Hablábamos la semana pasada del papel que habían desempeñado los bufones en el Antiguo Régimen. Aquellos personajes no sólo desplegaban sus chocarrerías y malabares, sino que, con mayor o menor sutileza, se ejercitaban también como aguafiestas, soltando las verdades incómodas que pocos se atrevían a enunciar. Cuando el soberano pasa a ser el pueblo, y cuando los aduladores cortesanos resultan ser los políticos, Sebastian Haffner encomendaba al periodismo aquel desempeño de los bufones: decir lo que otros callan.
El ejercicio bufonesco que aquí estamos reivindicando no es ser un extremista, de los que tanto afloran a unos lados y otros del espectro ideológico. Primero, porque el maleducado activismo poco tiene que ver con la labor periodística. Segundo, porque a esos sectarios activistas no les mueve plantear información veraz en defensa del interés común, sino soflamas maniqueas que interesan al amo para el que trabajan. Las murgas macarras (insultos, empujones, acosos, lanzamientos de micrófono, interrupciones en ruedas de prensa, etc, etc) en realidad no ponen en aprietos a quien combaten, sino que lo legitiman y refuerzan. El racarraca de trinchera aporta al periodismo tanto como a la convivencia: nada. Y mientras aparenta mucha hostilidad hacia el adversario (adversario al que cataloga de enemigo), despliega bochornosa sumisión hacia su respectivo chiringo.
A su vez, la actitud bufonesca a la que apelo nada tiene que ver con ir de graciosete. Expliquémonos. Los pintores de cámara realizaban sus labores artísticas al servicio de la corte (desde Velázquez a Goya, pasando por Tiziano, Canaletto y tantos otros). Tales encargos cumplían una función propagandística, claro, pero eso no mermaba la valía artística de la obra. Cuestión distinta es la de los graciosetes. Los graciosetes de cámara también trabajan para la corte de nuestro tiempo (se ubican más en Moncloa que en Zarzuela, para qué nos vamos a engañar), y aunque persiste la voluntad ideológica, las respectivas gracietas están tan desligadas del arte, como del humor.
No puede extrañar que así sea, puesto que el humor es algo bien serio, sabido es, y desde luego compatible con la reflexión, la crítica, el compromiso y la valentía. Entenderán que esa consideración del humor se distancia bastante de las graciosidades facilonas, a favor de corriente, complacientes con el que manda, babosas con el que contrata, y serviles hacia el que paga. Es decir, existe cierto trecho entre el Chaplin de “El gran dictador” (planteando cuanto plantea en 1940, con Hitler aún en su apogeo y sin que Estados Unidos hubiera entrado todavía en guerra) y, qué sé yo… Les invito a que pongan los nombres que podrían ilustrar esta categoría de graciosíííííísimos cortesanos. Cortesanos sin gracia, cuando están de sketch, y sobradamente divertidos cuando se ponen estupendos, pretendiendo mascullar su editorializante milonga.
“Miente quien al público juzga en vano, pues si dándole paja, come paja; siempre que se le da grano, come grano”. Así lo señaló Iriarte. La reflexión del fabulista no es ley universal (el “grano” a veces se queda en el plato sin comer), pero buena parte de su apunte sigue conservando vigencia. Hay electorado hooligan que se regocija con el periodismo cortesano, y está encantado de ser claque de aquellos que considera tan suyos. Y hay ciudadanía que desearía encontrar periodismo bufonesco, gobierne quien gobierne. La diferencia es notoria. Las consecuencias, también.