Aún recuerdo la ilusión del último día de colegio previo a las vacaciones de Navidad.

Llegaba el tiempo de salir con tus padres a pasear por las calles iluminadas y pararte a ver escaparates de juguetes. Sus Majestades los Reyes de Oriente estaban ya cerca y había que ir pensando qué pedir en esa carta en la que, maldita educación cristiana, siempre había un hueco para pedir por los niños que pasaban hambre o por tu abuela que estaba enferma. Y lo hacías con esa ilusión y esa Fe de aquellos Jesusito de mi Vida de antes de meterte en la cama. Las sábanas estaban heladas. Te acurrucabas sin moverte de lo frías que estaban.

El olor del puesto de castañas, el ruido de la calle, el turrón de chocolate de Suchard (¡un año esperándolo!) y colocar el Nacimiento en casa.

Por entonces no había tantos programas de actividades destinados al público infantil, ni pistas de patinaje sobre hielo, ni cotillones de niños para que los padres puedan salir también en Nochevieja. Pasabas más tiempo en casa. Te levantabas y te ponías a pintar. A leer, a jugar con tus hermanos. A escribir, de nuevo, una carta a Sus Majestades de Oriente porque en la anterior se te había olvidado pedirles unos patines de Sancheski y te daba no sé qué tachar y hacer un borratajo. 

Pedías con exceso de ilusión y con mesura la cantidad. Porque había muchos niños a los que había que traer juguetes.

No recuerdo que por entonces nadie tuviera que decirles a nuestros padres qué juguetes debíamos pedir a los Reyes Magos. No recuerdo que nadie sintiera "pavor" por cruzar un pasillo de un centro comercial donde hubiera pistolas, estrellas de shériff o sables de piratas del Caribe. Si la camarada del ministro Garzón siente "pavor" al cruzar por un pasillo lleno de espadas y pistolas de juguete, quizá nos haría un favor a todos acudiendo a un psiquiatra. 

"Un pintalabios de la Señorita Pepis, dos bloques de plastilina de colores, un sacapuntas con depósito y un compás para el cole; si se puede, el Go Kart que funciona de verdad a pedales, el cine de Cinexin con dos películas de Disney y el arco y las flechas que venden en esa tienda que ya sabéis dónde es". 

Teníamos ocho o nueve años. No sabíamos los nombres de las calles y mezclábamos, en cualquier caso, los nombres de las tiendas en las que habíamos visto aquellos juguetes con los que nuestra imaginación nos llevaría durante todo el año a ese mundo intocable que debería ser el de los niños.

Los niños pedíamos lo que nos pedía el cuerpo. Éramos niños. Ahora hay que construir qué niños hay que ser. Qué juguetes comprar. Cómo deben reaccionar. Qué deben pensar. Con qué no debe gustarles jugar.

Recuerdo a mis primos jugando conmigo a comiditas, y a mis hermanos mayores explicándome cómo tensar bien la cuerda del arco. 

Más adelante, cuando traías unas notas especialmente buenas a casa, tus padres te permitían un regalo. Aún puedo recordar cómo me sentí la niña más afortunada del mundo durante aquel verano en el que me creí carpintera. Una sierra, un martillo y un destornillador de juguete, pero de los buenos, de los que eran duros y me permitían serrar "de verdad" un palito que había caído de un árbol. Y así se pasaba el verano. 

Otros días observabas los hormigueros. Otros veías una luciérnaga por la noche. Y creías que, quizá, si esperabas lo suficiente, podrías llegar a ver algún gnomo.

Nadie se extrañaba entonces, hace cuarenta años, de que una niña quisiera jugar con una sierra y un martillo, de la misma manera que nadie se extrañaba de que mis primos vinieran a casa a jugar e hiciéramos comiditas con césped, arena y piñones, que luego ofrecíamos a los mayores (nunca estábamos con los mayores, siempre estábamos entre niños) a cambio de veinticinco pesetas. A veces te las daban, otras no. Cuando te las daban, las ahorrabas en aquellas huchas del Monte de Piedad con llave, que eran de las de verdad. Y lo sacabas luego para comprarte el domingo un patapalo de limón. 

Éramos libres. Para decidir cómo jugar y con qué jugar. 

Aprovechaba las siestas de mi padre para ir al garaje y cogerle el martillo, unas cuerdas y puntas de verdad. Metía todos los enseres prohibidos en una mochila y me iba con la bici. Aquella bici de color azul con banderines del Barcelona que había heredado de mis hermanos y que me parecía la más bonita del mundo. Los perros venían conmigo. Ajax y King. Había dibujado previamente mi propio croquis de cómo construir mi propia cabaña. Mi refugio. Mi lugar secreto. En medio de un pinar donde el sonido de las chicharras y el calor lo dominaban todo. Alguna vez veías un conejo pasar.

Sacaba las herramientas y buscaba palos. Algunos eran tan gruesos que no podía partirlos de un golpe brusco contra mis rodillas. Y construías tu cabaña. Te tirabas todo el verano para levantar tu obra maestra, que siempre acababa por los suelos después. Siempre sospechabas que detrás de aquel ultraje estaba la mano oscura de la pandilla de la que no formabas parte. La pandilla rival. A ver quién levantaba la mejor cabaña del verano.

