Aprender a leer “es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”, sostuvo siempre Mario Vargas Llosa. Acaba de fallecer y el Día del Libro se aproxima. Homenajearle a él y homenajear el potencial de la lectura sería todo uno. Habría muchas facetas que abordar en la trayectoria de este hispanoperuano universal, y es imposible tal ejercicio en una breve columna. En consecuencia, y pensando también en el 23 de abril, conformémonos con alguna de sus consideraciones sobre la forja de historias literarias. Evocando el clásico título de Rilke (“Cartas a un joven poeta”), Vargas Llosa escribió “Cartas a un joven novelista”. A esta obra hoy me remito.

¿De dónde salen las ficciones? Para Vargas Llosa, la invención pura y aislada no existe. Siempre se crea a partir de algo, claro, y ese algo encierra un poso personal: “(…) todas las ficciones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora (…)”. De ahí que Vargas Llosa denomine a esa operación “striptease invertido”, puesto que el novelista no se va despojando de sus ropas, sino que, por el contrario, iría vistiendo aquella desnudez inicial. Esa invención de prendas (en forma de personajes, en forma de mundos imaginarios) a veces hará pasar inadvertido, incluso para el propio autor, aquel embrión autobiográfico.

Se sirve de una figura mitológica para explicarlo. Si el “catoblepas” es aquel mítico animal que se devora a sí mismo, comenzando por sus pies; el novelista también busca y rebusca en su propia experiencia, “en pos de asideros para inventar historias”. Un proceso de búsqueda cuyo resultado no es azaroso ni voluntario. De hecho, Vargas Llosa sostuvo que el novelista no elegía sus temas, sino que era elegido por ellos: “Escribe sobre ciertos asuntos porque le ocurrieron ciertas cosas. En la elección del tema, la libertad de un escritor es relativa, acaso inexistente”.

Cuestión distinta es lo que pasa después con el tema. Porque ahí, ese auténtico novelista sí será libre para elegir unas determinadas palabras, unos específicos silencios, unos concretos ritmos… Y en ese pulso narrativo el tema va adquiriendo su forma única y decisiva. Las novelas que catalogamos como buenas no lo son por dar cuenta de un supuesto temazo. Lo son porque ese tema (que a priori podría pasar por anodino, ridículo o insensato) fue narrado con maestría. Y esto Vargas Llosa lo ejemplificaba con “La metamorfosis”: un modesto empleado que se transforma en un repugnante bicho es un tema que a muchos haría bostezar, y otros muchos contemplarían como soberana idiotez. Sin embargo, resulta que cuando esas andanzas las está contando Kafka, será bastante probable que las peripecias de Gregorio Samsa no le sean a usted indiferentes: “se identifica, sufre con él y siente que lo ahoga la misma angustia desesperada que va aniquilando a ese pobre personaje (…)”.

¿Y por qué el Poder, tantas veces, ha percibido peligro en las ficciones? ¿Cómo ese Poder, en tantas ocasiones, ha sentido amenaza de una competencia tan ilusoria y desigual? Por extraño que parezca, los totalitarios de todo signo y condición nunca han dejado de prohibirlas. Suya es la palabra, don Mario: “(…) bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que (religiosos o laicos) quisieran abolirla. Ésa es la razón por la que todas las dictaduras (el fascismo, el comunismo, los regímenes integristas islámicos, los despotismos militares africanos o latinoamericanos) han intentado controlar la literatura imponiéndole la camisa de fuerza de la censura”.