La reina y las damas en las fiestas 2025 de San Esteban de la Sierra.
Cristo y toro en San Esteban de la Sierra: esencia festiva de pueblo
Con nutrida asistencia de público, este pueblo serrano concluye sus fiestas y da paso a las vendimias.
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Finaliza este dulce verano, cuando las cigarras aún sostienen con terquedad su canto en los ribazos, volví a San Esteban de la Sierra. La tierra olía a higo maduro y a mosto reciente, y el río Alagón bajaba lento, como si también él aguardara la fiesta. Nada se parece a la emoción de los días del Cristo y del toro: una mezcla de fervor y desvarío que solo un pueblo de piedra y memoria sabe custodiar.
Las campanas de la antañona iglesia, repicando con un eco que se enreda en las laderas, son la primera señal. Los vecinos, muchos de ellos regresados de lejos, se miran con esa complicidad antigua que no necesita palabras. Es tiempo de volver a ser comunidad.
En la procesión, la talla del Cristo, humilde y serena, se desliza por las calles estrechas, rozando balcones que se visten de colchas bordadas y adornos de bordado serrano. Huele a cera, a tomillo y a respeto. A cada paso, se siente la hondura de una fe que no se anuncia en proclamas, sino en gestos sencillos: la lágrima contenida de una anciana, el rezo callado de un hijo que regresa.
San Esteban de la Sierra celebra sus fiestas 2025
Pero la solemnidad no lo ocupa todo. Tras la misa, el pueblo se transforma: la plaza se hace escenario, el vino corre ligero y los pasodobles levantan sonrisas. El aire cambia de piel cuando llega el turno del toro. No es una corrida grandilocuente ni un espectáculo de luces; es un rito antiguo, casi tribal, donde el toro y el hombre se miran de igual a igual, con respeto y con miedo.
El animal cruza la empedrada plaza improvisada, y cada carrera suya parece un relámpago oscuro. Los mozos, algunos con más arrojo que juicio, lo esperan con el pulso en las sienes. No se trata de vencer, sino de probarse, de medirse con lo inevitable. Como ese temerario torero que llega del sur, concretamente de Chiclana vestido de corto oliva.
Al caer la tarde, cuando el toro ya es recuerdo y el Cristo vuelve al silencio de la ermita, la fiesta se derrama por las tabernas y los portales. Se brinda por los que están y por los que faltan. Alguien canta una jota; otro arranca una risa.
El pueblo entero late como un corazón único, hecho de piedra, vino y memoria. Como Luis Márquez con su redoblante, quien en su día nos hizo de perspicaz cicerone. Helo ahí, subido en la valla sujeta con sogas y la gorrilla torera.
Me fui de San Esteban con la certeza de haber asistido a algo más que una celebración. Las fiestas del Cristo y del toro son una lección de identidad: nos recuerdan que la vida es solemnidad, arraigo, recuerdos y vértigo, devoción y riesgo, recogimiento y jolgorio. Y que, entre la procesión y la embestida, late el misterio de un pueblo que se sabe eterno mientras dure la fiesta y lleguen las vendimias, ay!