Volvías al día siguiente. Aprendías a orientarte. Buscabas referencias. Veías tus desvalidos cuatro palos torcidos y te afanabas en encontrar la solución por conseguir mantenerlos rectos.

Algunas veces ibas al río. Con los perros. Con esas zapatillas Victoria y los pantalones vaqueros cortos que también habías heredado de tus hermanos. Y te sentías mayor. La orilla era resbaladiza. Aprendías a no caerte. A dominar tú el barro sobre la pendiente. Cogías zarzamoras a la vuelta. Y eso era jugar también.

Éramos libres. Nadie se preocupaba por juzgar con qué jugábamos. Porque una piedra podía ser un pastel de chocolate y una muñeca un prisionero indio. Y aprendíamos a jugar con todo. Y con nada. 

Jugar es esa ventana abierta a la libertad de un niño sin la manaza pervertida de quienes creen que controlarlo todo desde sus pensamientos de adultos, es sinónimo de progreso. 

"Y tú, ¿crees en las flores?

No, no. Yo no creo en nada. ¡Yo me ocupo de cosas serias!

Me miró estupefacto: ¡De cosas serias! ¡Hablas como las personas grandes!"

Al ministro Garzón, que se parece más a un Don Quijote buscando molinos fuera con los que justificar su sueldo porque del consumo de la luz o de una inflación que nos hace a todos cada día más pobres, es mejor no hablar, le vendría bien leer El Principito. Porque los baobabs, antes de crecer, comienzan por ser pequeños.

Conozco hombres hoy que jamás jugaron con una muñeca. Si acaso, se las quitaban a sus hermanas para hacerles rabiar. Entonces los padres no intervenían tanto. Hombres que hoy son padres y han cuidado de sus mujeres hasta el último día de su vida, que han sacado adelante a sus hijas y cuidan cada día de sus madres. Jamás jugaron con muñecas. Hombres que ponen y quitan el friegaplatos y doblan las braguitas de sus hijas antes de guardarlas tras la colada en su cajón. 

Porque la educación en el valor de la familia y en el amor al prójimo nada tiene que ver con la última de las perogrulladas del ministro Garzón. El dispendio de su huelga de juguetes (¡si Marx levantara la cabeza!) y su insistente persecución en llevarnos a todos por su pensamiento único y trasnochado, quedarán para el olvido.

Porque los padres somos libres de comprarles muñecas rosas o pistolas de Shériff a nuestros hijos. Porque nuestros hijos son libres de elegir arcos y flechas o cochecitos de paseo para las muñecas.

Porque los hay que creen que igualdad es obligar a los niños a jugar con muñecas y a ellas a pegar balonazos en el recreo.

El ministro Garzón olvida que hemos sido la generación que jugaba en el patio del colegio a lo que nos daba la gana. Chicos contra chicas. Chicas que no querían jugar con chicos. Y que algunas nos apuntábamos rápido a esos partidos de fútbol en los que, tras echar a suertes quién empieza eligiendo primero a los miembros de su equipo, querías que todo empezara ya porque la campana que anunciaba el fin del recreo, siempre sonaba demasiado pronto.

Chocabas los cinco. Había sido un buen partido. El cole merecía la pena sólo por esos partidos. Te pegabas la carrera padre. Entrabas sudando en clase. Tocaba matemáticas. Y tú sólo pensabas en el partido de mañana. A ver si esa vez, chutabas más fuerte y se la colabas al portero, que era casi tan malo como tú. Por eso lo elegían de portero.

Éramos niños. Libres. Como deberían serlo ahora todos. No había carteles de feminismo, igualdad y matraca ideológica a cada paso. Elegías lo que te daba la gana. Y jamás nadie se extrañó porque pidieras un kart y un arco y unas flechas.

"Las personas grandes aman las cifras. Cuando les habláis de un nuevo amigo, no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen: ¿cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?"

Los niños saben ser niños porque son niños. Y los gobiernos deberían preocuparse de que no haya uno solo al que espíen en el colegio por hablar el idioma de su país o porque un pederasta no rehabilitado vuelva a pisar la calle.

Que el ministerio de Consumo lance una guía con la que orientar a los padres sobre qué juguetes deben comprar a sus hijos, cuando son los Reyes Magos quienes lo hacen, me parece, además, un absurdo. ¿Es que usted nunca fue niño? 

Son los Reyes Magos, ministro. Ellos y los niños son libres (aún) de tus intenciones. Los juguetes son cosa de niños, con sus arcos, sus flechas y sus pistolas de Shériff.

Eso lo entendería perfectamente también El Principito. Léaselo, ministro. Pídaselo a Melchor. Si se porta bien y deja de querer educarnos a todos como lo educaron a usted, quizá se lo traigan. Acuérdese de limpiar los zapatos. Usted, no la asistenta. Que los Reyes Magos lo ven todo.