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El dilema de la prostitución

Un grupo de prostitutas en Barcelona, en una imagen de archivo.

Un grupo de prostitutas en Barcelona, en una imagen de archivo.

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Antes de abordar este tema –espinoso y poliédrico donde los haya– conviene partir de unas ideas básicas: de un lado, cuando hablamos de prostitución nos referimos a la ejercida por las mujeres, pues la masculina –que también existe– es residual; de otro, debe recalcarse que la prostitución no es un fenómeno unívoco; igualmente, es importante subrayar que no es necesariamente sinónimo de tráfico de seres humanos; y por último, y ante todo, hay que dar voz y proteger a las mujeres que están involucradas en este entorno.

Decía que conviene diferenciar varios tipos de prostitución; y así, en primer término nos encontrados con aquellas mujeres víctimas de las mafias; en segundo, aquellas otras que resignadamente la aceptan por motivos económicos, familiares o por adicciones a sustancias tóxicas; y en tercer lugar, la que es ejercida voluntariamente.

Obvio es que la réplica dada desde el Estado no puede ser la misma. De modo que al primer colectivo la respuesta sin excepción debe ser la aplicación con rigor del Código Penal; el segundo grupo precisa la atención de los servicios sociales desde un prisma multidisciplinar; pero la controversia se centra, en esencia, en qué hacer con el tercer gremio que ha hecho libremente del intercambio de sexo por dinero su forma de vida.

Lo primero que es necesario abordar son las premisas éticas y morales, esto es, si es admisible desde esta perspectiva el ejercicio de la prostitución, no sin antes apuntar –simplificando en extremo– que la ética se configura como un conjunto de normas de las que individualmente nos dotamos, en tanto que la moral hace referencia a normas transmitidas y aceptadas socialmente.

Resulta meridiano, pues, que la visión ética no interesa (allá cada cual), pero sí la moral social. En este punto cabe argumentar que si toda persona es dueña de su propio cuerpo ¿realmente debe rendirle cuentas de lo que hace con su intimidad al resto de la sociedad? ¿No está despenalizado el aborto y la eutanasia pasiva sobre el pilar de la autonomía personal? En definitiva, cada uno es consecuente –éticamente– de lo que hace ya sea por dinero o por un simple gusto personal, sin que quepa una imposición social hipócrita y pletórica de prejuicios –éticos y morales– frente a la sexualidad en general. La cuestión clave radica en que el intercambio sexual por dinero se realice en condiciones de igualdad, sin coerción, con plena autonomía, puesto que solo así queda salvaguardada la dignidad de la mujer.

La extrema complejidad de esta materia queda patente en la disparidad de legislaciones no ya en el mundo, sino en nuestra vieja Europa: desde el modelo abolicionista y penalizado de los países nórdicos, hasta la legalización que rige en Alemania y Holanda, por ejemplo. El primero cuenta con el respaldo del Parlamento Europeo desde 2014, si bien con una actitud titubeante, pues en 1996 apostó por su despenalización; en tanto que al segundo lo apoyan Amnistía Internacional, la Organización Mundial de la Salud y diversos colectivos de meretrices. En España, la prostitución se encuentra en una situación de 'alegalidad', toda vez que ni está prohibida ni está regulada.

Vale ahora aproximarse al nudo gordiano de este asunto: la prohibición o la legalización, y para ello, como ya apuntaba, la óptica que se me antoja más ajustada es la que mejor garantice la ventura de las prostitutas.

Conste que ambas posturas –abolicionista y reglamentarista– atesoran argumentos de peso. Sin embargo, considero que es una práctica que debe regularse por diversos motivos: (I) La prostitución ha existido siempre y no se va a erradicar: de hecho, sigue arraigada en los países que la prohíben; cuestión distinta es que, en un ejercicio de inaceptable doble moral colectiva, se mire para otro lado; por su parte, internet es campo abonado para el intercambio de favores sexuales, con lo que sería como poner puertas al campo. (II) La prohibición abocaría a las prostitutas a una situación de clandestinidad que propiciaría la proliferación de las mafias y, asimismo, acentuaría su estigma social, la marginalidad y la dificultad para denunciar abusos: ¿qué prostituta va a denunciar cuando ella misma se halla en situación de ilegalidad? Y (III) el reconocimiento de derechos laborales, el acceso a servicios sanitarios y la libertad asociativa –también la asunción de cargas fiscales– potenciaría su bienestar, salud y seguridad personal, laboral y jurídica.

En definitiva, los poderes públicos deben sopesar la mejor manera de ayudar a este colectivo, ora extrayendo de ese ambiente –ciertamente sórdido– a aquellas que estén obligadas o que lo deseen, ya sea empoderando con derechos a aquellas otras que la ejercen libremente.