Esta fascinación que no logra generar ninguna empresa moderna ni con los mejores creativos y directores de marketing a sueldo, como si esa piedra puesta por Jesucristo fuese la única gran epopeya de la historia.
Y como reconocerlo suele ser complejo, como nuevos ricos construimos Nueva York porque Roma era algo antiguo que no podíamos explicar y que interpelaba directo al hombre como si estuviera ahí desde antes que él. Movimos el mundo de sitio cuando no había nada nuevo que inventar. Pero lo hicimos sólo por nosotros, por ésta ufanía de levantar las cosas más grandes y más altas, pero iguales al final. El superhombre de Nietzsche, que es un hombre corriente, pero con capa y sin Dios.
Porque el hombre, cuando se olvida de Dios, construye ciudades que no van a ninguna parte, construye ciudades como si fuesen mundos, construye ciudades en vez de civilizaciones: en Nueva York, en Shanghái, en Abu Dhabi o en Marte, pero cuando recobra la dimensión de su tamaño, todo lo que le importa es Roma.
Era curioso ver estos días todos los periódicos, todas las televisiones, todas las radios y cómo empezaron hablando del Cónclave como si se tratase de un mundial de cardenales y pasando las horas iban comprendiendo que se trata de un misterio difícil de explicar. Apostando en algo que no es un juego de azar y tratando de rebajar a un asunto de hombres, en vez de otorgarle la dimensión de lo desconocido. Y poco a poco te ibas dando cuenta de que todos entraban por ese aro del que no sabe nada. Aquí ni Dios cree en Dios mientras el mundo es incapaz de apartar la mirada de la plaza de San Pedro.
Hasta que sale un Papa relativamente joven, con carisma, que en apenas un puñado de palabras consigue emocionar a la mitad de la humanidad, por lo que dice y por cómo lo dice. Porque en un balcón del mundo todavía se habla latín y del hombre como un ser con alma. Por eso la Iglesia es el último gran objetivo a batir. Porque nadie consigue entenderlo y lo que no se entiende resulta peligroso. Ese mandato de ser "luz en medio del mundo". Una última luz en medio de este relativismo salvaje. "Nadie enciende una vela para esconderla".
Decía León XIV en sus primeras palabras que precisamente la fe no es para personas "débiles y poco inteligentes". Todo lo contrario. Robert Prevost, vestido de cardenal, no entraba curiosamente en ninguna de los millones de quinielas que hicieron los medios estos días, pero al salir vestido de blanco y con muceta roja al balcón de la basílica de San Pedro, que es el kilómetro 0 de la civilización, automáticamente tenía una dignidad llena de bondades y un halo de misterio como si ya no fuese sólo un hombre, un cardenal. Las formas... Ay las formas.
Como arreglarse un martes para salir a cenar, ponerse traje y corbata negra para un funeral, dar las gracias o abrirle la puerta a una mujer. El problema es que se han perdido las formas y lo de estos días nos pone frente al espejo incómodo de nuestra decadencia. Y en esas los hay que se ponen a rezar y otros que se declaran católicos no practicantes, que es lo mismo que declararse vegano no practicante, una gilipollez.