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Banalizar la muerte

Cementerio de San Rafael (Córdoba).

Cementerio de San Rafael (Córdoba).

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El mejor avance del gobierno progresista ha sido banalizar la muerte. Si bien la vida del ser vivo lleva implícito un final, hay formas y maneras de morir, unas más dignas que otras muy miserables y solitarias.

La Organización Mundial de la Salud —dirigida en estos momentos por un fulano de nacionalidad etíope, quien ocultó 3 epidemias, 3, en su país— declaró una pandemia en el mes de marzo de este año por culpa de un virus denominado COVID-19. Los dirigentes de China, al parecer primer lugar del planeta donde se detectó ese bicho, mantuvieron en un silencio muy culpable todo el alcance sufrido allí durante el último trimestre del pasado año.

En el oriente desconozco cómo cuentan a sus ciudadanos. Aquí, el formato de este hermoso país llamado España, es más que concienzudo. En cuanto nace un humano, una persona ha de ir a inscribir ese hecho vital en el Registro Civil: madre y padre o progenitores, apellidos, lugar de nacimiento, fecha y domicilio donde va a residir.

Desde ese día, vayas a donde vayas, si cambias de domicilio, tendrás que seguir empadronado en un municipio. Ellos tendrán constancia de dónde vives. Hay varios motivos: pagar impuestos —una costumbre de este país—, asistencia sanitaria y poder ejercer el derecho al voto en días de elecciones —municipales, autonómicas, nacionales y europeas—. Ese último registro se denomina «censo». Así, a vuela pluma, se me ocurren esas dos instituciones donde registran la «vida» de los españoles. Pero, ¿cuándo causamos baja en esos registros? Nunca, simplemente cambiamos de posición en la casilla. Los listados tienen una opción donde reside el nombre de «muerto» o «fallecido».

El médico ha de certificar el motivo de dejar de sufrir «en este valle de lágrimas». Ese papel se lleva a los registros arriba referidos. Actualmente, en el Ministerio de Sanidad, deciden si te has muerto de COVID-19 o de algo que tu médico no tiene ni puta idea cuando ha rellenado el formulario. Es decir, los políticos deciden cómo, de qué y cuándo mueren las personas en España.

La pandemia provocó el colapso de muchos hospitales. El peligro de contagio supuso que los enfermos no pudieran recibir la visita de sus seres más queridos. Pasaban la enfermedad con la única compañía del personal sanitario —Dios os bendiga por vuestro servicio y dedicación más allá de la obligación— y muchos nos dejaban sin poder despedirse. Siempre, siempre, siempre recordaré una criatura divina, quien se despidió de sus amigos:

—Si a alguien molesté por algo que dije o hice, sepa que sería sin mala intención y le pido perdón en este momento —así de grande era Lolo Zurdo, guardia civil, amigo, hermano y compañero... recuerdo su voz aún.

Ni médicos ni forenses ni la mayoría de las familias tienen fácil instar una investigación. Muchos de los restos mortales, en los momentos más duros, se decidió proceder a su incineración. Es más, muchas funerarias aseguraban que el cadáver sería llevado a cientos de kilómetros y los restos no se garantizaba que pudieran corresponder la devolución con el envío. Vehículos articulados viajaron por nuestras carreteras llevando féretros e ilusiones de un final de vida mejor, mucho mejor de lo esperado.

Recuerdo los muertos por una intoxicación de aceite, accidentes de aviones en Canarias o Turquía, autobuses, un camión de gas y la inundación de en dos campings; las duras campañas de la DGT reflejaban los fallecidos en siniestros de circulación en las carreteras: puentes, operación verano y navidad, cualquier ocasión de desplazamientos numerosos por nuestro país; los 50 años, 50, de terrorismo en España, cuando nos curtieron en el sentimiento de conocer un muerto por día. La inflexión fue el día 11 de marzo de 2004, donde 192 personas fallecieron y miles morimos en vida. La vileza posterior de un socialista se veía insuperable para llegar a categorizar un atentado como si fuera un accidente. ¡Maldito sea!

Ahora, con un gobierno socialcomunista, les parece «normal» que un día fallezcan 25, 100, 300, 400... muchos estamos hartos, hastiados, ¡hasta los cojones! —los más castizos y campechanos—, de recibir datos a diario, donde un muerto es un puñetero dígito en una estadística de mierda, olvidando el nombre y apellidos.

Los fallecidos son madres y padres, abuelos y abuelas, hijos e hijas y resto de grados de parentesco; esos muertos son amigos, en ocasiones más que familia, compañeros —¡como la copa de un pino!—, cuyo recuerdo se ha hurtado por un gobierno de filibusteros con afán de gloria eterna.

Tuvimos una ola que se llevó lo mejor de este país. Se estima en más de 53.000 criaturas, según recuentos de los registros arriba citados, sin pasar por los filtros de políticos sin escrúpulos alejados de una sociedad, que mira atónita cómo le mienten día a día, mes a mes, con los datos en la mano y el poder de decidir el motivo de fallecimiento de tantos miles de seres queridos.

Banalizar la muerte no ha de ser el final y sí el principio del fin de este gobierno.