo", opina el autor. "A diferencia del héroe, el mártir no tiene ninguna responsabilidad con nadie. Esa es la razón por la que algunos de nuestros políticos más maquiavélicos, como Viktor Orban, se esfuerzan tanto por cultivar un sentimiento de martirio nacional. Su Monumento a las Víctimas de la Ocupación Alemana en Budapest es un intento deliberado de hacer que Hungría parezca una víctima de Hitler en lugar de un aliado, que es lo que fue durante la mayor parte de la guerra".

Portada de 'Prisioneros de la historia'.

Portada de 'Prisioneros de la historia'. Galaxia Gutenberg

De este caso Lowe extrae dos verdades fundamentales de los monumentos: la primera es que no importa que se construya uno con un mensaje en mente, pues resulta imposible predecir cómo lo utilizará e interpretará el público una vez erigido; la historia y la memoria tienen la costumbre de evolucionar de formas absolutamente impredecibles. La segunda es que si se levanta con la intención de reescribir la historia, no funcionará. "De una forma u otra, al final la historia siempre te alcanza. Somos sus prisioneros", escribe.

Los argumentos del historiador británico, combinados con una poderosa narrativa que mezcla la crónica histórica, el diario de viajes, la crítica de arte y la psicología humana, son evocadores y reflexivos, incluso chocantes en algunos capítulos. Una de las ideas más perturbadoras del libro es que los monumentos dedicados a la memoria de las víctimas celebran inconscientemente a los perpetradores, como el propio Memorial de Auschwitz o el Monumento a las Víctimas de Todas las Guerras de Liubliana, dos paredes lisas y vacías que en realidad representan a los dos bloques allí enfrentados en 1945: los fascistas y los partisanos comunistas, que liderados por Tito ejecutaron a miles de enemigos después de tres semanas encerrados en campos de prisioneros.

Topografía del Terror, en Berlín.

Topografía del Terror, en Berlín. Wikimedia Commons

En Berlín, en lo que queda del búnker de Hitler —convertido en un aparcamiento— y de la Topografía del Terror —las ruinas del cuartel general de las SS y una exposición permanente sobre los crímenes de Estado—, Lowe ve dos excelentes metáforas del nazismo en la Alemania actual. El primero es un intento de liberar al país de su historia, y sin embargo siempre va a estar ahí, bajo la superficie; la segunda, una tentativa de derrotar al pasado encarándolo de frente. A ellos se suma el Monumento a los Judíos de Europa Asesinados. Según el historiador, esta abstracta propuesta no trae a la mente ni los fusilamientos en masa de Babi Yar ni las cámaras de gas de los campos de exterminio: "No es más que un elemento dentro de todo un paisaje de culpa", "de recordarnos no que todos los judíos han desaparecido, sino que todos los nazis han desaparecido".

"Es imposible crear un monumento perfecto", añade Lowe por email. "Cuando intentamos homenajear las vidas de las víctimas, la idea de los perpetradores siempre va a estar ahí, en el fondo. ¿Pero cuál es la alternativa? ¿No conmemorarlos? Eso tampoco estaría bien. Así que imagino que tenemos que poner de nuestra parte y convivir con las imperfecciones y contradicciones que inevitablemente surgen".

Tarea agotadora

Lowe, en otra sugerente propuesta, apunta que la risa sea quizá la mejor arma para protestar contra los monstruos sin necesidad de derribar sus estatuas. Para ello pone el ejemplo del parque Grūtas, en Lituania, un recinto temático que exhibe monumentos de Stalin y otros símbolos del poder soviético derribados tras la caída de las URSS y que fue construido por un excampeón de lucha libre. ¿Pero esta forma de abordar la historia no resulta frívola y banal?

"Por eso hubo mucha oposición cuando se abrió el parque en 2001", explica el historiador. "Estoy de acuerdo con que es mejor enfrentarse a la historia en toda su crudeza, pero también resulta agotador. Recuerdo que llevé a mi hija a Berlín, y tras dos días viendo monumentos de la II Guerra Mundial, placas conmemorativas y paneles informativos... ¡estaba completamente deprimida! A veces también necesitamos reírnos de la historia, darnos un respiro. Y si podemos mofarnos de un dictador, hay una especie de victoria en eso. Stalin estaba bastante feliz de ser un monstruo, pero se habría enfadado mucho al pensar que era una broma".

Escultura de una madre y su hijo muerto, en la entrada al Monumento a las Víctimas de la Masacre de Nankín, obra de Wu Weishan.

Escultura de una madre y su hijo muerto, en la entrada al Monumento a las Víctimas de la Masacre de Nankín, obra de Wu Weishan. CIPDH

Lowe también dedica varios de los capítulos a la memoria de la guerra —y su evolución— en Asia, desde el Monumento a las Víctimas de la Masacre de Nankín —en 1937, unos 200.000 muertos—, convertido en un pilar más de la rivalidad entre China y Japón por los recuerdos de su pasado colectivo —Corea del Sur ha apostado, en otro intento de utilizar el martirio como arma, por colocar delante de la embajada japonesa en Seúl una Estatua de la Paz que representa a una "mujer de solaz", una de las miles de esclavas sexuales explotadas durante la contienda por el país nipón—; hasta el negacionista santuario Yasukuni, que honra explícitamente las almas de criminales de guerra japoneses condenados por la justicia.

Un último monumento digno de reseñar del fascinante relato de Lowe, que debería ser de obligatoria lectura en la actual coyuntura iconoclástica, es la Cúpula de la Bomba Atómica de Hiroshima. Aunque esos hierros desempeñen el máximo exponente del victimismo japonés, los únicos adversarios a los que se mencionan, como en la Estatua de la Paz de Nagasaki, son "la guerra" y "la bomba atómica". "De este modo", reflexiona el historiador, "Japón no solo evade su propia responsabilidad sobre la contienda, sino que permite que sus anteriores enemigos evadan sus responsabilidades también. No es exactamente lo mismo que el perdón y la reconciliación, pero constituye la base de una nueva amistad que desde 1945 viene siendo muy fructífera para Japón y Estados Unidos".