Fernando Suárez, rector de la Universidad Juan Carlos, el día de su toma de posesión.

Fernando Suárez, rector de la Universidad Juan Carlos, el día de su toma de posesión. Efe

Creo que el mejor símbolo de este loco, loco 2016 es el reciente desenmascaramiento del rector plagiario. Porque a pesar de nuestro justificadísimo desprecio por este deleznable impostor (cuya audacia lo llevó incluso a copiar al propio presidente del tribunal de su tesis), creo que todos los adultos de hoy tenemos espíritu plagiario y nos podemos ver retratados en la figura inquietante del rector.

¿Pero qué quiero decir con “espíritu plagiario”?

En la nota 304 del mejor libro que se editó en 2016 en España (la reedición por el aniversario de los 20 años de 'La broma infinita' de David Foster Wallace ) se afirma lo siguiente: “Los plagiarios congénitos ponen más esfuerzo en camuflar sus plagios que lo que les costaría escribir un trabajo conceptual desde cero. Por lo general, los plagiarios no son tan holgazanes como un tanto inseguros navegacionalmente. Les cuesta navegar sin un mapa detallado que les asegure que alguien ha pasado antes por allí”.

En este apunte sobre la psicología del plagiario, Foster Wallace señala en verdad un drama universal: que nuestra dificultad para escapar de la repetición no reside tanto en la falta de ideas nuevas, como en la falta (o la imposibilidad) de confirmación previa de la viabilidad de esas ideas. En cierta cobardía ante lo oscuro y en un exceso de reverencia ante lo claro.

Mapas de la vanguardia

Tampoco es fácil aceptar lo que las palabras de Wallace suponen (y que desde luego él mismo intentaba poner en práctica con esa extrañísima, exageradísima ¿novela? de 1.300 páginas): que es posible andar sin mapas, ir por delante, a la vanguardia, haciendo nuevos mapas a medida que se explora el terreno.

Entendiendo al carácter plagiario de esta manera (más inseguro que holgazán), ¿no deberíamos ponernos todos nosotros en la foto junto al rector desenmascarado? Cuando digo “todos nosotros”, digo los irreversiblemente digitalizados, abandonados ya casi del todo al goce de lo retro, de lo vintage, de la re-versión de la versión, del remix del loop re-sampleado del cover, atrapados en el comentario del comentario de la glosa de la cita, con todo el pasado disponible, ahí, acá, a muy pocas pantallas… ¿no nos hemos vuelto por sobre todas las cosas (más que plagiarios, más que holgazanes, más que aburridos) navegacionalmente inseguros? Felices y paralíticos herederos de demasiados mapas preciosos.

Lo más notable en el caso del rector no es la evidencia de lo fácil que es plagiar con el “corta pega” (cosa que todos ya sabíamos), sino lo fácil que es descubrir esos plagios gracias a la digitalización masiva de documentos con buscadores incorporados. Lo fácil se ha convertido en peligroso. El plagiador cada vez tiene menos seguridad, o menos posibilidades de huir de la inseguridad navegacional. Puede incluso que sea hora de escribir algo nuevo.

Dejemos de adorar

Quizás 2016 haya sido un límite para nuestra ya compulsiva sumisión al pasado y al “espíritu plagiario” que está contenido en ella. Quizás la loca acumulación de muertes de héroes culturales del siglo XX (Bowie, Alí, Prince, Cohen, George Michael, la Princesa Leia) con todo el lloriqueo que desataron y esa continua sensación de despedida constituyan un potlach final sigloveintero para que dejemos de adorar lo que acaba de quedar atrás.

Y quizás también debamos asumir, en otras dimensiones, que el futuro no está escrito en el pasado: los grandes “terremotos” políticos de 2016, el Brexit, el triunfo de Trump, la acumulación de atentados terroristas y la intensa sensación de incertidumbre general que todo ello genera requieren que veamos algo más que una “repetición de 1914” o un “reflejo de los años treinta”.

Tampoco hay tantos fascistas, nazis o comunistas en el mundo como a veces parece tranquilizarnos creer. Quizás (¡ojalá!) ya no tengamos más remedio que asumir nuestra inseguridad navegacional, abandonar el “corta y pega”, salir a ver qué hay de nuevo y aprender a navegar sin mapas en medio de las tempestades más dementes.