No hay inicio de curso, ni rentrée política este año, porque la política no ha parado. Hace tiempo que la política no duerme, aunque sus señorías se adormilen en el Congreso. En verano, que antes era una época amable, ahora sólo se escuchan cigarras, grillos y políticos que no descansan porque siempre hay uno de guardia en cada partido para opinar sobre todo y sobre la nada.
La administración, leviatán del fin de los tiempos, no para ni en agosto. Engorda, para no hibernar en invierno. Y todavía dice el presidente que hay que hacerla engordar más para que no ocurran siniestros como los de la Dana o los incendios que han devorado España.
Diría que estamos así porque nos hemos dado una administración tan grande que ya no hay forma de ubicarse en ella. Ya no sabes a dónde llamar. Te remiten de un lado a otro para presentar un papel en la era de internet y allí nadie conoce a nadie. Eso aquí no es. Pruebe el próximo miércoles. Y qué quiere que le haga yo. Ese no es mi trabajo. Dé gracias que le estoy atendiendo. Tenía que haber solicitado cita online para presentar el documento que no se puede presentar online... y todo seguido.
Antes con un mapa podías cruzar un continente, hoy con un mapa no sabes ni por dónde encontrarte en la administración española. Es como si en Siberia hubiesen puesto una trampa en cada esquina, como si a cada paso tuvieras que volver a empezar. Ayer se cayó mi vecina en el pueblo. Ronda los noventa, se llama Emilia. Doña Emilia en realidad. Su padre fue el médico de mis bisabuelos, ella el de mis abuelos. Ahora tiene un párkinson atroz que no la deja a ninguna hora en paz. Ayer se cayó a la puerta de su casa y se abrió la cabeza entre el asfalto y la acera. Tampoco se quejó. La gente de antes tiene esa forma dura de no protestar ni aunque se muera.
Yo no me enteré, estaba en casa de milagro. Vino a buscarme el único vecino que queda en esta calle porque no tenía fuerzas para levantarla él. Ya en su casa marcaron un colgante de esos que llama a emergencias donde les decían que tendrían que ir al centro médico para que la revisaran, que enviaban una ambulancia, pero que si le daban el alta tendrían que volver por sus propios medios a casa.
"Mire, estamos solas, nuestra sobrina está de viaje, no podemos coger un taxi porque yo no veo nada y mi hermana apenas puede moverse..." "A alguien tendrán", le respondió la voz al otro lado de la centralita con la misma consideración que si vendiese una línea de Vodafone. Bienvenidos a cualquier pueblo de España me entraron ganas de replicarle a la del servicio de emergencias que hablaba sin escuchar.
Llegó la ambulancia con dos paramédicos encantadores que dijeron que no había ido el médico pese a todo lo que le explicaron a emergencias. Y como las señoras no querían moverse de su casa por miedo a no saber cómo volver o peor, que la dejaran ingresada, la limpiaron las heridas con mucha consideración y allí se quedó doña Emilia, con su hematoma y la emergencia, sin médico y sin saber si esto es Castilla o Comala.
Atendiendo al Gobierno diremos que España es la primera economía de Europa, pero debemos de ser tan pobres que no tenemos para enviar a un médico un viernes por la tarde a casa de una anciana –con la cabeza abierta– que lleva pagando impuestos toda la vida.