El hombre es un ser de pensamiento y lenguaje. Si no existieran ambos, ya lo decía Aristóteles, la esencia humana dejaría de existir. Estas dos cualidades, pensar y expresar lo pensado, vertebran la condición humana. La hacen grande en posibilidades de hacer las cosas bien o miserable para el mal.

A lo largo de los siglos muchos han sido los lugares y circunstancias en las que el lenguaje y la palabra han congregado al hombre para hablar, discutir, dialogar sobre lo humano y lo divino. En la antigua Grecia, el ágora; en Roma, el Foro; en las democracias, los Parlamentos. Pero si hay un lugar en el que la palabra fluya sin parar es en la calle. 

Todas las mañanas, en mi personal retiro marinero en las cosas de Cádiz y en mi habitual recorrido deportivo en busca de los deseados 10.000 pasos saludables, me encuentro con un grupo de personas, mayores, que al abrigaño unos días y a  la sombra otros, repasan los acontecimientos cotidianos dando su opinión y soluciones a los problemas planteados. El guion es caótico y el orden del día lo da la vida, las circunstancias. Preso de curiosidad he indultado  la obligación cardiosaludable y me he apostado cerca de su punto de encuentro para observar su llegada, el desarrollo de su parlamento y la despedida.  Con paso cadencioso, sin prisa, mirando a su alrededor, han ido llegando los  protagonistas. Los años a sus espaldas y los golpes de la vida van dejando huella en sus cuerpos; por eso, al caminar se balancean indicando que sus rodillas o caderas claman clemencia. Otros se acercan a su escaño haciendo altos en el camino y disimulando miran al horizonte como interesados por lo que ocurre a su alrededor y así “toman resuello” para poder llegar. Entre sus manos no faltan sus bastones; en su cabeza la visera, y en su cara, la mascarilla que respetuosamente mantienen colocada de una u otra manera. Sus rostros curtidos por el sol del campo o la mar reflejan huellas del tiempo vivido. Sus miradas se detienen fijas en puntos indeterminados  del horizonte y con ambos ojos entreabiertos con distintas intensidades   saben escudriñar la vida.

Aunque no hay hora fijada para el debate, todos van acudiendo puntuales a la cita diaria en un breve espacio de tiempo. No falta el cordial saludo de llegada a la concurrencia y la breve acotación del tiempo y la salud personal. La sesión se inicia espontáneamente al menor comentario de alguno de los participantes, claro está que después de sentarse en sus “escaños”, curiosamente siempre en el mismo lugar, y respirar profundamente unas cuantas veces para recuperar fuerzas después del camino recorrido.

Aunque su andaluz cerrado me dificulta el seguimiento completo del debate, sin embargo, todavía puedo escuchar comentarios como sentencias; son “sénecas” vivientes. Analizan los acontecimientos con pocas palabras y mucha sabiduría. Nada escapa a su observancia. Lo mismo intervienen famosos televisivos que políticos desnortados. Para todos tienen un dicho que les resume la percepción que tienen de ellos. De vez en cuando las conversaciones se entrecruzan, sobre todo cuando hay ciertas discrepancias y se arma un pequeño caos. Otras veces los temas se debaten por parejas, pues no faltan las notas personales. Tienen una forma de decir las cosas que rebosan sentido común y al escucharlos hablar me viene a la mente  unos versículos de los Libros Sapienciales de la Biblia (Eclo. 27, 4-7).  Efectivamente “cuando la persona habla, se descubren sus defectos” y en ellos aparece la ausencia de formación académica suplida por un intenso aprendizaje en el libro de  cada existencia. “Sapienza” de una vida vivida con la intensidad que requerían duras circunstancias económicas y sociales. Escuchando sus sentencias y maneras de afrontar los problemas se cumple la máxima de que “…la persona es probada en su conversación”. Han pasado tantas dificultades y han vivido tantas experiencias que ya nada les asusta. Sus “palabras revelan el corazón de la persona”, y, desde luego, ya no hay maldad en sus apreciaciones. La vida les ha hecho llegar a la conclusión de que no merece la pena. A veces son estoicos en sus vivencias y parcos en sus palabras. Responden a los problemas más con sentencias de la vida y dichos del pueblo que con grandes análisis de la realidad. Y aciertan.  

Escuchándoles me he convencido de que la sabiduría de la Biblia sigue vigente en nuestros días cada vez más y prometo seguir su sentencia que nos dice; “no elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona”. Sin duda de plena actualidad.