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    Sorolla pintando a Clotilde con su vestido negro. Está en París en abril de 1908. Escribe a Clotilde nada más llegar a la habitación de su hotel. Son las nueve y media de la noche y Joaquín Sorolla le comenta a su esposa que está “reventado”, que no ha parado en todo el día. “Este París es un matacapacidades, los pintores se ven obligados a exprimir su última gota encerrados en sus estudios, rodeados de un medio gris, monótono, desagradable y feo, y necesitan forzar su talento buscando originalidad”, escribe. También fue al Louvre. Pero no le cuenta nada de lo que vio, ni si quedó impactado por alguna pintura. Prefiere extenderse en contarle que compró camisas y que fue a “mirar escaparates”. “He visto centenares de blusas preciosas, sombreros muy raros, trajes buenos, y millones de chucherías”, le cuenta.

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    "Trata de blancas, 1895". El camino al éxito de Sorolla parte de la clase más baja, del retrato del drama social, que es el asunto en auge en París, gracias al naturalismo. Él se adapta. Durante 13 años sólo hay madres infanticidas, pescadores en plena labor, trabajadores heridos, prostitutas, malformaciones infantiles. Hasta que en 1906 expone en la capital francesa y acomoda su habilidad a los gustos del mercado. La jugada le sale perfecta. Nunca más volverá al drama. Desde ese momento su pincelada suelta y segura, su colorido atrevido se dedicará a la burguesía como hizo entre los más desfavorecidos: con rigor y atención a sus modos, sus hábitos y sus vestimentas. Quiere la verdad, aunque termine por preferir la verdad acomodada.

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    "Mis hijos, 1904". Los tres hijos del artista reunidos en la penumbra de su estudio. Joaquín, de doce años, es el único que está de pie, de frente al espectador, con gesto serio y las manos metidas en los bolsillo de sus pantalones bombachos. Está algo adelantado de sus hermanas, ambas vestidas con trajes y lazos de un rojo brillante. María, la primogénita, tiene 14 y está sentada detrás de su hermano. Elena tiene nueve y descansa en un sillón, aburrida.

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    “Clotilde y Elena en las rocas. Javea, 1905”. Este verano fue importante para el pintor. Es el momento en que madura y desarrolla todo su potencial como pintor. Es el sitio con el que sueña para pintar, le gusta el cabo de San Antonio por su color rojizo y su paleta crece hasta límites insospechados. Es el verano en el que está preparando su primera exposición individual en París, en 1906, y pinta 65 obras entre pequeño y gran formato. La blusa de Clotilde, que trepa con elegancia por las rocas, y el vestido de Elena son blancos, el color preferido por Sorolla para pintarlas frente al mar.

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    “Clotilde con traje negro, 1906”. De todos los retratos pintados por Sorolla a su esposa éste es el que reúne los valores más exquisitos de las cualidades del pintor en el momento culminante como retratista. 'Clota' viste con un traje de noche de raso negro, con hombros abullonados y bocamangas transparentes de tul, que acusa la delgadez de la figura al ajustar extremadamente su estrecha cintura, adornada con una gran rosa amarilla. El dominio del negro es absoluto. El cuadro lo compró inmediatamente el Metropolitan Museum de Nueva York.

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    “María en La Granja, 1907”. La hija mayor de Sorolla, vestida de blanco, se apoya en una sombrilla cerrada. Ha pasado muchos meses recuperándose de una tuberculosis, en los montes del Pardo y continuó la convalecencia en La Granja, mientras su padre pinta a los reyes. Los árboles no se ven, pero se adivinan por las sombras que proyectan sobre el vestido vaporoso y el sombrero con cintas negras. María pierde la mirada en el infinito. Los retratos al aire libre o “al sol libre”, como los llamaba, son una de las facetas más llamativas y particulares del pintor.

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    “Idilio en el mar, 1908”. Otro prolífico verano en la vida artística de Sorolla fue el de 1908. El artista ensayó en esta obra en gran tamaño el motivo del desnudo de niño en el agua, que luego ampliará en una de sus obras más conocidas, Chicos en la playa. Ya plantea una visión desde arriba, con los cuerpos al sol y el mar cubriéndolos. El del niño, desnudo; la niña, no. La pintura está muy diluida. La voluntad del artista es captar a plena luz la espontaneidad de los cuerpos infantiles. En el de la chica destaca el juego de los paños mojados y de un cuerpo (delimitado) más expresivo que el rostro (difuminado).

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    “Antonio García en la playa, 1909”. El suegro del pintor descansa en la playa valenciana vestido de blanco, con bastón y canotier. Es el retrato de un caballero burgués, vestido tal y como paseaba con él cuando le hacía compañía en sus jornadas de trabajo en la playa. Con su pulcro traje de verano, descansando a la orilla del mar en una mecedora, con las piernas cruzadas. Sorolla lo observa desde un acusado escorzo y monta el fondo de la playa con un gran tapiz de bandas de luz y color. La línea del horizonte desaparece, para concentrar el juego cromático del blanco del traje con la arena y el agua.

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    “Paseo a la orilla del mar, 1909”. Tras el éxito de su primer viaje a los EEUU, Sorolla regresa a Europa acompañado por sus dos hijos mayores y su mujer. Ese verano lo pasarán de nuevo en la playa del Cabañal, donde pinta uno de sus cuadros más significativos, este paseo a la orilla del mar. Se siente capaz de abordar y resolver cualquier efecto lumínico, cualquier encuadre por inverosímil que parezca. Es el colmo de la intimidad burguesa: pasear cerca del mar. Sorolla es el testigo de la intimidad de la clase acomodada que está en auge, que crece y arrastra con ella el lujo del arte. El pintor produce sin descanso para una clientela con hambre de demostrar su clase, sus hábitos y el vuelo de sus faldas evasé. Velos y gasas se arremolinan entre las pamelas y los parasoles brillantes.

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    “Bajo el toldo. Zarauz, 1910”. En lugares como Biarritz, San Sebastián o Zarauz se dedicó a captar el ocio más distinguido del que también participa su familia. Siempre ellos. La moda los atravesó. Eran los mejores representantes de su tiempo. Los hizo actuar para él y sus visiones, que alimentaban la posibilidad de formar parte de esa clase social a la que no dejó de mirar. Él era uno de ellos, no su retratista. Bajo el todo de Zarauz es la mejor obra que pinta ese verano y es adquirida inmediatamente por The Saint Louis Museum of art. Pagaron 4.000 dólares por él (haciendo el artista una rebaja del 25% por ser un museo). El encuadre de la obra es absolutamente fotográfico, espontáneo y fresco. La naturalidad con la que se cuela la luz y la brisa en los vestidos de las tres protagonistas. Es la representación mayúscula de la sociedad elegante de las playas del Cantábrico.

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    “Sevilla. Los nazarenos, 1914”. Forma parte del encargo del magnate Archer Milton Huntington, que acordó con el pintor la decoración de la Hispanic Society of America en Nueva York, con una serie de escenas de tipos españoles haciendo hincapié en los trajes folclóricos y paisajes de las provincias. Visión de España recoge una amplia variedad de facturas y efectos pictóricos en lienzos sueltos. Sorolla resume el sentido de lo castizo, de lo característico de la vida española contemplada desde un punto de vista exótico. Una visión para extranjeros. Estuvo en la Semana Santa de 1914 en Sevilla para recoger los motivos visuales y bocetos que llevó al lienzo. Sorolla utilizó la túnica negra de los Panaderos por la relevancia de la cruz de Santiago para la cultura española. El tratamiento de las túnicas de los penitentes es el protagonista absoluto.