Florencio es esa alegoría que se le aparece a uno de repente. Como si la vida te advirtiera de algo en pleno frenesí electoral obligándote a echar el freno.

Florencio acude cada mañana a leer su periódico en una de esas cafeterías de principios del siglo pasado. De café, cristales finos, periódico en papel, destemple, forja y sombrero.

De esa época en blanco y negro que por pobre queda sumergida en el fango de lo despreciable, condenando al ostracismo unos valores de los que hoy cojea la España en color.

Se destoca su sombrero y lo coloca cuidadoso encima de la mesa de mármol blanco y veta gris de esa cafetería donde me lo encuentro. Solo. Frente a su cotidianidad. Frente a los mismos días cada día y cada noche.

Se pide un vermú. Se lo acompañan con unas olivas y un pequeño cuenco con patatas fritas. En la mesa de al lado me peleo con el 'yo' que quiere encontrar su hueco en una papeleta para la cita electoral de hoy mientras leo las crónicas de los mítines del viernes pasado. Haber entrado antes en la Iglesia de Santiago y haber visto de frente la imagen de Jesús crucificado lo pone aún más difícil. Qué cosas.

Florencio toma callado sus aceitunas, su vermú y sus patatas. Con la desgana de quien repite el mismo día cada mañana. No lo acompaña nadie. El pelo de antaño ha dejado paso a lo que queda de aquello que fue. Viste una gabardina beige, pantalones oscuros y un jersey granate por el que asoman los cuellos de una camisa sin planchar.

Nuestras miradas se cruzan como un milagro en medio del ruido. Me sonríe. Lo sonrío. Como quien sonríe a un niño pequeño por la calle. Los abuelos son los niños que nos recuerdan lo que nunca debimos dejar de ser. Es el niño, el abuelo, el desamparado, quien te da la oportunidad de sonreír. La sonrisa nace de ellos, no de ti.

Cuesta escuchar a Florencio entre el ruido de la loza y la distancia rígida de nuestras mesas. Los camareros van y vienen. Un minúsculo trocito de patata frita en la comisura de su boca casi centenaria me hace más pequeña y a él más grande aún. Me acerco a su mesa para escucharlo mejor. En la mía ha quedado mi periódico dominical que coge una señora creyendo que es de la cafetería. Le sonrío. Me sonríe. Una sonrisa es el comienzo del entendimiento.

Y la conversación nos lleva en volandas como una nieta que descubre a un abuelo que no tuvo. La conexión aún posible en medio del triunfo de un individualismo que condena al ser humano a la nada. Una nada llena de todo lo que no le hace falta. Cualquier vermú de domingo le gana la batalla a toda la digitalización, el consenso, la igualdad, la patria y a toda la verborrea de todos los políticos. La vida es un vaso de vermú junto a un abuelo un domingo por la mañana. Y se nos había olvidado.

Florencio y yo no nos conocemos. Pero echa mano rápido de su cartera para enseñarme la foto en blanco y negro de su mujer. La misma foto traspasada de cartera a cartera con los años. Con esos bordes con picos blancos. La foto de la eternidad. Como un gesto obligatorio de quien perdió un amor y necesita recordarlo.

La foto dentro de la cartera de un hombre viudo que toma los vermús solo cada domingo es la carta de amor a una novia desde la mili en Ceuta, el lugar al que volver cuando llega a casa y tras echar la llave el silencio y la soledad se imponen a la algarabía de antaño. Al ruido de los colacao por las mañanas antes de despedirse para ir a la fábrica mientras su mujer vestía corriendo a seis hijos para llevarlos al colegio. Aquella España en blanco y negro que insistimos en despreciar bajo la batuta insolente de la ignorancia.

Al fondo, en otra mesa, una madre pelea sabiéndose perdedora contra una hija de unos seis años que se niega a estar sentada sin que le dejen el móvil. Madres que quisieron educar de otra manera. Madres que querrían ser lo que no pueden y sucumben por agotamiento o desidia a la facilidad mientras Florencio me habla de aquello que se llamaba 'saber estar'. Madres que hacen lo que pueden.

Florencio perdió una hija. Y me lo cuenta como un pecador a su confesor. Con esa liberación de quien necesita insistir en lo mucho que la quiso para aliviar su pena. El alivio de un padre sacando a ondear la bandera de su vida. Que es su familia. Sus días y sus noches. 

Florencio es la razón por la que deberíamos ser mejores. Lejos del ruido. Sus ojos pequeños, arrugados y húmedos echan por tierra en décimas de segundo el imperio del botox y los influencer como remedio a nuestra soledad. Que no son sino el espejo que nos devuelve la profunda crisis vital en la que nos encontramos.

Nos despedimos. Se levanta con cierta dificultad. Me aguanto las ganas de asistirlo por respeto a la dignidad de quien pelea por continuar siendo válido por sí mismo. Se coloca de nuevo su sombrero de estampa en blanco y negro. Insiste en pagar mi vermú. 

Regreso a casa. Observo a la gente que va y viene. Se cruza una madre con una niña que viste un abrigo de paño marrón y un lazo a juego en su pelo. Calza unos zapatos bonitos de ante camel. A lo lejos otros niños suben a un carrusel de caballitos. Esa madre es de derechas. No. Es sólo una madre que pasea con una niña.

Me adelanta una pareja con un niño pequeño con pantalones pitillo y con el pelo rapado por un lado y largo por el otro. El padre lleva un pendiente en la oreja. Son de izquierdas. No. Es sólo un niño con el pelo rapado por un lado y largo por el otro. Es sólo un padre con un pendiente en la oreja.

Hoy toca votar. Florencio querría encontrar la papeleta y la urna que lo devolvieran por un instante a aquellos bailes agarrado a su mujer con su traje de domingo. El mismo traje para las ocasiones bonitas. De paño. El que cepillaba y colgaba al llegar a una casa por donde entraba el sol por las tardes a través de la ventana de la cocina.

Cuarenta y cinco minutos con Florencio desbaratan una campaña electoral entera.