Mi primer gol en Zorrilla
Para un argentino, el fútbol es la cosa más importante dentro de las menos importantes. El “potrero” como se le dice aquí a esa hierofanía lúdica, a ese canal de parto por el que llegan a la vida los Maradona o los Messi, es parte constitutiva de nuestro ADN. Quizás por ello, somos demasiado pasionales y, aunque ignorando a Hobbes - cuando de fútbol se trata -, solemos encarnar aquella máxima suya que reza: “homo homini lupus”; sucede que aquí, el futbolística es lobo del futbolista, pues donde va el balón, allí va la vida entre dos. Mi equipo en Argentina, se asemeja a la sentencia poética con la que Leopoldo Marechal definía a la tristeza: “[…] huele a jabón de azufre, a rana en su pozo, a helecho que brota en la juntura de dos ladrillos”.
Porque Huracán es eso, el grito siempre ahogado de la gloria anhelada. Su Estadio, bautizado como “Palacio” Tomás Ducó, tiene más que ver con llantos de mendigos que con festividades de reyes. Pero Huracán, algo guarda en su sello histórico: el empedrado y la Iglesia, la vecina barriendo la vereda y una cuna que se mece entre los sones de un bandoneón, porque hay algo de mística en ese lirismo de barrio.
Ya lo he rubricado en estas páginas alguna vez, triple ha sido la razón de mi viaje al corazón épico de la meseta castellana: ante todo la sangre, que me trae desde el fondo de la historia un río noble de manos callosas y miradas limpias. Luego, las letras, esa alquimia del idioma más bello de la tierra que aguijoneó mi alma cuando empezaba a crecer. Por último, el fútbol, porque es obvio que, si tras la esencia de las cosas va uno, siguiendo las huellas de una peculiaridad que nos haga únicos, mirando a España y allende el mar, no podía elegir yo al Madrid ni al Barça, que es como elegir aquí a Boca o a River, es decir: fundirse en una masa anónima en la que, a fuerza de popularidad y dinero, renuncias a un sentido de honda pertenencia. Llanto por llanto, pasión por pasión, mística por mística, me quedaba solo un camino: el Real Valladolid.
Fue un 23 de mayo. El calendario de la Liga marcaba “Real Valladolid C.F vs C.F Barcelona. Hora: 22.00. Estadio: José Zorrilla”. Había descendido del autobús en el mediodía de un Valladolid plagado de nubes en aquella Terminal que aún guarda el sello de un Film de los ochenta. Y fue el abrazo de Víctor poniendo en mis manos el carnet de abonado de su padre, fue un piso en La Rondilla que se hizo tan mío como este lugar desde el cual escribo. Fue la visita de Jaime con una bufanda de regalo, una prenda “cantatorista”, nada menos. Más tarde, el aroma de un bocata apurado en casa de Vicente, envuelto en papel plateado como Dios manda. Fue media caña en un bar de Las Delicias – no había llegado aún el vino clarete a mi vida -, y luego, al fin, fue “subir” el estadio, como se dice allí en Pucela.
La luz se resistía a declinar, quizás porque la misma luz comprendió en el primer día de la creación que a Castilla se la besa lentamente. Dos jóvenes me esperaban cerca de los Anexos y siguieron mi ritual de entrada al teatro de mis sueños. Unas escaleras, las miradas cómplices de la afición y el verde del césped al fondo de aquel cuadro. En las lágrimas que no pude contener, desfilaron casi todos mis dolores callados, la piel de un amor vuelto silencio para siempre, la dura vida de mis abuelos dejando su tierra, mis lecturas, mi madre sonriendo desde el cielo, la comprobación fáctica de un “¡estoy aquí!”.
Con un Zorrilla colmado irrumpió el himno pucelano, el mismo que aprendió a deletrear mi sobrina de 4 años en las tardes de Buenos Aires, cuando yo le contaba mis sueños: “Banderas blancas y violetas, voces que cantan goles y gestas…”. Desde el Fondo Norte se desplegó un tifo y apareció la figura señera de Don Miguel Delibes: el fútbol y la literatura se habían unido, mis dos pasiones, el guion de un film escrito por Dios. Pitó el juez el inicio del partido y mientras mis ojos aún buscaban las razones de sus lágrimas, Darwin Machís recibía el balón abierto en banda, cerca del ángulo final del campo donde unos instantes atrás, la tarde había hecho esquina con la noche de Castilla. Vino el centro desde la izquierda y Christensen - ¡un danés! Como el filósofo a quien consagré mi tesis – puso la cabeza para inflar la red del Fondo Sur y batir a su propio arquero.
Aquella noche no importaron Ter Stegen, De Jong ni Lewandowski, porque mirando al cielo, a ese cielo que elevaron los ojos de los campesinos castellanos, pude ver a Zorrilla abrazándose con el Tenorio y a Delibes con el Azarías que ahora olía bien, transfigurado en la eternidad. Una “Milana Bonita” se posaba en el hombro derecho de Don Gonzalo Alonso; afuera, el Pisuerga se detuvo un instante en su marcha de siglos y las amapolas comuneras se multiplicaban por millones en el Valle de Esgueva. Rosa Chacel volvió a acomodarse en su banco violeta mientras Paco Umbral, que nunca supo de fútbol, escribió una columna en quince minutos, sentado en su sillón de mimbre frente a su Olivetti Valentine.
Cuando volví a abrir los ojos, estaba abrazado a un pecho desconocido, con el puño cerrado y un nudo en la garganta. Mi primer gol en Zorrilla, inolvidable.