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Guerra

Vladimir Putin.

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Desde una de las ventanas del edificio del KGB, en Moscú, que, junto a decenas de otras, formaban una uniforme y monótona geometría, que conseguía traspasar el campo de las formas para llegar al fondo de las cosas, Vladimir observaba la calle y los azarosos andares de cientos de moscovitas que parecían optar por no detenerse, y pasar lo antes posible por delante del edificio de la Lubianka. Corría el año 1990.

La decisión estaba tomada, el alto funcionario de la inteligencia exterior de la URSS durante dieciséis años, iba a dar el salto a la carrera política, entendía que su país le necesitaba y Gorbachov les encaminaba al desastre y la claudicación. El modelo que apuntaba el futuro líder, Boris Yeltsin, tampoco le entusiasmaba, pero debía escalar en su estructura antes de asaltar su verdadero objetivo.

Los años siguientes, ya bajo la bandera de la Federación de Rusia, el declive económico y social continuó, mientras Vladimir Putin consumía, uno tras otro, todos los pasos necesarios tras la estela de Yeltsin, para sin estar de acuerdo con sus hechos, llegar a ser nombrado su primer ministro, en agosto de 1999, sucediendo a aquel tras su dimisión el 31 de diciembre de ese mismo año y ser elegido presidente el 26 de marzo de 2000, logrando lo que siempre fue su sueño.

En diciembre de 2021, el ‘todopoderoso’ presidente Putin, en una entrevista en la televisión rusa calificó la desaparición de la URSS como una gran catástrofe y desgracia, insistiendo en lo ya manifestado en 2005 sobre que la caída de la Unión Soviética fue “la mayor tragedia geopolítica del siglo XX”, un razonamiento totalmente impregnado de ‘nostalgia’ sobre los tiempos de la “guerra fría” y la política de bloques.

La linea argumental defendida por el líder europeo que más tiempo lleva ejerciendo el poder (desde 1999), más allá de las apariciones y desapariciones ‘guadanescas, en alternancia con Dmitri Medvédev; junto, curiosamente, con quien es su mayor aliado allende las fronteras de Rusia, el presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, parece compartida por una gran parte de la sociedad rusa, ya que según la última gran encuesta publicada por el Centro de Opinión FOM el 62% de la población rusa lamenta la disolución de la URSS.

Ese sentimiento nostálgico, tanto de Putin como de las 2/3 partes de su ciudadania, toma adecuada perspectiva con la ayuda de números y cifras. En 1989 el PIB de la URSS era de 2,6 billones de dólares, cuando el de EE.UU. era de 5,6 billones $, el de Japón, de 3,1 billones $ y el de China de 0,347 billones $; para que dos años después, en 1991, el PIB de la nueva Rusia fuera de, tan solo, 0,518 billones de dólares, habiéndose reducido a un 20% de lo acreditado veinticuatro meses antes, al tiempo que los PIB de USA, Japón y China si crecieran, respectivamente, a 6,1 billones $, 3,5 billones $ y 0,383 billones $. Treinta años después el PIB de Rusia se ha multiplicado por 3, mientras el de China lo ha hecho por 38.

El sentimiento nostálgico que Vladimir Putin puede tener sobre una época añorada por él y, por lo que se ve, por una amplia capa de sus conciudadanos, debería aislarse de la responsabilidad intelectual de meter a Europa en una nueva guerra global.

Hoy, cuando vamos camino de alcanzar los tres meses de guerra declarada en el territorio de Ucrania, se acumulan episodios que apuntan a una internacionalización del conflicto, con el riesgo de que una bomba caída fuera del territorio ucraniano haga que la OTAN responda; con países históricamente neutrales, como Finlandia y Suecia, solicitando su adhesión a la NATO, con potencias económicas actuales, como China y Japón, cada vez más difusas en sus planteamientos sobre la invasión rusa de un territorio de otro país soberano y con una escalada verbal, y también militar, de demasiados responsables de democracias occidentales alineadas con una de las partes, aprovisionándola de armas y presupuestos.

Rusia ha agredido, en pleno siglo XXI, los límites territoriales de un país soberano, Ucrania, quien se está defiendo en la medida de sus posibilidades. La OTAN no ha entrado en el conflicto pero su ayuda, tanto económica como armamentista es evidente e incluso las manifestaciones de sus responsables y, las de los máximos dirigentes de los países que la componen, entre ellos España, están, claramente, posicionadas de parte. El equilibrio es muy inestable y cualquier pequeña ‘espita’ podría precipitar un conflicto de mayores dimensiones que el drama actual. Malos tiempos para la lírica de la paz, palabra de la que muchos llenan su boca, pero por la que pocos trabajan sinceramente y de verdad, seguramente porque tras la guerra se ocultan demasiados negocios e intereses, en la destrucción y en la reconstrucción, como acertadamente avisa A. Philip Randolph en su afirmación: “Haz las guerras no rentables y las harás imposibles”.