Éramos niños, muy niños. Corría el año 1976 y España despertaba a la vida. En la tele sonaba la canción "Libertad sin ira" de Jarcha y mi hermano el mayor y yo -también nuestros primos- la cantábamos como descosidos con la guitarra, haciendo la percusión con tambores de jabón de lavadora, aquellos tambores de cartón que nos servían entonces para mil ingenios. También sonaba aquella Libertad sin ira en la megafonía de los coches que alteraban la paz, el silencio del casco antiguo, prácticamente despoblado, donde entonces vivíamos unas cuantas familias.

Libertad sin ira se convirtió en el himno de la esperanza y de la reconciliación, en la consigna de un país que recuperaba la palabra y el voto, que sonreía al futuro, al abrazo, que transitaba hacia la democracia, hacia la libertad en paz, sin ira. Nuestros padres, los niños de la guerra, y nuestros abuelos entendieron, supieron, quisieron perdonar, cerrar aquella fractura que rompió por la mitad la columna vertebral de lo que somos, de los que somos, aquellas dos Españas de las que no teníamos noción. Los niños no sabíamos, no entendíamos de qué iba, no hablábamos de política, celebrábamos la alegría de aquella canción que se palpaba en la calle y en las gentes.

Han pasado casi cincuenta años y ahora, por primera vez después de tantos años, entiendo, veo a esas dos Españas deshonrando la memoria de los que nos han precedido en nombre, qué paradoja, de la memoria. Han pasado casi cincuenta años y percibo una sociedad crispada, dividida como nunca, y la seria amenaza a la libertad de pensamiento y de la palabra si quien nos gobierna hace piruetas en el aire para anunciar su intención de intervenir sobre todos los periodistas y medios que no sean afines a sus modos, a sus maneras de gobernar una España con el culo alquilado, vendido.

Han pasado casi cincuenta años de paz social, de progreso, de caminar juntos, de convivencia y de respeto, para terminar viendo a quienes nos representan en las instituciones manchando de mierda, escupiendo sobre el que no piensa como ellos. Cincuenta años de aquella Libertad sin ira que los más jóvenes no conocieron aunque ahora vociferen en las calles en el nombre de quienes sufrieron la violencia de la guerra, unos y otros, dos bandos, dos frentes, aquella guerra en la que perdieron todos, todos. Malditos seáis todos los que alimentáis ese fuego, esa crispación, ese precipicio.

Ahora, casi cincuenta años después, me niego a que tengamos que ser viejos y contarle, cantarle un día a los que vengan, que hay dos Españas que guardan aún el rencor de viejas deudas; que este país necesita mano dura, si no la necesita ni de un lado ni de otro, si sobran los extremos y la violencia, si siempre nos queda la palabra. Y me parece inaudito que un presidente -en teoría de todos, no de sus palmeros- quiera erigirse en juez de lo que es y no es noticia, de lo que está bien o está mal, de la moral, de la ética, juez de jueces, saltándose a la propia Justicia, que es la que tiene que dirimir y castigar los delitos en prensa y en todos los demás ámbitos de la vida, dejando de lado la justicia divina y los falsos mesías, que de esos vamos sobrados.

Casi cincuenta años después, es peligroso y preocupante que haya quien se crea en posesión de la verdad absoluta, de la moral y de la ética, de las palabras y los silencios de este país donde tantas voces, todas las voces, cantan, cuentan. Y no sé si me indigna o me apena más que después de transitar por tantas cosas, tanto dolor, tantas cicatrices, tanta generosidad, tanto sacrificio, haya quien quiera que de nuevo la prensa escriba al dictado, que revivamos aquellas dos Españas de buenos y malos, azules y rojos, hermanos contra hermanos. Aquella falsa libertad con ira.