“Lo que importa no es el chocolate, sino con quién lo compartes”, le enseñó a Wonka su madre. No es enseñanza menor. Una enseñanza, como en el caso de la película, que muchas veces nos llega en la infancia. Y aunque en ocasiones se nos vaya olvidando con el paso de los años, ese aprendizaje nunca pierde vigencia: no importa si el chocolate va acompañado de almendras, cítricos o aguacate; no importa su proporción de leche; tampoco importa si lleva cacao convencional o cacao rubí. Lo importante de verdad, lo auténticamente decisivo, es con quién te tomas esas onzas.
Pero si traía a colación esa cita, es por su referencia a la madre. En la reseñada película, las madres adquieren especial protagonismo, motivando los pasos de sus dos personajes principales: la niña Noodle y el propio Willy Wonka. Este particular chocolatero acude a las Galerías Gourmet a batallar sus propósitos. Lleva en la cabeza el mensaje de su progenitora, que le había confiado el secreto para realizar un chocolate inolvidable: "Todo lo bueno que hay en este mundo empezó con un sueño. Así que aférrate al tuyo. Y cuando al mundo le ofrezcas tu chocolate, yo estaré ahí".
En segundo lugar, quiero aludir a un tuit que escribió Mavi M. Águila en 2019. En él plasma una experiencia real, vivida en primera persona: “Tu madre debe estar muy contenta de tener una hija como tú, dijo. Y es lo más bonito que me ha dicho nunca nadie. Mi madre, con su memoria en blanco, reconocía mi amor y dedicación. Yo le respondí que sí, que lo estaba. Y le di un beso”. Ya ven. En ese breve diálogo, en esa homeopática dosis de palabras, cabe un todo: el recíproco cariño entre una hija y una madre, cuando la madre ya no sabe quién, pero la madre sí distingue el cómo.
A continuación me referiré a Alejandro Pedregosa. Conocí su poema 'Vara de medir' a partir de Raquel Martínez, que le puso voz, y en aquellos versos de Pedregosa se contempla a una madre que va tomando referencia de la altura de su hijo: “Contaba el niño seis años/ y la madre lo medía con su cuerpo: 'hasta aquí' decía sonriendo/ -al corazón le llegaba- (…)”. Y según va pasando el tiempo, aquel niño prosigue su crecimiento, y alcanza después los hombros, y supera luego la cabeza. Eso sí: aquel chiquillo tiene una seguridad: “(…) la certeza de nunca/ haber llegado más alto/ que al corazón de la madre”. Imposible negar esa evidencia, ¿no les parece? Por mucho que se crezca, por mucho incluso que se escale, no hay mayor ochomil, que esa inmensa cima del corazón materno.
Y acabo con un cuarto retazo que me brinda Julio Cortázar. En 'Bolero', el escritor argentino no estaba aludiendo al amor filial, pero estos versos bien sirven para ilustrar lo que tantas madres son para sus criaturas: “Siempre fuiste mi espejo,/ quiero decir que para verme tenía que/ mirarte”. Desde Nuria Quintana en adelante, dentro de un inagotable listado, tengo el privilegio de conocer a muchas madres que son “espejo”, que serán siempre “espejo”.
Algunas son y también están. Algunas ya no están, pero desde luego que son. Algunas siguen siendo, aunque el infortunio desplegase la más amarga de sus desdichas. En una u otra circunstancia, bajo una u otra condición, madres que persisten en su ejemplo, madres de las que siempre aprender. Así que felicitación, reconocimiento y gratitud a todas ellas. De cara al próximo domingo, y de cara a cualquier ocasión… de cada uno de los días. Es de justicia.