Opinión

Fisionomía del 23-F cuarenta años después

El teniente coronel Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados durante la investidura de Calvo Sotelo.

El teniente coronel Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados durante la investidura de Calvo Sotelo. EFE

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Cuarenta años después, el recuerdo del golpe de Estado no constituye una onomástica cualquiera, sino la llegada de una cifra que recuerda la longevidad del régimen que lo inspiró y, por tanto, la memoria de otras cuatro décadas que compilar. Ochenta años desde el advenimiento ilegítimo del franquismo, unidos al eco de cuarenta años del golpe de febrero del ochenta y uno. Si alguien ya ha tratado su naturaleza (Anatomía de un instante -Javier Cercas), la fisonomía del golpe es una cara envejecida.

España suele tardar mucho en superar los traumas que su historia le deja al paso. Las guerras suelen ser traídas y llevadas por las generaciones que no las vivieron incluso cuando las generaciones larvadas en el conflicto han pasado página. No solo la guerra civil del treinta y seis, sino las muy anteriores de hace muchos siglos, tardaron en ser superadas –hasta ochenta años–, teniendo en el relevo de los siguientes españoles el cultivo de tensiones innecesarias. País de pasiones y orgullo, revolvemos la heridas del pasado porque no sabemos construir el futuro juntos y no lo hablamos.

El golpe de Estado del ochenta y uno, llegó en un concreto momento en el que los españoles, haciendo una excepción, nos habíamos unido para levantar el Estado democrático que tanto nos hacía falta. De no habernos pillado en una relajación de nuestras tensiones habituales, y de no haber confluido todos en la ilusión de un proyecto colectivo que nos conciliaba con la Europa moderna, el golpe de Estado probablemente hubiera triunfado. Es decir, hubiera tenido otra cara.

Nuestro golpe de Estado –digo nuestro, porque lo compartimos unas cuantas generaciones–, ha envejecido. Su rostro, tras pasar por años de prisión, es el de un golpista derrotado que sabe de su fracaso, si bien no estoy convencido de que se haya arrepentido. Al albur de aquel día, crecido en la sangre, vigoroso por su irrupción de la mano de un militar trasnochado y con un concepto demasiado castrense del honor, llegó a asustar.

Yo llegaba de clase. En aquel entonces, vivía de patrona en casa de la señora Gabina Zotes. Era muy joven aún. Recuerdo que me quedé sentado en la cocina de una socialista vasca a la que mi padre, tras el cierre del internado, confió mi custodia. Mi padre, procedente de una familia burguesa del franquismo, formaba parte de la unión de centro democrático, y ostentaba cargo público. Como a todos, Tejero le abofeteó en la cara.

El golpe, dentro de aquella ebullición, nos retransmitió disparos al techo, música clásica como banda sonora de fondo, y la altisonancia de un teniente coronel al que Don Manuel Gutiérrez Mellado le enfrentó la cara moderna del ejército español. Es el gesto más valiente que se ha registrado en una sesión pública del Congreso.

Pasado el trance, el gesto se le fue descomponiendo un poco, aunque, para ser sinceros, el golpe abandonó el templo del parlamentarismo español con cierta coherencia, asumiendo las responsabilidades que cupieran. Mostró su orgullo y capacidad de encaje, quizás mantenía la pulsión de mantenerse caballero a toda costa. A lo hecho, pecho. Se entregó a la justicia sabedor de representar a una parte muy minoritaria, la que todavía visitaba pasionalmente el Valle de los Caídos.

Los radicalismos, para bien o para mal, tienen alma romántica, aunque un sentido patriótico confuso y confundido, con esa desorientación propia del incomprendido que se resiste a dar el brazo a torcer. Nuestro golpe se fue a la cárcel y a los libros de historia, donde ha convivido con el encierro y el secuestro de la libertad. Silente, ha ido envejeciendo como un boxeador sonado, menos humilde que este, ciertamente, pues nunca ha reconocido su falta de razón.

A ello le ha ayudado que no sepamos a ciencia cierta todos aquellos que le hicieron nacer y los que le defendieron. Es sabido que parte de su anatomía civil y militar se refugió en las sombras de la cobardía, e, incluso, que muchos han pretendido justificarse en figuras públicas aparentemente democráticas. A río revuelto, a veces el rostro perverso de un golpe dibuja y desdibuja sus facciones. Dicen algunos que las tuvo tan glamurosas que, de haber triunfado, hubieran emergido, y muchos sospechan una fisonomía oculta del golpe y una cirugía de urgencia rápida entre bambalinas, pero nada de esto se avala con pruebas.

La verdad es la que prevalece. Nuestro golpe tiene bigotes de teniente coronel mayor, frente y boina de capitán general heredero de golpistas de toda la vida, presencia del elefante blanco militar que algún día respiró el aire de la Zarzuela y ahora cultiva hortensias, tiene pecho gallardo y fanático, alma de ex presidiario y recuerdo de la obediencia debida de soldados a los que hemos perdonado. Solo alguna vez, cuando algún populismo saca cabeza, nuestro golpe levanta los ojos y renueva el brillo de la ilusión perdida.